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  • De ruinas ilustres y de las otras

    » Hoy Dia

    Fecha: 19/04/2024 02:03

    Cuando Saramago entra en el distrito de Coimbra, durante la travesía que realiza entre 1979 y 1980, para escribir “Viaje a Portugal”, no le interesa tanto la universidad más antigua del país cuanto las ruinas romanas de Conímbriga. Es verdad que cada territorio ofrece lo que tiene y, si en esta región estos rastros se le ofrecen al viajero, resulta oportuno registrarlos para sentar su testimonio. Claro que la cuestión no es tan simple como puede parecer a simple vista porque –conforme al diccionario- las ruinas son «restos de arquitectura de una civilización», y en el terreno europeo hay que imaginar capas y capas de historia y cultura superpuestas. Hay que decir que lo que a él le preocupa verdaderamente es el valor estético que soportan, esto es, su conservación pese a todo, eso que es tan diferente de lo «arruinado» por deterioro o negligencia. Al salir de Montemor-o-Velho, Saramago escribe estas palabras: «Conímbriga tiene más suerte: es una ruina romana. A esta ruina portuguesa nadie acude: ni ruina en su propia tierra puede ser». La acusación es de una gravedad inusitada y es probable que 40 años después, en esta época en que vivimos, no pueda decirse lo mismo, porque Portugal se ha ocupado de sus sobrevivencias históricas y enmendado sus errores en torno de la preservación del patrimonio. La comparación de los dos textos ayuda a entender mejor el concepto que traemos a escena. Obsérvese lo que Saramago escribe de Conímbriga después de visitarla: “Cuando el viajero pasea por estas magnificencias, y es fácil ver qué magnificencias son, se siente un poco ajeno, como si estuviera viendo y palpando testimonios de una civilización y una cultura totalmente extrañas. Es posible que tal impresión venga de imaginar a los romanos instalados aquí, muy señores de su foro, de sus juegos de agua, paseando en toga y túnica, combinando la ida a los baños, y, alrededor, perdido en las colinas hoy cubiertas de olivares, un gentío ingenuo y dominado, sufriendo hambre segura y celos ácidos. Vista así, Conímbriga sería una isla de civilización avanzada rodeada por un mar de gentes ahogándose. Quizá esté el viajero cometiendo grave injuria a quien precisamente esa misma civilización acabó por enraizar aquí, pero ésta es la explicación que encuentra para el malestar que siempre se apodera de él ante Roma y sus obras, y que, inevitablemente, vuelve a remorderle aquí en Conímbriga. Hay que decir, pese a todo, y de esa exención sí es capaz, que las ruinas de Conímbriga tienen una monumentalidad sutil que va solicitando lentamente la atención, y ni siquiera las grandes masas de las murallas desequilibran la atmósfera particular del conjunto. Hay, realmente, una estética de las ruinas. Intacta, Conímbriga sería bella. Reducida a lo que de ella vemos hoy, esa belleza se acomodó a la necesidad. No cree el viajero que nada mejor les pudiera haber ocurrido a estas piedras, a estos excelentes mosaicos, que en algunos lugares oculta la arena para su preservación”. El texto sobre Montemor-o-Velho tiene pasajes memorables también. Al referirse al castillo, por ejemplo, señala que «tanto por su disposición en el terreno como por el número de torres cuadradas y cilíndricas que refuerzan sus muros, trasmite una poderosa impresión de máquina militar». Y, al hablar de un monumento local subraya: “Hay en Portugal bellezas, y si de este relato no se concluye eso claramente, la culpa es de quien debía explicarse mejor, pero el convento de Nossa Senhora dos Anjos no precisa más adelantados loores que este brusco corte en la respiración que le acomete a uno apenas entra”. Lo que sucede es que la hermosura y la grandilocuencia están fuera de discusión ya que en eso compiten las dos ciudades por igual. Lo que enrarece el espíritu de percepción del viajero pasa por otro lado: por la dejadez o abandono que encuentra en torno de las construcciones de Montemor y que no advirtió en la localidad anterior: “Bajó, pues, a la ciudad y paró en un restaurante junto a la iglesia de la Misericordia, que está allí mismo, a orilla de las aguas. Sería estimable la vecindad, si no fuera porque, en las crecidas, entra el río en la iglesia. El viajero no sabe qué pasará allá dentro en momentos tales, si tendrán los santos que alzar sus vestes para no mojarse, pero lo que sí sabe es que está escribiendo estas palabras, que parecen irrespetuosas, para disimular la indignación que siente al ver de qué manera se falta el respeto a preciosas obras de arte, condenadas a muerte por la indiferencia y el desinterés”. También en el referido convento de Nossa Senhora dos Anjos, que tanto le había impactado, tiene una impresión parecida «por el estado de ruina en que todo esto se encuentra, paredes hendidas y manchas de humedad, verdoso limo que lo invade todo … esto sin hablar ya del claustro, que se cae a pedazos». Como puede verse, de lo que se trata es de postales contrapuestas entre ciudades vecinas que ponen en jaque la noción misma de ruina y que autorizan la rápida transformación de aquello que es ilustre en algo banal por la sola desidia.

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