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» La Prensa
Fecha: 28/12/2025 10:23
Alejo Julio Argentino Roca era hijo de un legendario guerrero de la Independencia, oficial sanmartiniano y ayudante de campo de Mariscal Santa Cruz, el coronel José Segundo Roca. Este había salvado su vida en 1837 después de la batalla de Famaillá gracias a los oficios del gobernador, Juan Bautista Paz y Figueroa, con cuya hija, Agustina Paz, se casó al año siguiente. La muerte de Agustina obligó al coronel a repartir a su descendencia entre familias amigas, ya que le era imposible criar solo a sus ocho hijos. A muy temprana edad, Julio Argentino ingresó al colegio de Concepción de Uruguay gracias al padrinazgo del general Urquiza. Allí recibió una de las mejores educaciones de la época, que puede apreciarse en la prosa elegante del general. Además, tuvo como compañeros de promoción a muchos de los que en el futuro serían sus amigos y colaboradores: Eduardo Wilde, Martiniano Leguizamón, Olegario Andrade y Victorino de la Plaza. A pesar de lo que algunos puedan sospechar, Roca fue un excelente alumno, aventajado en latín y conocedor de los clásicos. Tenía tan solo quince años cuando se inició en el ejército como subteniente de artillería. A lo largo de su larga foja de servicios no solo se destacó por su fortaleza física (una sola vez debió volver a Buenos Aires por enfermedad durante la guerra del Paraguay), sino que nunca fue herido seriamente en combate, a pesar de haber estado en carnicerías como Curupaytí. General a los treinta años, después de vencer a su compadre Andrés Arredondo en la segunda batalla de Santa Rosa, Roca asumió como ministro de Guerra a la muerte de Adolfo Alsina por una fiebre tifoidea, para poner en marcha su idea de conquistar al desierto. El 4 de enero de 1878, estando en Mendoza, recibió la noticia de su nombramiento como ministro de Guerra. Junto al leal coronel Gramajo y el entonces coronel Fotheringham volvió a Buenos Aires por el camino de las postas. Al parar en un paraje llamado Las Chames, los tres oficiales comieron un cabrito que desató una gastroenteritis feroz en Roca. Por poco, la diarrea se lleva al general de este mundo. Acostumbrado a estos avatares bastante frecuentes en la vida de campaña, minimizó el asunto y no quiso postergar el viaje a Buenos Aires. La deshidratación fue tal que perdió el conocimiento y deliró a lo largo del camino. Llegó en un estado calamitoso a la casa de su hermano Ataliva, quien se hizo cargo de su atención. Por tres meses se debatió entre el aquí y el más allá. Las fiebres y la diarrea probablemente por una salmonelosis se sucedieron en forma casi ininterrumpida. Cuando sus camaradas se acercaban a preguntarle sobre su salud, el joven general les contestaba con esa ironía que lo caracterizaba: Muchachos, lo mío no es nada, pero lo siento por ustedes, que van a quedar como bola sin manija. Ya entonces, y a pesar de su lamentable estado, Roca estaba convencido del lugar que la historia le tenía reservado. En la oportunidad fue tratado por el mismo Dr. Bosch, que había velado por la uretra del Restaurador, y a pesar de ser uno de los alienistas más destacados de su tiempo, debía también atender la flojera intestinal del ministro. Pero no hay mal que por bien no venga: el tiempo de obligado reposo le sirvió para preparar el plan maestro de la conquista del desierto. Un año para prepararme y un año para efectuarlo. Así de simple. La campaña contra los indios que habían hostigado la frontera por cuatro siglos terminó en menos de un año. Como bien comentó el general con ese dejo de inmodestia y aplomo: Namuncurá y Requencura y los jefes de la dinastía de las Piedras son bravos, pero yo soy Roca. Se puede afirmar que la Campaña del Desierto fue la primera campaña militar donde existió una verdadera organización sanitaria. Las guerras de la independencia habían contado con los oficios de algunos médicos como Argerich, Muñiz, Redhead, Paroissien y tantos otros. La guerra del Paraguay había contado con la voluntad indomable del Dr. Muñiz y de los médicos y practicantes que pusieron sus conocimientos y su tesón al servicio de sus camaradas. Basado en sus experiencias, organizó un servicio médico que debió lidiar contra una amplia gama de patologías, no solo entre los soldados sino entre los indios que aún eran víctimas de la viruela y del cólera. Esta campaña no fue un paseo como algunos la pintan. Que hayan existido pocos enfrentamientos no quiere decir que no existieran momentos de profundo dramatismo por el hambre, la sed y las inclemencias del tiempo. Más de una vez, al relevar a un compañero de guardia, a este se lo encontraba muerto por congelación. No solo brilló por la organización sanitaria; muchos notables científicos como Pablo Lorente, Adolfo Doering y Federico Schulz acompañaron al ejército para estudiar la flora y fauna patagónica. La conquista del desierto le abrió a Roca las puertas de la presidencia. Se suele afirmar que Roca fue dos veces presidente de los argentinos, aunque podemos decir que fue presidente por tres períodos, ya que debió asumir interinamente la presidencia en su carácter de presidente del Senado durante la licencia por enfermedad de Uriburu que reemplazaba al dimitente Luis Sáenz Peña. Completó los llamados Cien Días (en franca alusión napoleónica), desde el 28 de octubre hasta el 8 de febrero de 1896. Pero, a diferencia del Corso, no se acercaba su Waterloo sino la culminación de su carrera política al ganar su segunda (o tercera) presidencia en 1904. El 2 de mayo de 1890 Roca perdió a su esposa Clara Funes, víctima de una hemorragia cerebral. Tenía tan solo treinta y seis años, por lo que debemos suponer que se trató de un aneurisma. La pareja había vivido distanciada durante los últimos años, aunque conviviendo bajo el mismo techo y bajo la figura de una falsa armonía conyugal, afectada por los frecuentes affaires del general. En más de una oportunidad, las autoridades eclesiásticas debieron disuadir a la primera dama de tomar una decisión escandalosa, como hubiese resultado de un divorcio acusando al presidente de infidelidad. El hombre era un conquistador de tierras y mujeres. El general, que había esquivado las balas en Pavón y Cepeda, que había salido de Curupaytí sin un rasguño, el general, que volvió indemne de las guerras jordanistas y las balas en Santa Rosa, sufrió una fiera herida en la cabeza, lejos de los campos de batalla. El 10 de mayo de 1886, Roca y una nutrida comitiva se dirigieron al Congreso para dar el discurso inaugural. Como el Congreso estaba entonces a una cuadra de distancia de la Casa Rosada, en Balcarce y Victoria (actual Hipólito Irigoyen) fueron caminando. Una multitud los rodeaba y, de entre los presentes, sorpresivamente, un joven se acercó con una piedra que arrojó a la cabeza del presidente. El golpe conmocionó a Roca, pero no a su amigo Carlos Pellegrini, quien rápidamente tomó al agresor del cuello, mientras el Dr. Wilde, a la sazón ministro de Justicia, pero médico de profesión y escritor por vocación, asistió a su amigo. Roca no estaba dispuesto a dejarse intimidar por una piedra y, con el vendaje sobre la frente y el uniforme aún manchado de sangre, ofreció su discurso. El loco en cuestión era Ignacio Monjes, soldado del ejército nacional, que confesó haber intentado dar muerte al presidente, por considerarlo responsable de la situación política. Monjes fue condenado a diez años de prisión. Los últimos años de Roca transcurrieron en paz, compartiendo con su familia largas temporadas en sus estancias, además de viajes al exterior donde era recibido como un estadista. Para descansar, Roca prefería pasar una temporada en La Larga, la estancia porteña en la que se instalaba por largos días con su amante Elena, una francesita que vivía en un pabellón alejado del casco para guardar las apariencias. El viejo general de sesenta y cinco años y con sesenta y cinco años de servicio activo por esa extraña matemática del ejército que no coincide con la de los civiles aún se sentía vital y con urgencias de varón que Elena sosegaba con sus oficios. Pero las rocas también se erosionan por el paso del tiempo y su salud de hierro se deterioró. Por fortuna para el general, no conoció una larga declinación. Dispuesto a viajar a La Larga, una ligera indisposición lo retuvo unos días en su hogar porteño. El Dr. Luis Güemes, el llamado médico de los presidentes, lo examinó y solo habló de una congestión pulmonar, nada para alarmarse, y así fue: a los pocos días el general continuó su vida normal; de hecho, acompañó el traslado de los restos del general Luis María Campos a la Recoleta. Ese viernes, cuando se disponía una vez más a partir hacia la estancia, tuvo un acceso violento de tos que lo obligó a quedarse en cama. El doctor Güemes lo visitaba a diario y su preocupación crecía a medida que la tos del general se hacía más rebelde debido a un bloque neumónico. Días después, Roca amaneció mejor; parecía que el general iba a vencer una vez más la adversidad, pero a las veinte horas comenzó un nuevo ataque de tos tan violento que lo privó del conocimiento. Dos horas más tarde, el general Roca ingresaba a la Historia. A pesar de su larga vida pública y la infinidad de anécdotas que de él se conocen, no resalta ninguna característica psicopatológica notable en sus conductas, más allá de una constante autoafirmación de su valía personal. ¿Acaso esta era el fruto de su precoz abandono? ¿Abrigaba el general algún sentimiento de inferioridad o era una conciencia preclara de su valía? - Soy Roca. - La cabecera siempre estará donde yo me siente. - Ellos serán de piedra, pero yo soy Roca. Son expresiones propias de un hombre hecho al mando, que se labró su camino al poder con trabajo y astucia, como el Zorro que era. No se aprecian rasgos obsesivos o fobias severas en sus conductas, pero sí se adivina una inteligencia superior que se traduce en saber consultar a tiempo. Las múltiples conversaciones con Mitre, Pellegrini y otros políticos que por momentos estuvieron en bandos opuestos al suyo, así lo atestiguan. Sin embargo, no se caracterizó por su lealtad: fue infiel a su esposa, engañó a su mejor amigo al mantener un largo romance con Guillermina Oliveira Cézar, la esposa del doctor Eduardo Wilde, se alejó de Pellegrini en el momento en que más lo necesitaba y se valió de estratagemas poco caballerescas, como en la batalla de Santa Rosa en 1874, cuando un batallón fingió desertar para poder entrar al reducto. Un zorro, con pelos y mañas. Roca encaró la conquista de la Patagonia con la misma vehemencia que los demás países americanos, aceptando la visión positivista propia del siglo XIX que consagraba a la raza blanca como la superior y, por tanto, merecedora de estos privilegios. Ver esta gesta con ojos de reivindicaciones étnicas es leer la historia con el diario del lunes.
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