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Concordia » El Heraldo
Fecha: 27/12/2025 01:10
La política argentina tiene un talento recurrente: convertir un debate técnico en un eslogan emocional. Aprobada la Ley de Inocencia Fiscal, celebran algunos; amnistía encubierta, denuncian otros. Pero el verdadero problema no es el nombre, sino lo que revela: un Estado que admite tarde que su aparato de control se volvió masivo, caro e ineficaz, y que ahora intenta recomponer autoridad bajando la presión sobre el contribuyente común. La iniciativa, vale aclararlo, tiene media sanción en Diputados y debe pasar por el Senado; no está cerrada. Y mientras se discute el proyecto, el Gobierno ya empuja el cambio por la vía administrativa: sube umbrales de información y deroga regímenes informativos que funcionaban como una red de trazabilidad de consumo y patrimonio. El argumento oficial suena sensato: no perseguir a la gente, concentrarse en los evasores verdaderos. En un país donde la inflación destruyó escalas y la nominalidad volvió sospechosa cualquier operación de tamaño medio, hay un punto atendible: si todo es alerta, nada es alerta. En términos prácticos, se informó que, por ejemplo, las transferencias y acreditaciones bancarias pasarían a reportarse recién desde $50 millones para personas humanas (y $30 millones para personas jurídicas), que las extracciones en efectivo dejarían de informarse desde cualquier monto para hacerlo desde $10 millones, que los saldos al cierre de mes y los plazos fijos también se elevan a niveles sustancialmente mayores, y que se aumentan los límites en billeteras virtuales y tenencias en AlyCs. A la vez, el Gobierno anunció la derogación de regímenes de información sobre consumos personales con tarjetas, ciertos reportes vinculados a escribanos, expensas, publicaciones de operaciones, y otros circuitos que, en la práctica, alimentaban un sistema de trazabilidad masiva. El argumento: disminuir costos de cumplimiento, reducir el temor a operar en blanco y, de paso, evitar que la burocracia fiscal se consuma en perseguir volumen en vez de calidad de evasión. El componente más delicado y quizás el más importante para evaluar consecuencias es el que toca el Régimen Penal Tributario y el procedimiento. La orientación reportada públicamente es elevar los umbrales a partir de los cuales una evasión se vuelve penalmente perseguible, evitando que montos nominales bajos (para la escala macro actual) terminen empujando a la justicia penal situaciones que deberían resolverse por la vía administrativa. En cobertura sobre el tratamiento legislativo se mencionó, como ejemplo, un salto fuerte en el umbral de evasión simple (de $1,5 millones a $100 millones). En el mismo sentido, el anuncio oficial afirmó que, de unas 7.000 causas en el fuero penal tributario, el nuevo enfoque tendería a dejar en curso alrededor de 200, concentradas en evasión relevante. En paralelo, se comunicó la idea de acortar prescripción para cumplidores: pasar de cinco a tres años para quienes presenten declaraciones juradas en tiempo y forma, reforzando una regla simple: el que cumple, gana previsibilidad; el que no, enfrenta un horizonte más largo y exigente. Hasta acá, el diseño parece razonable desde una lógica de eficiencia del Estado: menos fiscalización masiva, más selectividad; menos penalización de rutina, más sanción donde hay daño fiscal verdadero. Pero las finanzas públicas no se evalúan solo por intenciones, sino por incentivos. Y el primer riesgo que aparece es de señal: subir umbrales y relajar reportes puede interpretarse en una sociedad con larga historia de informalidad defensiva como evadir sale barato o nadie controla. Ese riesgo no es moralista, es operativo: si se deteriora la moral tributaria de los que ya cumplen, el costo fiscal puede ser mayor que el beneficio de aflorar marginalmente actividad. El segundo riesgo es distributivo: en Argentina, los que más aportan sin opción suelen ser los trabajadores formales vía retenciones y percepciones, y muchas pymes registradas que no pueden esconder su facturación. Si el cambio se lee como una amnistía de hecho para patrimonios no declarados, se erosiona la equidad horizontal (iguales pagando igual) y se debilita el contrato fiscal. El tercer riesgo es sistémico: el país no opera en el vacío, y todo lo que se asocie aunque sea injustamente con debilitamiento de controles contra lavado y financiación ilícita puede encarecer la integración financiera externa. No alcanza con decir no perseguimos al ciudadano: hay que mostrar que el Estado conserva capacidad de control selectivo y estándares compatibles con reglas internacionales. Ahora bien: el problema de Argentina no es que el Estado mira mucho. El problema es que mira mal. Mira al que está a mano, al que está en blanco, al que no puede escaparse del radar. Y en ese exceso de control sobre el contribuyente medio, el fisco fue perdiendo algo más valioso que un dato: fue perdiendo legitimidad. La Inocencia Fiscal pretende recomponer ese vínculo con dos herramientas que son políticamente explosivas. Por un lado, reformar el procedimiento y premiar al cumplidor con menos incertidumbre: se comunicó la reducción de la prescripción de cinco a tres años para quienes presenten en término, reforzando un principio básico: si el ciudadano cumple, el Estado no puede perseguirlo eternamente. Por otro lado, descomprimir el uso del derecho penal tributario elevando umbrales que quedaron ridículos con la inflación. Hasta ahí, el relato cierra. Pero la política económica no se mide por relatos: se mide por incentivos. Y acá aparece el primer choque. Si el mensaje social termina siendo no pasa nada, el resultado no será cultura tributaria, sino cultura de impunidad. En Argentina, la línea entre aliviar y relajar es finísima, porque el historial de cambios de reglas blanqueos, moratorias, controles, regímenes y contrarreformas dejó un aprendizaje perverso: esperar siempre conviene. El contribuyente que paga siente que es el único que no tiene premio; el que no paga aprende que tarde o temprano llega una ventana para regularizar barato. Ese es el núcleo de la desconfianza: no es solo hacia el Estado, es hacia el sistema como contrato social. Una reforma que baja presión y sube umbrales puede ser razonable si se combina con fiscalización inteligente sobre la evasión grande. Pero si se traduce en menos control sin reemplazo efectivo, el resultado es un sistema todavía más regresivo: el que no puede esconderse sigue pagando, el que puede esconderse paga menos y encima obtiene validación política. Y llegamos a la pregunta que al Gobierno le interesa: ¿esto suma reservas y estabiliza el dólar? Ojalá, pero conviene bajar la espuma. Las reservas no aparecen porque el fisco sea menos intenso. Las reservas aparecen si la economía genera dólares netos o si consigue crédito genuino. El proyecto puede en el mejor de los casos empujar un canal indirecto: que parte del ahorro en efectivo se bancarice, se formalice, se vuelque a instrumentos, y eso facilite crédito e inversión. Pero convertir colchón en reservas requiere algo que la ley no crea: confianza macro. Si el que tiene dólares no cree que el régimen cambiario y las reglas se sostienen, no deposita; gasta en efectivo o se queda afuera. Y aunque deposite, eso no implica automáticamente que el Banco Central compre y acumule reservas netas. El puente es más largo: reglas creíbles, instrumentos atractivos, demanda de pesos consistente y un mercado que ofrezca divisas sin disparar expectativas. En un contexto donde la fragilidad de reservas y el acceso al financiamiento siguen siendo temas centrales de la agenda, la ley, por sí misma, no resuelve la restricción externa. Mi conclusión, como especialista en finanzas públicas, es simple: el proyecto parte de un diagnóstico atendible sobrerregulación informativa y uso excesivo del penal y, bien aplicado, puede mejorar la relación cotidiana entre el fisco y el contribuyente común. Pero su efecto sobre reservas y estabilidad cambiaria será, en el mejor de los casos, indirecto. Para que sea una oportunidad real, debe encajar en una estrategia macro creíble y demostrar que el Estado no mira menos, sino que mira mejor: con más foco, inteligencia y equidad. Si eso ocurre, parte del colchón puede entrar al circuito formal; si no, será otra reforma que baja fricciones, pero no cambia lo decisivo: la restricción externa que, al final, es la que decide cuántas reservas hay y cuán estable puede ser el dólar.
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