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» DiarioWeb
Fecha: 24/12/2025 03:20
La ciudad estaba vestida de luces, pero esta vez el aire no cortaba la piel: era una noche de verano, tibia y pegajosa, de esas en las que la gente sale a la vereda con la silla de plástico, los chicos corren con ojotas y los ventiladores trabajan como si quisieran empujar el mundo hacia un poco más de alivio. Las vidrieras brillaban con ofertas y deseos. El centro tenía ese movimiento particular de fin de año: apuro, bolsas, mensajes que no paran, una alegría que a veces parece real y otras veces se parece demasiado a un mandato. Tomás caminaba con una bolsa de regalos en una mano y el celular en la otra. Iba transpirado, con la camisa pegada a la espalda y la cabeza llena de tareas pendientes. Había salido tarde del trabajo, como casi siempre. Y ahora se dirigía a la casa de su madre con un pan dulce, una sidra y esa sensación rara de llegar a una fiesta sin haber estado del todo presente en el año. En la esquina de una plaza, habían montado un árbol gigante con luces que parpadeaban como si el futuro tuviera ritmo propio. Abajo, la gente se sacaba selfies. Pero en un banco, a la sombra del mismo árbol, había otra escena: una mujer con un vestido liviano, gastado, y un niño dormido sobre su pecho. Tenían una sábana finita, una botella de agua casi vacía y una bolsita con dos mudas de ropa. El calor no perdona a nadie, pero castiga más a quien no tiene techo. La noche de verano puede ser amable para algunos; para otros, es la intemperie más larga. Tomás redujo el paso. Su primer impulso fue mirar hacia otro lado, como quien esquiva una incomodidad. El segundo fue justificarse: “No puedo hacer nada”. El tercero fue acelerar. Pero el contraste —las luces arriba, la fragilidad abajo— le clavó una pregunta en el pecho: ¿de qué sirve tanta Navidad si no alcanza para los que están afuera? A pocos metros, una parroquia tenía la puerta abierta. Adentro, el aire era más fresco, olía a piso recién lavado y a incienso suave. En un rincón, un pesebre de madera sostenía la escena más repetida y, a la vez, menos entendida de la historia: un niño recién nacido, una madre joven, un padre que no sabía cómo resolverlo todo. Nada de mármol. Nada de lujo. Nada de garantías. Solo paja, humildad y la verdad cruda de la vida, empezando sin privilegios. Jesús nació pobre. No como una metáfora bonita, sino como un dato incómodo: el amor más grande entró al mundo por la puerta más pequeña. Y si uno se detiene a mirarlo en serio, entiende que la Navidad no es un concurso de mesas perfectas, ni una carrera de regalos. Es un mensaje: el centro está en los últimos. Y el mundo solo mejora cuando los últimos dejan de ser invisibles. Tomás se quedó mirando el pesebre como si lo viera por primera vez. Después salió y volvió a la plaza. —Hola… —dijo, sin saber cómo empezar. La mujer levantó la mirada. Tenía la piel cansada de sol y de días difíciles. En sus ojos había esa mezcla de alerta y dignidad que a veces la calle enseña. —Perdón…¿Necesitan algo? —preguntó Tomás, y la frase le sonó torpe, como si la pobreza pudiera resolverse con una lista. Ella tardó en responder. —Un lugar —dijo al fin—. Un lugar donde podamos bañarnos. Donde el chiquito pueda dormir sin mosquitos. Donde no nos corran. La frase “sin mosquitos” le pegó a Tomás como una verdad simple: para algunos, el verano es pileta y helado; para otros, es picaduras, sed, baños públicos cerrados, noches sin descanso. Tomás miró al niño. Dormía con la boca entreabierta, aferrado al cuello de su madre. Tan frágil que daba miedo. Y de pronto Tomás entendió algo que nunca le habían explicado del todo: la caridad no es tirar una moneda y seguir. Es interrumpir el propio camino. Es detener la vida un momento para que la vida del otro pueda respirar. —Esperen —dijo—. No se vayan. Vuelvo. Caminó rápido hacia la parroquia. Tocó una puerta lateral. Un hombre mayor, de camisa arremangada y manos de trabajo, lo atendió. Tomás no inventó heroicidades. Dijo la verdad: —Hay una mujer con un bebé en la plaza. Están ahí, al rayo del calor, sin lugar. ¿Podemos hacer algo? El hombre miró hacia la plaza y suspiró como quien carga un cansancio colectivo. —Vení —dijo—. Vamos a movernos. En pocos minutos, la parroquia dejó de ser un edificio y se volvió comunidad. Aparecieron voluntarios con bidones de agua fresca, repelente, un ventilador viejo, una colchoneta, toallas. Alguien escribió una dirección. Alguien consiguió que los dejen usar una ducha. No era magia. Era organización. Era esa forma de amor que no sale en las fotos, pero salva noches. Cuando la mujer llegó con el niño en brazos, se detuvo en la entrada como si esperara que la echaran. Nadie la apuró. Nadie la interrogó como si tuviera que justificar su dolor. Le ofrecieron agua. —Tomá, despacio —le dijo una voluntaria—. Acá estás a salvo. Y con ese gesto mínimo —un vaso frío en una noche caliente— la Navidad dejó de ser un decorado y se convirtió en un hecho. Tomás, parado a un costado, sintió vergüenza de haber necesitado tanto para entenderlo. La piedad no es lástima. La lástima mira desde arriba. La piedad mira al mismo nivel. No humilla: reconoce. Acompaña. Nombra a la persona antes que al problema. La compasión, descubrió, tampoco es un sentimiento blandito. Es una decisión que cuesta. Es ponerse en el lugar del otro y actuar como si su vida importara tanto como la propia. Y entonces apareció la pregunta que incomoda de verdad: ¿por qué esto depende de que alguien “se conmueva” y no de un sistema que proteja a todos? Porque el mundo necesita más que deseos de fin de año. Necesita acciones concretas, sostenidas, cotidianas. Necesita que la caridad sea un hábito: compartir alimentos, agua, ropa liviana, un ventilador que sobra, un poco de tiempo para escuchar sin apuro. Necesita que la piedad se traduzca en respeto: dejar de sospechar del pobre, dejar de tratarlo como culpable, dejar de mirar la miseria como un fallo individual en vez de una herida social. Necesita que el amor se vuelva compromiso: organizar redes barriales, apoyar comedores, exigir políticas públicas que garanticen techo, trabajo digno, salud, educación, protección real para la infancia. Necesita que la compasión se convierta en cultura: que el “no es mi problema” sea reemplazado por un “¿qué podemos hacer?”. Porque si Jesús nació pobre, el pesebre no es una pieza de museo. Es un espejo. Y cada Navidad nos pregunta lo mismo: ¿dónde estamos parados?, ¿con quién? Tomás llamó a su madre para avisar que llegaría tarde. No dio detalles, solo dijo: —Estoy ayudando a alguien. Del otro lado hubo silencio y después una voz suave: —Está bien, hijo. Vení cuando puedas. Más tarde, cuando llegó a la casa, la mesa estaba servida. Había ensalada fresca, hielo en las bebidas, ventiladores girando, risas que intentaban espantar el cansancio del año. Su madre lo miró y entendió sin preguntas. Su hermana también. No hubo aplausos ni discursos. Solo corrieron una silla. —¿Cómo fue? —preguntó su madre. Tomás se sentó. Dejó el celular boca abajo. Respiró. —No sé si hice mucho —dijo—. Pero sentí que por fin era Navidad. Comieron. Brindaron. Y Tomás, en medio de la charla, se sorprendió contando lo que había visto: la mujer, el niño, la palabra “mosquitos”, el vaso de agua, la ducha. Mientras hablaba, se daba cuenta de algo más: la esperanza no es un sentimiento que cae del cielo. Es una construcción humana. Al terminar la cena, salió al patio. El calor seguía ahí, pero corría una brisa leve que movía las hojas. El cielo estaba limpio, con estrellas y promesas. Se escuchaban fuegos artificiales a lo lejos y gritos de “¡Feliz Navidad!” como olas. Tomás pensó que quizá el mundo no cambia con una gran noticia, sino con pequeñas fidelidades: la fidelidad de mirar al que nadie mira, de dar un paso hacia el otro, de sostener sin pedir nada a cambio. La Navidad, entendió, no es una fecha. Es una dirección. Y en esa noche de verano —con la piel todavía tibia y el corazón un poco más despierto— Tomás se prometió algo sencillo y enorme: no volver a pasar de largo. Porque al final, ese es el desenlace que el mundo necesita para ser un mundo mejor: que cada uno deje de esperar milagros y empiece a convertirse, un poco, en respuesta. Esa noche, la ciudad siguió brillando. Pero en una parroquia, un niño durmió sin mosquitos y con agua cerca. Y en un hombre que iba apurado, nació una certeza nueva: todavía se puede. Todavía hay tiempo. Todavía hay lugar para el amor. Eso—y no otra cosa—es el verdadero cuento de Navidad.
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