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  • La calidad democrática en un mundo digital

    » Diario Norte

    Fecha: 23/12/2025 14:55

    Uno de los principales efectos de la desinformación es la erosión de la confianza en las instituciones democráticas. Cuando se difunden versiones falsas sobre procesos electorales, decisiones judiciales o acciones legislativas, se instala la sospecha permanente sobre la legitimidad del sistema. Esta desconfianza se nutre de narrativas diseñadas para sembrar dudas y reforzar percepciones negativas en los ciudadanos, dando como resultado un paulatino debilitamiento de la credibilidad de las reglas del juego democrático y, al mismo tiempo, se abre espacio a discursos que cuestionan la validez de la representación política. Lamentablemente, no son pocos los ciudadanos que, expuestos a un flujo constante de mensajes contradictorios, desarrollan cansancio y escepticismo frente a la vida pública. La sensación de que es imposible distinguir entre lo verdadero y lo falso puede llevar al retraimiento y a la renuncia a participar. Y esto hace que se relaje el control ciudadano sobre los asuntos de interés público y deje el debate en manos de actores más organizados y, en algunos casos, más radicalizados. En el plano social, la difusión de información engañosa amplifica el miedo y la incertidumbre. Los mensajes alarmistas, especialmente en temas como la salud, la seguridad o las crisis políticas, apelan a emociones intensas que dificultan el diálogo y la cooperación. En sociedades ya atravesadas por tensiones, estos contenidos refuerzan la polarización y, lo que es peor, consolidan aquellas divisiones que hacen más difícil la convivencia de la ciudadanía. De este modo, la posibilidad de construir acuerdos mínimos se ve limitada por la reafirmación de creencias propias frente a evidencias alternativas. En ese sentido, se puede decir que la vida digital aceleró estos problemas. El acceso masivo a Internet permitió que más personas produzcan y consuman información, lo cual tiene un valor indiscutible para la democratización del conocimiento, pero no es menos cierto que la misma infraestructura facilita la propagación rápida de contenidos falsos a gran escala. Las redes sociales, por ejemplo, priorizan la inmediatez y la viralidad, y muchos usuarios no disponen del tiempo necesario para verificar lo que reciben antes de compartirlo. Así, opiniones, datos y rumores se mezclan sin filtros eficaces. Las narrativas de desinformación en plataformas digitales suelen ser estrategias deliberadas. Utilizan memes, imágenes impactantes o supuestas capturas de pantalla para generar una apariencia de autenticidad. Al apelar a emociones y sesgos cognitivos, logran una difusión amplia y persistente. Por otra parte, los algoritmos de recomendación, al mostrar contenidos afines a las preferencias previas de los usuarios, crean burbujas informativas que refuerzan visiones parciales de la realidad y dificultan el acceso a miradas diversas. Pero eso no es todo. El desarrollo de herramientas de inteligencia artificial añadió un nivel adicional de complejidad, debido a que permiten crear videos falsos de gran verosimilitud en los que figuras públicas parecen decir o hacer cosas que nunca ocurrieron. Este tipo de material tiene un impacto fuerte en las audiencias y puede influir en percepciones políticas en muy poco tiempo. La capacidad de producir y difundir estos engaños supera muchas veces la velocidad de las respuestas institucionales. Frente a este panorama, distintas experiencias muestran la importancia de la educación y la cooperación de la ciudadanía. Algunos países promueven el pensamiento crítico en las escuelas, enseñando a evaluar la fiabilidad de las fuentes y a analizar la información de manera reflexiva. También especialistas coinciden en que esta lucha requiere la colaboración entre empresas tecnológicas, sociedad civil, académicos y equipos de verificación. Lo que ocurre con la desinformación es que, al distorsionar la realidad compartida, debilita los vínculos de confianza que sostienen la vida en la comunidad y pone en riesgo la estabilidad de las sociedades. Es necesario fortalecer la educación cívica, promover prácticas informativas responsables y defender el valor de la verdad como base del debate democrático.

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