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  • Trigo camina conmigo: David Lynch & Angelo Badalamenti en la pampa

    » cba24n

    Fecha: 22/12/2025 11:43

    Escribí demasiado sobre David Lynch, apenas unas líneas sobre Angelo Badalamenti y nada sobre Julee Cruise. Cada vez que le conté las costillas a un artista usé a Lynch como vara. Peter Greenaway, el que utilizó la descomposición de un cisne en cámara rápida para decir que la decadencia lleva demasiado tiempo, repite a quien quiera oír que la última vez que pagó una entrada fue en 1986 para el estreno de Blue Velvet. El 12 de diciembre de 2022, día del velorio de Angelo, me dije que si la melancolía no fuera más vieja que el diablo seguro la habría inventado Badalamenti. Qué gringo hermoso. Podría haber nacido en cualquiera de estos pueblos donde, en apariencia, nunca pasa nada y no queda otra que añorar lo que jamás sucedió. David Lynch también podría haber nacido en Camilo Aldao, a media cuadra de la casa donde Alberto Laiseca armaba monstruos con figuras recortadas de las revistas de moda de su madre muerta y los manuales de anatomía de su padre ausente. En un rincón del patio de la escuela normal o en un gallinero a la siesta se habrían contado historias de tullidos, aparecidas o bufones molidos a palazos. Mirá, Albertito, se me ocurrió hacer unos cuadros con bagres, cuises y torcazas. Pegaré carcasas, cueros y plumas sobre arpilleras y escribiré con carbón las instrucciones para volver a armarlos. El hijo del viejo Badalamenti, el sepulturero municipal, acompañaría la escena digna de los mejores Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro con su armónica de peine de bolsillo y papel de fumar. Los sicilianos nunca se ponen de acuerdo sobre nada y menos sobre el origen del apellido Badalamenti. La vertiente magna y griega dice que un “badalamento” era el que llevaba la batuta de las plañideras durante las exequias; la mezcla que incluye vándalos, godos y normandos sostiene que “badal” nombraba al herrero especializado en instrumentos de labranza y los fenicios-sirios-africanos, el resto de la minestra insular, se inclina por una referencia al Profeta, “bad-al-amín”, servidor de la fe. Síntesis: el llanto en canto y el entierro como siembra de piedad. Escribí mucho sobre Lynch, poco sobre Angelo y nada sobre Cruise. Me resulta imposible separarlos porque fueron tres carnaduras que vibraron pitagóricamente en la misma frecuencia: si bemol. El David músico fue una especie de Fabián Show con un chorro de Ry Cooder, Kraftwerk, Martin L. Gore y Coquito Ramaló; Julee fue la muñeca de una cajita musical engualichada y las violas d´amore de Badalamenti deberían sonar en cada sepelio y bautismo. El 8 de junio de 2017 tuve un cuadro de otitis que traté con paracetamol y ácido bórico en alcohol diluido al setenta por ciento. Después advertí que la noche anterior había visto la abominable tercera parte de Twin Peaks y el personaje encarnado por Lynch es un agente del FBI más sordo que mi mamá. El 9 de junio de 2022, fecha en que la señora Cruise decidió partir, no dije ni mu porque me quedé afónico. Intenté escribir sobre su última voluntad, sus cenizas mezcladas con las de sus perros y esparcidas sobre el rojo de Arizona hasta que el desierto se volviera azul, pero fallé. Era hermosa Julee: Tinkerbell dibujada por George Herriman, el creador de Krazy Kat, o tal vez Carlos Nine. El 15 de enero de este año, día de la entrada de David a la inmortalidad, escuché durante todo el día la banda de sonido de The Straight Story. Lloré sin agua como manda Larralde. En este momento los trigales ya pasaron su punto caramelo. La luna de cosecha que cantaba Neil Young quedó atrás y ahora la pampa es el mar de los rastrojos. El amarillo se vuelve dorado cuando el azul de la lluvia en el horizonte es martillado por el rojo de la hora de la oración y produce el temblor verdoso que presagia el refucilo o la pedrada. La soja y el maíz ya son más que brotes pero menos que vaina o caña. El chimango es un ave y un tornillo de Arquímedes que eleva el grano hacia las tolvas. Ambos chillan como los violines distorsionados de Badalamenti en Laurens Walking. Trigo camina conmigo. A fines de 1999 me pasaron dos tractores por encima: monté un diván a crina limpia y asistí a la función de prensa de The Straight Story un martes o miércoles a la siesta. Lloré con agua y mucho en ambos teatros de la existencia. Ese año me propuse escapar de mi destino agropecuario. Iluso. Un gringo puede clavar la bandera de remate, regalar hacienda, mujer, críos y hasta los perros cimarrones que brotan en las cunetas pero nada le sacará la tierra del lomo. En la pampa no hay donde esconderse y menos de uno mismo. Tampoco en Tampa. La historia real de Alvin Straight llevada al papel por John Roach y Mary Sweeney e iluminada por David Lynch debería ser proyectada en las escuelas agrotécnicas o normales. Parece una historia sencilla. Los tendones del Gilgamesh y la dulce bilis de la Ítaca de Kavafis y muñecos recortados de la revista Chacra & Campo Moderno sobre una muda de piel del río-serpiente de El Corazón de las Tinieblas. Camisas a cuadros, escopetas, gorras de John Deere y cogotes colorados como las chapas de una Massey Ferguson. Los fantasmas del dolor, la tristeza y la locura como babas del diablo enredadas en los alambres. No hay casi diferencias entre nuestra Zona Núcleo, el llano arrugado de Rio Grande do Sul y las grandes planicies del Medio Oeste. En 2016 me dije que Trump también ganaría acá. El corazón a contraluz de Lynch se abrió de par en par en The Straight Story -mi película más experimental, dijo- con un tufo a tripas como el de la flor de sapo. Rosario de haikus. Odisea bonsai. Es dulce la carne del corazón, más que la entraña tan de moda, por eso los peruanos abusan del ají en los anticuchos. Richard Farnsworth ya era un vaquero que cabalgaba su propia osamenta hacia el poniente. Un enfermo terminal que se permitió una pizca de su condición como condimento para ese último trote. Si las redes sociales hubieran existido en 1999 el señor Lynch se habría cansado de perder seguidores. Hay que ser muy guapo para atreverse a la misericordia sin máscaras. Hago muchos kilómetros con mi sombra sobre la ruta o en la otra butaca. No importa cuanto se pise el acelerador o la cantidad de caballos bajo el capot porque siempre se llega a ese punto en que el camino va más rápido que uno y cualquier vehículo se transforma en una vieja cortadora de césped. Visión de túnel. Aquí el cuadro funde a negro por los bordes y se quema a blanco donde debería andar el foco. Como en el inicio de Lost Highway o en la sala del oculista cuando los ojos menguantes de mi viejo tratan de cazar letras como liebres que saltan entre círculos de luz. Es un buen compañero de ruta il commendatore Badalamenti. Un organito a lo Willy Yamaha precede a un saxo meloso en la más pura tradición de Fausto Papetti y de ahí a un solo de quena hasta las tetas de chicha o un clarinete asmático que desbarranca entre cuerdas de responso o saltitos de contrabajo y ráfagas de tambores que preludian una corrida del lobo de Tex Avery hacia la repentina aparición de Droopy. Abre las ventanillas entre los intervalos de realidad disfrazados de amplitud modulada sobre el rozar de los neumáticos y el viento en los burletes. Marida con los pensamientos intrusivos sobre la vejez, los amores que no echaron grano, la enfermedad y todas esas cosas que hacen nido en los laberintos de la mente. Subraya las apariciones fugaces de comadrejas, zorros y perros esparcidos en el asfalto como sobre un lienzo.

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