» Clarin
Fecha: 19/12/2025 22:37
Comienzos Diciembre te va avisando cosas, te habla, te explica. Te enseña. El comienzo de este mes es hipnótico, no se sabe bien a donde uno ha entrado. El calendario marca treinta y un días, pero pareciera que en su interior sus segundos y sus minutos llevan algunos más. Y es que todo empezó aún antes de las Navidades y Fiestas de fin de año. Era diciembre de 2019. Diego, mi marido, había muerto súbitamente en mayo y ya me había avisado la ausencia que él no estaba. Ya estaba comprada su entrada para la Graduación del colegio secundario de nuestra hija con varios meses de antelación, y tuve que pedir a la Comisión Organizadora que se retirara su asiento de la mesa de la graduada. Quise llenar de algarabía esa mesa circular llena de flores, como si estuviera cubriendo de arreglos florales un bello cementerio. Una mesa tendida con cuidada vajilla para festejar y celebrar la vida, que me parecía en ese momento, enorme y a la vez inaccesible. ¿ O es que antes eran más pequeñas las mesas en las cenas de graduación? La única reacción en ese momento fue vestirme de fiesta, invitar a dos amigas, y aprovechar la confusión que otorgaba la noche, la música y el alcohol para transitar un ámbito desconocido. Había empezado Diciembre. Mirá también Mirá también La edad y la celebración A la par de la ocasional alegría, llegan los momentos de tristeza. El inicio del mes es siempre un despegue con una reacción de sorpresa. Recuerdo que una vez finalizada la noche de graduación de mi hija me pregunté cómo haría para abordar las Navidades y Fiestas de fin de Año. Estaba en estado de alerta, pendiente de que nadie en la familia tuviera algún inconveniente de salud repentino. Mirá también Mirá también Amores navideños en el cine Ese espíritu que tengo al principio del mes es de felicidad, pero a la vez, es algo inquieto, inconstante. Acostumbro a empezar el día poniendo música navideña en You Tube para alegrar las mañanas y canto a viva voz “Snowman “de “Sia”. Entono sus estrofas con énfasis: “No llores muñeco de nieve, ¿no sientes el sol? ¡Es Navidad, muñeco de nieve!”. También me sobresalto al menor ruido. Y me pregunto: ¿De qué se huyo cuando soy consciente de que huyo de algo. Ana Dobson con sus hijos Ignacio, Lucía y Justina en Rosario, planificando un viaje de fin de año. La respuesta no la tengo clara aún. Creo que inconscientemente la busco al levantar la copa en el brindis cada año, en la mirada de mis hijos que comparten la mesa conmigo en esas noche. Se va desplegando la Navidad y las Fiestas de Fin de Año y para mí son un territorio cargado emocionalmente. Las expectativas que sueño en mi mente y las consiguientes frustraciones vuelven en estas fechas como boomerangs. Muchas veces el ser feliz y sostener una fiesta, que se comparte a veces con casi desconocidos, es un peso más. La felicidad se muestra en la sociedad como único sentimiento que debería sentirse y hay como una necesidad intrínseca de sostenerlo a lo largo de treinta y un días. Quizás por eso huyo. Podría decir que en algunas ocasiones es huida, y en otras es cautela y cuidado de los efectos que pueda tener cada amanecer de este mes número doce, sobre mí. Camino al Nuevo Año Ya llegando a mitad de mes, el escenario cambia un poco. Todo es apuro y me invade la melancolía. El peso de repetir rituales que año tras año no significan lo mismo, expone en mí un agobio que a esta altura del año llevo en el cuerpo. Trato de llegar a esa fecha con todos los controles médicos ya realizados para no sumar preocupaciones extras a las mentales. Termino puntualmente las rutinas de ir al gimnasio y de asistir a cursos. Como si pudiera ordenar trazos de ese año que pasó. Y este año al haber publicado un libro, hay impactos nuevos. Entrevistas, notas, charlas. Mi emoción está rebalsada. Con el correr de los días me voy preparando anímicamente para dejarle todo el espacio que pueda a las emociones. La sensibilidad está a flor de piel y la exaltación es cosa de todas los días. En París. Ana Dobson con sus hijas Justina y Lucía en la Navidad de 2019. Recuerdo que era diciembre de 2019 y mis familiares habían insistido y colaborado para que pasáramos las Fiestas en Europa. Debíamos salir de Argentina. La meta era estar con la mente ocupada, y si se podía, hasta bombardeada por los ruidos y los fuegos artificiales de una gran metrópoli. Mi prima Ana que vive en Marsella nos había invitado a pasar las fiestas con ella allí, y en París. Allí partimos a mediados de diciembre con mis tres hijos adolescentes. Primera parada Marsella, segunda París. Recuerdo la mesa navideña puesta con mucho amor y cocinada por sus propias manos. Atrás había quedado mi presión por las nubes, los ataques de pánico de mi hijo, los llantos a escondidas de mis hijas. Porque hay veces que las mesas de Navidad y Año Nuevo lastiman. Me ha pasado que esas noches hay visitas a la guardia médica para un súbito chequeo por un malestar debido al estrés, o un comentario de un familiar, o una broma. Y la soledad, los mecanismos de activación de dolor y las ausencias duelen menos viajando. El viaje lo vivo como un ansiolítico, como retardador de las emociones negativas, como un velo que al cruzar la frontera se despliega como una descomunal bandera que me cubre y me protege por completo. Porque llevo mi bandera, mi país, mi dolor, mi dicha y mi bienestar conmigo misma. En cada asiento de avión que ocupo, en cada aeropuerto que aterrizo. Guardar tesoros Mi mente había guardado en su caja de tesoros, como un recuerdo de solo felicidad, cuando mis padres me llevaron a los quince años con mis hermanos a pasar las fiestas a Europa. Mi primera Navidad blanca, cubierta de nieve. Mis ojos no podían abarcar todo lo que veía. Mis primeras fiestas como se vivían en las películas. Mi padre fue invitado a Saarbrucken, Alemania, por el profesor Mihail Will de la Universidad de Derecho de ese lugar para dar unas conferencias, y luego seguiríamos hasta Cambridge, Inglaterra donde daría dos meses clases en la Universidad de Cambridge. Recuerdo haber conocido al profesor, físico y astrofísico Stephen Hawking en el comedor de la Universidad, todo decorado para Navidad. El doctor estaba siempre feliz rodeado de sus alumnos que lo llevaban todos los días en su silla adaptada desde el salón de clases hasta el lugar de almuerzo. También estaban en el cofre de mis valiosos recuerdos, las noches heladas de Ulm, Alemania, frente al hogar a leños, la tarta de raspberries y blackcurrant en un cottage en la campiña inglesa en casa de una amiga argentina de mis padres, las noches de piano y flauta de los hijos del profesor Will, Matthias y Katharina, junto al abeto navideño cargado de luces en las gélidas tardes y noches de diciembre. Y mis ojos de quince años luminosos y radiantes como estrellas centelleantes. El tiempo se agita Ya a partir del día veinte, la urgencia es la dueña del tiempo. Se esfuman los segundos, desaparecen los minutos y todo se vuelve, en mí, aire agitado. Viento. La atención se centra en haber encargado el menú de las cenas, los lugares donde se van a pasar las dos fiestas y los posibles concurrentes. Agregado a eso, están las reuniones con amigos antes de que termine el año, los cierres de talleres, asistencia a presentaciones de libros y las muestras anuales de mis hijos, amigos y propias. La tendencia a las comidas a deshoras, el exceso de grasas y de alcohol también hace mella en mi cuerpo y en mi descanso. Es como si viviera en alerta constante: no olvidar fechas de exposiciones, entrega de diplomas, jornadas finales de trabajos anuales, reserva de comidas y de bebidas, fechas de cumpleaños, y regalos. Estas Navidades y fiestas de fin de año tienen una connotación especial para mí. La felicidad inesperadamente ha visitado mis festejos de fin de Año. Mi hija ha vuelto, tras dos años, de vivir en Medio Oriente, y finalmente compartiremos las Fiestas en familia todos juntos. La angustia de su permanencia en la costa egipcia del Mar Rojo terminó y hoy sumo una silla más a la mesa. También nos acompañará en la mesa navideña y de fin de año la esposa japonesa de mi hijo. Dos sillas más. Porque hay veces que año tras año, se suman sillas. No siempre se quitan. El año pasado iniciamos el ritual de pasar las Navidades en Madrid. Estamos creando nuevas rutinas, nuevos recuerdos. El reunirnos por la tarde a cantar villancicos, asistir en familia a la Misa de Gallo de la Catedral de Santa María la Real de la Almudena, recorrer en las noches los mercados de Navidad en las plazas, o sentarnos a tomar una taza de café en la Plaza del Sol. Allí los minutos pasan lentamente. En ese lugar diciembre me habla despacio, pausado. Nos sentamos en un banco y las conversaciones fluyen, los planes aparecen y las ideas se dialogan. En calma, sin apuros. Encontrar el presente Aquello que empezó como una fuga de supervivencia, terminó siendo una nueva manera de respirar. No es que me aleje de la mesa llena de gente, garrapiñada y pan dulce, sino que la herida que deja en mí diciembre, me ilumina. En este momento de mi vida, las Fiestas necesitan el silencio de un viaje para poder ser habitadas con el respeto que merece mi posición de distancia y de esta versión de mí misma, que no será eterna. Abordar un avión a un sitio lejano no es estar lejos de mis afectos. No me alejo de ellos sino que los llevo conmigo. No pretendo huir del mundo para siempre, llevar indefinidamente mis recuerdos no gratos y mis miedos en un asiento de avión cubierta de un imaginario manto protector. Hay mucho por delante que diciembre me va a enseñar. Haber encontrado un espacio de felicidad compartido en familia, que me invita a recorrer nuevos caminos, es parte del inmenso mundo de sorpresas que este mes tiene hoy para mí. Como si hiciera un pacto conmigo misma en el cual también soy parte de un sentimiento de felicidad colectivo.
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