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» Clarin
Fecha: 19/12/2025 12:32
La posibilidad de reemplazar parte de los planes sociales por cupones de capacitación laboral vuelve a poner sobre la mesa un debate que la Argentina viene postergando hace décadas: ¿qué sentido tiene una política social que no permite que los beneficiarios dejen de depender de ella? Como he señalado en diversas columnas publicadas en este mismo espacio, incontables argentinos subsisten asistidos por planes sociales. Pero más allá de la emergencia que en su momento dio origen a esos programas, lo cierto es que millones de beneficiarios no han podido reinsertarse en la sociedad productiva. No se trata solo de falta de empleo; se trata de falta de capital humano. Sin capacitación laboral, los planes sociales pueden aliviar la pobreza momentánea, pero no enfrentan sus causas. Por ello la propuesta ha sido siempre la misma, una idea que hoy vuelve a escena con los cupones de capacitación: la verdadera solidaridad no consiste en la permanencia de la asistencia, sino en la construcción de autonomía. La iniciativa del gobierno no puede resultar más valiosa pues desplaza el eje del asistencialismo al desarrollo de capacidades. No se trata de abandonar a quienes necesitan ayuda; se trata de ofrecerles una vía para que puedan dejar de necesitarla. No es una idea novedosa. Hace más de 800 años, Maimónides situaba en la cima de la filantropía al acto de dar a un pobre los medios para vivir de su trabajo, sin humillarlo con la limosna continua. Como señalaba Juan Pablo II, “el trabajo estable y justamente remunerado posee, más que ningún otro subsidio, la capacidad de revertir la repetición de la pobreza y la marginalidad”. La coincidencia entre filósofos medievales, líderes religiosos y estadistas modernos debería llamarnos la atención. Todos parten de la misma premisa: la verdadera ayuda no es perpetuar la dependencia, sino permitir la autonomía. La experiencia internacional también ofrece evidencia contundente. El GI Bill of Rights, sancionado por Franklin D. Roosevelt en 1944, permitió a millones de veteranos de guerra acceder a la formación de capital humano mientras recibían un ingreso durante su etapa de formación. La iniciativa generó un retorno extraordinario: por cada dólar invertido, el Estado recaudó, en el mediano plazo, varios más en impuestos, fruto de los salarios más altos de quienes accedieron a la capacitación. Educación como política social; capacitación como política económica. Argentina tiene la posibilidad de recorrer ese camino; los cupones de capacitación abren un nuevo camino. No porque sean una solución mágica, sino porque orientan la asistencia hacia la autonomía y no hacia la dependencia. Es probable que los resultados más visibles no lleguen inmediatamente; esa es la razón por la que esta discusión siempre se ha evitado. Pero dentro de algunos años la pregunta será inevitable: ¿cuántos menos argentinos dependerían de un plan social si hubiésemos elegido invertir en su capacitación? La respuesta dependerá de si somos capaces de entender que una política social auténtica no se mide por la cantidad de recursos distribuidos, sino por la cantidad de personas que dejan de necesitarlos. Es claro que la iniciativa del gobierno de Javier Milei satisface plenamente esta definición. Por ello, nada resume mejor el espíritu de esta discusión que recordar aquella advertencia de Ronald Reagan: “El propósito de cualquier política social debería ser eliminar, tanto como sea posible, la necesidad de tal política”.
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