17/12/2025 10:32
17/12/2025 10:31
17/12/2025 10:31
17/12/2025 10:31
17/12/2025 10:30
17/12/2025 10:30
17/12/2025 10:30
17/12/2025 10:30
17/12/2025 10:30
17/12/2025 10:30
» Clarin
Fecha: 17/12/2025 08:39
En la curia de Avellaneda, la noche del 3 de diciembre de 1967, unos policías esperaban órdenes con la vista clavada en el suelo. Jerónimo Podestá, todavía obispo, había guardado sus libros en cajones de fruta. Clelia Luro lo observó mientras recogía el crucifijo del despacho y, sin pedir permiso, se lo guardó en la cartera. “No se lo llevan, Jerónimo”, dijo. “Esto lo protejo yo.” Afuera, los vidrios temblaron con el murmullo de una calle que intuía la escena. No hubo gritos ni estridencias: solo una mujer de Barrio Norte, venida a menos, y un pastor sin parroquia que elegía no ocultar sus sentimientos. Esa fue su puerta de entrada a la historia. El día en que los desalojaron, Clelia decidió que no volvería a correrse ni un centímetro de su lugar. Evangelio a cielo abierto Clelia Susana Luro nació en Buenos Aires en 1926. Se educó en el Sagrado Corazón, entre catecismos clásicos y sobremesas de conversación elegante. Pero el Evangelio, leído con una literalidad incómoda, empezó a abrirle grietas en el corsé de las buenas maneras. A los veintitrés años se casó y se fue lejos de la Capital: a la selva del azúcar en Orán, al Ingenio San Martín del Tabacal. Un retrato del ex obispo Jerónimo Podestá. Foto: AP. Allí vivió una escena decisiva. Con un cuadernito de la Cruz Roja en la mano, montada a caballo, entraba a los huetes de la zafra para enseñar a madres indígenas cómo hervir el agua, mezclar sales y evitar diarreas fatales. No eran metáforas: eran chicos con fiebre, mujeres exhaustas, personas infectadas, un país que hasta entonces no conocía. Ese aprendizaje práctico -ese evangelio a cielo abierto- la atravesó para siempre. La mudanza de regreso a Buenos Aires, con un matrimonio quebrado y cinco hijas pequeñas, fue un descenso abrupto: pensiones, alta rotación laboral, humillaciones de oficina y la burocracia de una patria potestad que entonces pertenecía solo a los varones. En medio de ese derrumbe, reapareció su verdadera vocación. En una financiera, propuso planes de vivienda para obreros rurales, aprovechando lo que había aprendido en Salta y Tucumán. Para una mujer de su origen, no era un gesto menor pues se trataba de usar las palancas del mundo “de arriba” para aliviar las urgencias del mundo “de abajo”. Ese sería, desde entonces, su método. En 1966 conoció a Jerónimo Podestá. Él venía del Concilio Vaticano II y de una pastoral con olor a taller naval y barrio obrero. La conexión entre ambos fue inmediata y pronto se hizo pública. Clelia Luro en 2013, junto al retrato del ex obispo. Foto: AP. Clelia no se escondió: fue su secretaria, su par en los debates, su alter ego fuera del protocolo. Esa foto en que salen juntos fue motivo de enfado de la Iglesia. Pero la incomodidad no era solo la presencia de “esa mujer”; era, ante todo, la intromisión de la pobreza en el centro de la agenda eclesiástica, y la irrupción del amor -con nombre y apellido- en un régimen de silencios que prefería la doble vida a la discusión franca. El punto de quiebre se fue dando en cadena: la dictadura de Onganía, los obispos del Tercer Mundo y la encíclica Populorum progressio sacudiendo conciencias. Podestá defendía el derecho a hablar de salarios y fábricas; Clelia, el de hablar de mujeres reales junto a curas reales. Cuando llegó la orden de “apartarla”, ella respondió con un “no” que sonó a sacrilegio y a lógica simple: “Trabajo acá”, dijo. La consecuencia fue la que abre esta historia. Una vez afuera, eligieron no esconderse y llevar la discusión al corazón de la Iglesia: la obligatoriedad del celibato, el rol de las mujeres, la democratización de las decisiones pastorales. En 1972, cuando él fue suspendido a divinis y ya no existía voto canónico que los atara, se casaron. No fue el final de esa guerra, sino el comienzo de una nueva batalla. Clelia Luro y Jerónimo Podestá en la casa que compartieron durante muchos años. Foto: Archivo Clarín. Articularon una red continental de sacerdotes casados, esposas e hijos, y Clelia asumió el liderazgo con una mezcla de alegría provocadora y paciencia infinita. A la épica del amor le sumó estadísticas, direcciones, notas, cartas, viajes, horas de teléfono: una política artesanal de largo aliento. El país, mientras tanto, se oscurecía. En 1974 los alcanzaron las amenazas de la Triple A y tuvieron que irse. En el exilio, Clelia tejió vínculos, denunció, escribió, sostuvo a Jerónimo. Cuando regresaron a la Argentina hacia 1982 encontraron una Iglesia atrincherada y una democracia recién renacida, todavía frágil. Clelia abrió la casa de Gaona como centro de paso, archivo, sala de reuniones, refugio y misa laica para quienes venían heridos por las dictaduras latinoamericanas. Si el plan institucional era borrarlos, la respuesta sería acumular memoria hasta volver a existir en el registro de quienes nunca aceptan rendirse. Los años noventa la encontraron con el mismo pulso, pero con un tono más frontal. Escribió contra la misoginia eclesial y nombró, sin rodeos, a quienes habían contribuido a la sanción de Podestá. No lo hizo para saldar cuentas, sino para dejar constancia. Lo notable es que, junto a esa crítica sin concesiones, también cultivó una conversación improbable. Cada domingo atendía la llamada de Jorge Bergoglio. No se deslumbró ni bajó banderas: celebró su pastoral de villas, le disputó sentidos, y confió en la lealtad de un gesto que la conmovió para siempre. Cuando Jerónimo agonizaba, Bergoglio fue a verlo y le dio la unción de los enfermos en su presencia. El siglo XXI le añadió otra capa al personaje. Apoyó políticas de derechos, se enfrentó a quienes reducían su historia a una anécdota sentimental y convirtió la casa del barrio de Caballito en un símbolo vivo. No se trataba solo de conservar paredes viejas, sino de abrir un refugio donde la disidencia religiosa respirara junto a la ciudadanía plena, donde los universos que no se chocaban pudieran al fin reconocerse. Cuando el Estado decidió expropiar el domicilio para convertirlo en sitio de memoria y trabajo comunitario, Clelia ya intuía que el tiempo pasaba también para ella. Aun así, siguió ordenando papeles, preparando reediciones. Es decir, haciendo eso que sabía hacer mejor que nadie: tender puentes entre lo que parecía irreconciliable. Murió el 4 de noviembre de 2013. La noticia circuló con la sobriedad de su estilo: sin voces en falsete, sin epitafios latosos. Quedaron hijas, nietos, una federación latinoamericana viva, cajas repletas de correspondencia que testimonian medio siglo de controversias y afectos. Final con crucifijo Aquel crucifijo que se guardó en la cartera la noche del desalojo parece cifrarlo todo: “Lo sagrado -parece decir- no es un objeto inmóvil; es aquello que se defiende con el cuerpo cuando todo empuja a callar”. Tal vez por eso su figura sigue reapareciendo cada vez que se debate el celibato, los ministerios o el lugar de las mujeres en la Iglesia. Clelia encarna una audacia sin estridencias: hablar con claridad, amar a la institución sin caer en la obsecuencia, tomar partido por los pobres sin maquillaje, y transformar la casa propia en espacio comunitario. Leída así, deja de ser el pie de foto de un obispo rebelde y se revela en su dimensión plena: una intelectual pública que enseñó a pensar la fe como acción, la justicia como compromiso y el poder como responsabilidad compartida. En la historia argentina, dejó huella, esa que marca memoria y libertad, esa que indica el camino que toman quienes se niegan a callar. Mirá también Mirá también Claude Cahum, la artista que desafió al nazismo con balas de papel y era amante de su hermanastra
Ver noticia original