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  • La Navidad y las ausencias

    » Clarin

    Fecha: 17/12/2025 06:33

    La Navidad suele ser un tiempo de encuentros familiares. Y, antes, diciembre se llena de rituales previos: cenas de fin de año, brindis con amigos, reencuentros con compañeros de trabajo, saludos en el club o después de un partido. La excusa suele ser la misma: “antes de las fiestas”. Pero a medida que se acerca Nochebuena, y justamente después de tanto movimiento, se vuelve más nítida una sensación que no se disuelve con ninguna agenda: nada reemplaza a los que ya no están. Este vacío se agranda cuando el año que termina dejó una pérdida importante. Un afecto que se fue, alguien que murió de manera imprevista, un nombre que todavía cuesta pronunciar en pasado. Y en Nochebuena, cuando la mesa suele ser más reducida -sobre todo en familias pequeñas-, la ausencia se vuelve casi visible: el lugar que queda libre, el gesto que falta, la voz que no llega. Para los creyentes, en este año se suma además una ausencia que toca la fe y también la historia reciente: la del Papa Francisco. Aunque vivía a muchos kilómetros de Buenos Aires, sus palabras y sus imágenes eran omnipresentes en la prensa y en las redes. Y para quienes tuvimos con él un vínculo cercano -no sólo un vínculo de fe- esa falta de siente de un modo particular, como se siente la falta de alguien de la propia casa. Las ausencias, a veces, intentamos taparlas con el ruido. Con distracciones. Y muchas veces, en la noche de Navidad, se traducen en excesos: de comida, de bebida, de música, de conversación, como si el volumen pudiera llenar lo que falta. Pero el vacío no se cura con más cosas. Se atraviesa. La ausencia, además, es ausencia de palabra. Es no poder comunicarnos con aquella persona que no está: no poder contarle lo que pasó, pedirle su opinión, discutir lo de siempre, escuchar otra vez esa manera única de decir las cosas. Por eso duele tanto: porque el corazón extraña una voz concreta, alguien real a quien decirle lo que uno lleva adentro. San Agustín, en el sermón 293, lo describe con una belleza que ayuda a entender lo que queda detrás de nuestras conversaciones: "Mientras reflexiono sobre lo que voy a decir, la palabra está dentro de mí. Pero si quiero hablar conmigo, busco el modo de hacer llegar a tu corazón lo que ya está en el mío". "Recurro a la voz -añade-:el sonido conduce a tu espíritu la inteligencia de una idea mía. Y cuando el sonido te ha llevado a la comprensión, se desvanece y pasa. Pero la idea que te transmitió permanece en ti, sin haber dejado de estar en mí". ¿Quién no lo vivió? Conversando con un amigo, uno termina diciendo días después: "me quedé pensando en aquello que me dijiste". La voz pasa, pero lo que la voz lleva queda. Frente a las ausencias, tenemos justamente eso: tantas palabras, tanta memoria afectiva de gestos, frases, silencios, recuerdos, que las personas amadas dejaron en nosotros como una herencia invisible. Por eso, recordar no es sólo sufrir. Recordar “en Dios” es también transformar. Es permitir que esa ausencia se vuelva gratitud por tanto bien recibido; por tantas cosas dichas que nos hicieron bien al corazón y que conviene rememorar -o incluso releer- con memoria agradecida. Y cuando la ausencia se vuelve presencia, presencia en Dios y presencia agradecida, empezamos a transformar la pena en una alegría distinta: la alegría que da gracias por el tiempo que duraron nuestros vínculos, por lo bueno que las personas, en su paso por la vida, nos dejaron, y por la posibilidad de convertir la tristeza en una puerta abierta. Hay otra frase de San Agustín que lo resume con una profundidad desarmante: “Feliz el que te ama a ti, y a su amigo en ti,y a su enemigo en ti, porque todo lo tiene aquel que ama en aquel que no se pierde”. Cuando Dios ocupa el centro, el amor no se evapora: se purifica, se ensancha, se vuelve más verdadero. Y aquí aparece lo más propio de la Navidad. Frente a las ausencias, revalorizar la presencia que verdaderamente importa. Nada reemplaza a un padre, a un hijo, a un amigo. Pero para un cristiano hay una Presencia que no compite con esas presencias: las abraza y las sostiene. Es el que viene: Jesús. Para poder recibir esa presencia en la noche de Navidad, quizá sea bueno -sin quitarle la alegría- darle un tono más religioso. Ayuda participar de la misa en familia, rezar por los que no están, y creer de verdad que desde el cielo nos siguen acompañando con una presencia espiritual. Los que se fueron, en nuestra fe, ya llegaron a la Mesa eterna. El profeta Isaías se atreve a invitar a la alegría desde un lugar donde no parece posible alegrarse: el desierto. “El desierto y el yermo se alegrarán... el páramo y la estepa florecerán... Fortalezcan las manos débiles, robustezcan las rodillas vacilantes... Sean fuertes, no teman... ahí está su Dios”. Es una promesa que no maquilla el dolor, pero lo ilumina: la vida puede volver a abrirse paso, y la pena no tiene la última palabra.

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