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» Clarin
Fecha: 17/12/2025 06:32
Este verano cumpliré tres años estudiando chino mandarín. Suena a mucho, pero no lo es tanto. Sobre todo cuando uno constata los más que modestos resultados obtenidos frente a una serie animada, un video de Instagram o algún tema de mandopop. En ese tiempo, sin embargo, he sido testigo del auge en el interés por un idioma que, hasta no hace demasiado, se consideraba en Occidente como una excentricidad y una rareza, en el mejor de los casos. Basta fijarse en cómo nos referimos en nuestros países a este, el idioma con el mayor número de hablantes nativos en el mundo (casi 940 millones de personas), y la lengua seminal de buena parte de Asia. Para nosotros, si algo “es un chino” es porque es un galimatías, una jerigonza; y cuando nos “hablan en chino” es porque no se logra entender absolutamente nada de lo escuchado. A ello se suman los numerosos prejuicios y desprecios que acompañan usualmente nuestra consideración de lo chino, de sus hábitos a menudo distintos, de su ubicua migración y de los episodios más conocidos de la historia monumental, a la par que terrible, del llamado “imperio central”. Pero los tiempos están cambiando. Ya el “Made in China” no constituye el estigma de las baratijas importadas que alguna vez fue. Por el contrario, buena parte de la tecnología que utilizamos en nuestro día a día -celulares, módems, computadoras enteras y un gigantesco etcétera- proviene de las fábricas orgullosas y opacas del gigante asiático. Si a ello sumamos que China es la segunda nación con más millonarios del planeta, es comprensible que el chino mandarín (o putonghua, “lengua común”) se sume al inglés como el idioma de los adinerados del mundo. Esto se refleja en la diversa procedencia de mis compañeros de clases de chino: desde jóvenes enamorados de lo asiático, devotos del animé y el K-pop, hasta personas mayores con ganas de mantener activo el cerebro, pasando por importadores de piezas de aire acondicionado, profesionales en busca de oportunidades en el extranjero y, como ocurre conmigo, proyectos tambaleantes de políglotas y traductores. Todos enfrentados por igual a un paradigma lingüístico radicalmente distante: un idioma silábico, con cuatro tonos de pronunciación, sin conjugaciones ni tiempos verbales y con una escritura logográmica. No es precisamente fácil, pero ahí vamos. Cada uno al ritmo de sus esfuerzos y posibilidades. Si bien mis tres años de estudio no me han permitido aún hablar fluido el mandarín, sí me han enseñado por contraste algunas cosas sobre nuestro idioma, nuestro hermoso y tan maltratado español: su laxitud y flexibilidad, su lógica barroca pero tan adaptativa, sus 27 letras con que dar cuenta del universo -frente a los 3000 caracteres en promedio que hacen falta para leer un periódico en mandarín- y sus 500 millones de hablantes nativos, que lo ubican en un honroso segundo lugar en el planeta.
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