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  • Los multimillonarios se comportan cada vez más como Luis XV

    » Clarin

    Fecha: 16/12/2025 12:38

    A los multimillonarios les estaba yendo muy bien. La sentencia del caso Citizens United de 2010, entre otras, invitó a los superricos a ejercer toda la influencia en la política que su dinero podía comprar, y a disfrutar a cambio de toda la riqueza que esa influencia les aseguraba. Gracias a unas políticas fiscales cada vez más complacientes, la clase multimillonaria se enriqueció de manera absurda en los años siguientes. Tan solo en los últimos cinco años, los 20 estadounidenses más ricos aumentaron su patrimonio neto de 1,3 billones de dólares a 3 billones, según informó Forbes. Y en muchos casos, lo hicieron sin que el resto de nosotros tuviéramos ni idea. La periodista Jane Mayer requirió cinco años de incesante investigación para descubrir cómo los hermanos Koch ganaron un control significativo del Partido Republicano. El título de su libro de 2016, Dinero oscuro, se convirtió en sinónimo de una forma de influencia especialmente eficaz y prácticamente imposible de rastrear. Los multimillonarios podrían haber seguido así para siempre. Lo único que tenían que hacer era mantener la boca cerrada. Discreción Hoy, los multimillonarios siguen inundando la política con su dinero y siguen cosechando beneficios, pero no dejan de parlotear sobre ello. Elon Musk alardeó de su apoyo al presidente Trump, a cuya campaña y grupos aliados donó más de 250 millones de dólares. Elon Musk gesticula en el podio dentro del estadio Capital One el día de la toma de posesión del segundo mandato presidencial de Donald Trump, en Washington, Estados Unidos, el 20 de enero de 2025. REUTERS/Mike Segar Con bombos y platillos, intentó comprar votos en Pensilvania. Luego lo aprovechó todo en un cruel y caótico esfuerzo por desmantelar las agencias federales. La empresa de capital de riesgo de Marc Andreessen, que se dedica a la tecnología, prometió públicamente 100 millones de dólares para atacar a los legisladores que intentaran regular la inteligencia artificial; luego Andreessen se burló del papa por sugerir algunas barreras éticas en torno a la tecnología. Bill Ackman anunció que él y sus amigos estaban dispuestos a gastar cientos de millones de dólares para derrotar a Zohran Mamdani, e instó a Trump a llamar a la Guardia Nacional si ese esfuerzo fracasaba y la alcaldía de Mamdani cumplía sus peores expectativas. Y mientras tanto se la pasan sermoneándonos sobre sus rutinas de ejercicios, sus peculiares filosofías personales, su consumo ostentoso y mucho más. Jeff Bezos organizó una boda de tres días con Lauren Sánchez, repleta de famosos y valorada en 50 millones de dólares, optimizada en su totalidad para despertar el interés de los paparazzi de todo el mundo. Ackman aconseja a los hombres jóvenes que prueben la frase “¿puedo conocerte?”, una estrategia que en su propia experiencia, dice, “casi nunca obtuvo un no”. Ser dueñas del mundo no es suficiente para estas personas; también deben ir en busca del estímulo fácil de la cultura de los influentes. Pero ninguna dosis de “maximización del aura” puede ocultar la nueva realidad. Hace solo seis años, el 69 por ciento de los encuestados en un sondeo del Instituto Cato estaban de acuerdo en que los multimillonarios “ganaban su riqueza creando valor para los demás”. Una mayoría solo ligeramente inferior estaba de acuerdo con la afirmación de que “todos estamos mejor cuando la gente se enriquece”. Hoy, una encuesta tras otra muestra que los estadounidenses quieren que los ricos paguen impuestos más altos, incluso mucho más altos. El senador Bernie Sanders y la representante Alexandria Ocasio-Cortez han atraído a un número cada vez mayor de seguidores nacionales con un mensaje antimultimillonarios que antes habría sonado extremista. Y la ciudad de Nueva York, la metrópolis más rica de la nación, acaba de elegir a un socialista democrático que piensa que los multimillonarios no deberían existir en absoluto. La culpa es de los multimillonarios y de nadie más. Es como si la mera escala de esta riqueza, que opaca incluso a la opulencia de la Edad Dorada, hubiera provocado una especie de sociopatía de clase. Peter Thiel, financiador clave del ascenso de JD Vance, habla ampliamente de su deseo de escapar de la democracia (y de la política en general) en favor de algún tipo de extraño futuro tecno-libertario. Balaji Srinivasan, inversor y exejecutivo de criptomonedas, aboga por que las élites tecnológicas tomen el control de ciudades y estados —o construyan los suyos propios— y los gestionen como entidades casi privadas. Alex Karp, quien junto con Thiel fundó la empresa de inteligencia militar de altos vuelos Palantir, comparte sus predicciones sobre un choque apocalíptico de civilizaciones, haciendo una pausa para jactarse: “Creo que soy el practicante de taichi de mayor rango en el mundo de los negocios”. En otra época, todo esto sería risible. Pero a medida que el movimiento MAGA les envalentona para abandonar cualquier pretensión de virtud cívica y lanzarse de lleno a la voluntad de poder, sus disparatadas ideas ahora rayan en lo plausible. Y son aterradoras. Esta gente es muy inteligente. ¿Por qué no se dan cuenta de lo mal que están quedando? Tal vez porque los superricos se han aislado cada vez más. Una escala de lujo cada vez más estratificada les permite a los asombrosamente ricos evitar entrar en contacto incluso con los meramente ricos, por no hablar del resto del mundo, “para desplazarse con comodidad por un reino exclusivo, libre de los inconvenientes de la vida ordinaria”, como informó The Wall Street Journal. Chuck Collins, quien regaló su fortuna familiar y que ahora investiga la desigualdad, lo describe así: “La riqueza es una droga de desconexión que mantiene a las personas alejadas unas de otras y de la construcción de conexiones genuinas y comunidades reales”. Los multimillonarios controlan los canales de cable, las plataformas de redes sociales, los periódicos, los estudios cinematográficos y, esencialmente, todo lo demás que consumimos, pero para sus propias fuentes de información en algunos casos es más probable que confíen en los de su clase. Semafor documentó un chat de grupo ultraexclusivo en el que participaban Andreessen y Srinivasan, entre otros, sobre el que se dice que un discurso autorreferencial empujó a muchos magnates de Silicon Valley hacia la política de derecha. “Si no estuvieras en el negocio en absoluto”, dijo el escritor Thomas Chatterton Williams sobre un chat de grupo similar del que fue miembro, “pensarías que todo el mundo llega a las conclusiones de manera independiente”. Semejante desconexión explica en gran medida por qué los multimillonarios no pueden comprender cómo el mundo real se agita fuera de sus bien protegidas puertas. Y en efecto, se agita. Según la última edición de la encuesta anual Harris Poll, por primera vez la mayoría de los estadounidenses cree que los multimillonarios son una amenaza para la democracia. Un notable 71 por ciento cree que debería haber un impuesto sobre la riqueza. Una mayoría cree que debería haber un límite a la riqueza que una persona puede acumular. Puede que se esté produciendo una realineación. El reciente impulso de los archivos Epstein, una colaboración antes inimaginable entre los conspiracionistas del movimiento MAGA y los demócratas anticorporativistas, fue solo la última señal. En un momento en que la desigualdad de ingresos, la amenaza inminente de la inteligencia artificial y el auge del autoritarismo parecen tensar la cohesión de la sociedad estadounidense, una revuelta contra las élites que son juez y parte puede ser la única causa lo bastante convincente como para unirnos. El favor de los multimillonarios ya está demostrando en algunos casos ser más un lastre que una bendición. El mes pasado, en Seattle, una socialista democrática fue elegida alcaldesa frente a un demócrata respaldado por los intereses de los ricos. Para los multimillonarios, escribió Virginia Heffernan, el problema es evidente: “Son sus miles de millones. Últimamente, una vez que el dinero de la alta sociedad entra en una campaña, el hedor de la oligarquía se adhiere a la campaña y el candidato puede ser atacado como una herramienta corporativa”. Alex Bores, candidato al Congreso en Nueva York del año que viene, incluso le dio las gracias al comité independiente de campaña de Andreessen por ponerlo en la mira; lo más probable es que el desprecio de ellos le ayude a él, y a sus esfuerzos por regular la IA, a destacar en un campo abarrotado. El historiador Robert Darnton describió un momento increíblemente similar en El temperamento revolucionario: Cómo se forjó la Revolución francesa. París, 1748-1789, su brillante recuento de las décadas previas a la Revolución francesa. Se daban todas las condiciones previas: un asfixiante control vertical de los medios de comunicación, un rápido cambio tecnológico, una actitud estilo “que coman pasteles” de la clase cortesana, un fanatismo religioso convertido en arma, mansiones con salones de baile que están horriblemente de más. Cierto, Marjorie Taylor Greene no es exactamente Voltaire. Pero hubo un escándalo de pederastia en el que se vio implicado Luis XV: la obsesión pública por las numerosas amantes del rey contribuyó a que surgieran los llamados “libelos”, panfletos con verdades a medias y de impresión barata que especulaban, entre otras cosas, sobre el supuesto suministro inagotable de chicas adolescentes por parte del rey. Todo ello habría encajado perfectamente en TikTok. La reverencia se convirtió en burla; la burla engendró desprecio; y entonces… Aquella historia no acabó bien. Puede que esta tampoco. Michael Hirschorn, director ejecutivo de Ish Entertainment, escribe sobre la intersección de cultura y política.

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