15/12/2025 13:13
15/12/2025 13:13
15/12/2025 13:13
15/12/2025 13:13
15/12/2025 13:13
15/12/2025 13:13
15/12/2025 13:12
15/12/2025 13:12
15/12/2025 13:11
15/12/2025 13:10
Gualeguay » Debate Pregon
Fecha: 15/12/2025 11:42
Durante más de tres décadas, Ángela Olga Medina de Popp dirigió y sostuvo con una dedicación casi épica la Escuela Nº9 “Teniente Francisco Gerónimo Ibáñez”, en el Tercer Distrito del departamento Gualeguay. Vivió allí, formó generaciones enteras en los años más difíciles de la ruralidad, impulsó un comedor escolar cuando no había recursos, luchó para que llegara la electricidad, gestionó ampliaciones edilicias, organizó bailes, carreras de sortija y rifas para que los chicos pudieran viajar, y sostuvo la escuela como corazón de una comunidad extensa. “Yo nunca pedí para mí —dice—. Yo pedía para mi gente, para mi comunidad”. A los 78 años, ya jubilada hace más de dos décadas, su memoria es un archivo vivo de la vida rural entrerriana y del rol central de la escuela como institución social. En esta entrevista, reconstruye su historia. Ads —Ángela, ¿cuántos años han pasado desde su jubilación? —Ya son 23 años que estoy jubilada. Me jubilé en septiembre de 2002. El 8 de ese mes me vine definitivamente a Gualeguay. Fue un año movido para mí: el 21 de septiembre se casó uno de mis hijos, Alejandro, el de la distribuidora, y el 23 de octubre se casó Pablo, el que trabaja en OCA. Imagínese: dos casamientos en poco más de un mes. Siempre digo que esa época la recuerdo casi por fechas familiares más que por trámites. —Antes de jubilarse pasó por varias escuelas rurales. ¿Cómo fueron sus primeros años como maestra? —Yo empecé como personal único en la Escuela Nº50 del Quinto Distrito, desde el 30 de abril de 1975 hasta más o menos abril de 1978. Era suplente, y cuando la titular tomó posesión y cambió de cargo, yo quedé afuera. Por eso enseguida me llamaron para otra suplencia, esta vez en la Escuela Nº21 de Calderón. Ahí viajaba todos los días, pero nos quedábamos también en la escuela cuando hacía falta. Ads —¿Cómo eran aquellos caminos en los 70? —¡Bravísimos! Las rutas eran complicadas, pero peor eran los accesos. Para llegar a la escuela había que bajar por Santa Inés, por caminos de tierra que se volvían intransitables con lluvia. En el Quinto Distrito había 10 o 12 leguas de tierra. Cuando llovía no salía nadie. Lo único que dejaban entrar era al hombre que llevaba pan, porque lo hacían ahí en el Sexto. Nadie quería arruinar los caminos. Sólo se movía alguien por enfermedad o urgencia. —Llegó a vivir situaciones complicadas. Ads —Sí, claro. Yo viví cosas que hoy parecen increíbles. En una de las aulas donde trabajaba, estrecha y con una sola puerta, una vez se metió una yarará. No había salida. Yo tenía todos los chicos ahí adentro. No me olvido más de esa sensación. Era un aula pequeña, sin luz, con ventanitas chiquitas arriba y una puerta de chapa. Después, con los años, logré que ampliaran la escuela. —¿Cuándo llega finalmente a la Escuela Nº9? —En 1979. Esa es mi escuela, mi casa. Fui como interina porque la directora había tomado un cargo en Paso de Alonso. Y en 1981 quedé titular por zona, porque teníamos el campo en la zona y podíamos inscribirnos así. Vivimos siempre en la escuela hasta que me jubilé en 2002. —¿Cómo era vivir dentro de la escuela rural? —Era vivir con y para la escuela. En esos primeros años no había luz eléctrica. Yo tenía la casa habitación pegada al aula, pero sin comunicación directa: para ir al aula tenía que salir afuera, rodear el terreno. Y en invierno, a oscuras o entre bichos… no era sencillo. Mi marido, Alejandro, me acompañaba siempre. Si yo necesitaba un papel o algo del armario, él iba conmigo. Era otra vida. —Usted dice que la escuela era su casa. ¿En qué sentido? —Yo lo vivía así. Si yo recibía 10.000 pesos para arreglos, esos 10.000 se usaban íntegros para la escuela. Nunca pedí para mí. Yo siempre pedí para mi gente, para mi comunidad. Yo no sé si habría sido un poco loca, pero yo cuidaba la escuela como si fuera mi casa. Pisos encerados, paredes pintadas, todo limpio. La escuela tenía que estar linda para los chicos. —¿Cómo estaba el espacio cuando usted llegó? —Era precario. Había un aula grande y otra muy chiquita, en mal estado, peligrosa. La cocina era mínima. Con el tiempo, logré ampliar: en 1991 conseguimos dos aulas nuevas y un salón cocina–comedor hermoso. Luché mucho para eso. Anduve, como quien dice, golpeando muchas puertas. Pero lo logramos. “Yo nunca pedí para mí: pedí para mi gente, para mi comunidad” —¿Se acuerda cómo consiguió la electricidad para la escuela? —¡Cómo no! Fue una lucha larga. Yo pedía para la comunidad, para los chicos. No era para mí. Pero un día el presidente de la Cooperativa Eléctrica de Galarza me mandó a llamar y me dijo de todo, que yo andaba metida en política. Y yo callada. Le dije: “Yo no estoy pidiendo para mí: estoy pidiendo para mi gente”. Después de mucho insistir, logramos que la luz llegara en 1991. Para mí fue histórico. Por fin en los días nublados se podía dar clase sin andar a tientas. —También fundaron el comedor escolar. —Sí, lo inicié en 1975 o 1976, viendo que había chicos que realmente necesitaban comer en la escuela. Al principio lo único que nos dieron fue una cocina. Sin garrafa, sin ollas. Juntamos platos de una casa, una olla de otra, y así empezamos. Y cuando las partidas se atrasaban, yo sacaba fiado en los comercios de la Aldea. Nadie se quedaba sin comer. —¿Quiénes cocinaban? —Primero una señora de la zona, y después Susana, que estuvo muchos años y se jubiló como cocinera. Era gente de la comunidad. La escuela siempre se sostuvo con gente del lugar. —¿Dónde comían antes? —En el aula chiquita, la del miedo (risas). Movíamos los bancos, armábamos una mesa larga, y ahí comían todos juntos. A las 11.15 o 11.30 ya estaban comiendo. Después del 91, con la ampliación, el comedor fue un sueño cumplido. La vida rural y la comunidad —¿Cómo era la comunidad cuando usted dirigía la escuela? —Había muchas familias. En los censos del 80 y 90 teníamos gente de Santiago del Estero, de Santa Fe, colonos que desmontaban o cortaban eucaliptos. Sólo para el censo, había que recorrer todo. La escuela llegó a tener 40 alumnos. Éramos tres docentes y los profesores de Educación Física, Tecnología e Idiomas que venían desde Galarza o desde otras escuelas. —¿Qué significaba la escuela para esa comunidad? —Todo. La escuela era el centro: educación, salud, trámites, reuniones, catecismo, bailes, campeonatos de truco. A veces hasta los médicos atendían en la escuela. El censo pasaba por la escuela. Los bailes eran famosos, ¡y se formaban parejas que después se casaban! La escuela sostenía la vida social entera. —¿Por qué cree que hoy hay menos gente? —Porque la gente se fue a la ciudad. Primero los hijos para estudiar. Después las familias completas. Y también cambió la producción: antes había más ganado, más empleados rurales, más trabajo permanente. Hoy con la maquinaria y la agricultura, hay menos gente viviendo en el campo. Y eso mata a las escuelas rurales. —Usted habla con mucha pasión sobre enseñar. ¿Cómo era su método? —Yo siempre enseñé desde la verdad, sin mentiras. Nada de decir que 2+2 era 5. Cuando vino toda la cuestión de la psicogénesis, a fines de los 90, yo no estaba de acuerdo. Decían que había que aceptar lo que el chico “creía” que decía la palabra. No, no: primero las vocales bien aprendidas, las generadoras, el material concreto. Y lo mismo con matemática: yo soy defensora de las tablas de memoria. Si el chico no sabe eso, en secundaria se le complica. —¿Qué rol tuvo la literatura entrerriana en su trabajo? —Muchísimo. Siempre enseñé con poemas y textos de autores entrerrianos. Juanele Ortiz, Romani. Cuando se daba la división política de Entre Ríos, trabajábamos con poesías que nombraban todas las provincias. Los chicos aprendían mejor así. Para mí, relacionar materias era clave: de lengua a matemática, de ciencias a educación física. —¿Cómo hacían para financiar viajes y actividades? —Con rifas. Miles de rifas. Desde 1975 en adelante, nunca dejamos de organizar. Todo el año hacíamos rifas. Los chicos vendían cuando venían la camioneta a la ciudad. La cooperadora siempre fue fundamental. Yo formé la primera comisión apenas llegué. Teníamos buena gente: vecinos de la aldea y de todo el distrito. Sin cooperadora no se puede manejar dinero de ningún programa. —¿Qué rol tuvo usted fuera del aula? —De todo. Si había que organizar un baile, ahí estaba. Si había que hacer carreras de sortija, organizábamos. Si había que enseñar catecismo, también. Fui once años presidenta del Centro de Salud de la Aldea. Yo iba donde me necesitaran. Yo digo siempre: yo era una vecina más. Su familia y la escuela —¿Cómo conciliaba la vida familiar viviendo en la escuela? —Era todo junto. Mis hijos fueron mis alumnos. Y sí, los supervisores podían tomarles examen para evitar favoritismos, pero nunca pasó porque sabían que yo era estricta y justa. Cuando ellos fueron al secundario, yo seguí viviendo en la escuela. Teníamos que traerlos hasta la ruta para que viajaran. Por eso digo que el secundario cerca es importantísimo: mis propios hijos tuvieron que dejar la casa a los 12 años. —Usted sigue en contacto con muchos exalumnos. —Sí. Me llaman para mi cumpleaños, para el Día del Maestro. Tengo fotos de comuniones, registros, actas. Me traje anotado todo: los nombres de alumnos, los años de ingreso, las promociones. Yo decía siempre que eran mis hijos. Y todavía lo siento así. —La escuela cumplirá 100 años en poco tiempo. ¿Qué espera para ese aniversario? —Quiero estar viva para celebrarlo. Voy a tener 80 o 81 años, si Dios quiere. Me emociona pensarlo. Espero que la escuela no cierre nunca. Aunque haya pocos chicos, aunque las familias se vayan, la escuela tiene que seguir. Es la historia de la zona. —¿Por qué es tan importante que continúe? —Porque la escuela fue, es y será el corazón de la comunidad rural. Es más que un edificio. Yo viví toda una vida ahí. La escuela fue mi casa, mi vida y mi familia. Ángela habla, recuerda, se emociona, mezcla fechas con escenas, y cada recuerdo vuelve a la Escuela Nº9 como si aún esctuviera enseñando, caminando sus galerías. No hay nostalgia amarga, sino una gratitud enorme por todo lo vivido y por haber sido parte del tejido rural que a veces se desvanece un poco. Su testimonio es más que una entrevista: es una pieza de memoria colectiva. Agradecemos a Guillermo Caraballo por la producción de la entrevista.
Ver noticia original