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» Misionesopina
Fecha: 15/12/2025 07:57
Por Luis Huls* Hace tres semanas, un economista explicó al aire de Radio Up que la economía argentina iba camino a parecerse cada vez más a la de Paraguay: un país sin inflación, sí, pero también con una clase media en retirada, salarios bajos, estructura productiva débil y fuerte dependencia comercial. Misiones Opina publicó una nota con ese análisis y un amigo querido, libertario fervoroso, me comentó con arenga: “Dejá de mentir, no nos vamos a parecer a Paraguay”. Minutos después le mostré un video del propio presidente Milei elogiando el modelo paraguayo como ejemplo a seguir y dando a entender que ese era el rumbo deseado. Entonces ocurrió la pirueta perfecta del fanatismo. Mi amigo respondió: “Ah, entonces está bien, porque Paraguay no tiene inflación y crece”. En menos de tres segundos pasó de la negación a la adhesión plena. Primero fue una crítica. Después, como coincidía con Milei, se convirtió automáticamente en una verdad revelada. Es un síntoma de época: no hay reflexión, hay reflejo. No hay análisis, hay obediencia emocional. Eso es el fanatismo político en estado puro. Y no es nuevo. Es exactamente lo mismo que hacía La Cámpora cuando defendía sin fisuras todo lo bueno, lo malo y lo indefendible del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. Hoy el termo cambió de mano, pero el mecanismo es idéntico: se justifica todo mientras lo haga “el propio”. Estas formas de pensamiento son profundamente argentinas. La idea de que siempre se necesita un salvador, alguien que nos guíe en medio de la tormenta: un súperhombre o una supermujer que concentre todas las respuestas y cargue con responsabilidades que, en realidad, no queremos asumir como sociedad. Porque seguimos creyendo que la democracia empieza y termina en el voto. Somos rehenes de una falta de instrucción cívica alarmante. Los países que funcionan no lo hacen porque tengan líderes iluminados, sino porque tienen ciudadanos dispuestos a dedicar parte de su vida a supervisar la convivencia en comunidad, a involucrarse, a incomodarse. No donde viven personas que solo aspiran a tener la heladera llena y plata para irse de vacaciones cada verano, delegando todo lo demás. Así, antes “la patria era el otro”; ahora es “viva la libertad, carajo”. El país va de un extremo al otro. La mitad festeja mientras la otra mitad espera su turno para volver al poder con un nuevo líder providencial. Pero el libertarismo de este tiempo cruzó un umbral más peligroso. La grieta que emergió con fuerza en 2023 ya no se limita a lo político, lo económico o lo ideológico. Avanza sobre dimensiones civiles y sociales básicas. Se construyen discursos de odio que antes no estaban tan naturalizados. En los viejos duelos —kirchnerismo y macrismo, peronismo y radicalismo, federales y unitarios— no se discutía todo. Hoy se politiza hasta la curvatura de un vaso de agua. Porque una cosa es debatir economía, ideología, política o geopolítica. Y otra muy distinta es llevar el enfrentamiento al terreno de la orientación sexual, la discapacidad, el desprecio por las provincias, el ataque a la universidad pública o a la salud gratuita. Eso no tiene antecedentes recientes y empieza a configurar una devastación social mucho más profunda. Las ultraderechas tienen esa astucia: convertir todo en trinchera. Conozco un caso concreto: un profesor de educación física que hace años está de licencia, no cobra presentismo, se dedica al comercio privado y sigue cobrando del Estado. Es el primero en pedir ajuste, en insultar al empleo público y en exigir recortes. Cobra del sistema que detesta. No renuncia al aguinaldo ni a las vacaciones —derechos impulsados por el peronismo—, pero odia al peronismo, a las organizaciones sociales, al papa Francisco y a todo lo que se le parezca. Otro caso que me contó mi colega Matías: un conocido suyo con discapacidad, luego de todo el destrato del Gobierno hacia ese colectivo, cuando le preguntaron por qué había votado a La Libertad Avanza respondió: “Porque no había que votar al peronismo”. No hubo otro argumento. Ese fue todo su razonamiento político. Casos así se repiten por miles. Gente que justifica las coimas en ANDIS, el ajuste a las personas con discapacidad, los recortes a universidades, programas sanitarios y provincias porque “no sirven para nada”. Pero después mandan a sus hijos a la universidad pública y, ante el primer dolor, corren al hospital público. El Estado es malo… hasta que lo necesitan. Y esto no es distinto a lo que pasaba con el kirchnerismo duro: se justificaba la inflación descontrolada, el memorándum con Irán, el dólar futuro, Ciccone, los bolsos de José López, el espionaje de Milani. Todo era “operación”, “lawfare”, “golpe blando”. Hoy es igual. Cambió el discurso, no cambió la lógica. Negación automática, defensa cerrada, blindaje emocional del líder. Y acá está el problema de fondo: el fanatismo ciego no construye futuro, solo agranda la grieta. Porque los dos modelos —el cristinismo y el mileísmo— se parecen más de lo que sus seguidores están dispuestos a admitir. Ambos se sostienen en el odio al otro, en la negación de los errores propios y en la ausencia total de autocrítica. Ambos necesitan enemigos permanentes para existir. Ambos convierten la política en religión y al líder en dogma. Cambian los discursos, cambian los símbolos, cambian las consignas. El comportamiento es el mismo. Y mientras los fanáticos discuten quién tiene la verdad absoluta, la sociedad se empobrece, se fractura y se queda sin respuestas reales. No hay nada más funcional al fracaso argentino que este péndulo de fanatismos que se alimentan entre sí. Uno no existe sin el otro. Se odian, pero se necesitan. Son espejos enfrentados que se reflejan en sus propias deformidades. Y así, entre gritos, insultos y verdades a medias, seguimos votando emociones mientras la realidad nos pasa por encima. • Director de Misiones Opina
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