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Victoria » Radio LT39
Fecha: 12/12/2025 20:21
¿De qué habla el informe? En los últimos años, el sonido dejó de ser solo un elemento de disfrute para convertirse en un factor de riesgo silencioso. Auriculares cada vez más potentes junto a sus distintas variantes (inalámbricos, gamer, por cable, entre otros) recitales con niveles de volumen extremos y boliches donde la música no da tregua construyen un escenario sonoro que parece normal, pero que comienza a mostrar consecuencias. La pérdida de audición inducida por el ruido ya no es un problema exclusivo de trabajadores de fábricas o talleres: hoy atraviesa la vida cotidiana de jóvenes, trabajadores de la noche y personas que, sin notarlo, se exponen a niveles perjudiciales de ruido. En el marco de esta investigación interpretativa se realizó una encuesta a 31 personas de distintas edades, entre 18 y 80 años, residentes de Victoria, Entre Ríos, y otras localidades. Los datos ofrecen un primer mapa de hábitos y señales de alerta. Más del 45 % de los encuestados utiliza auriculares a volumen medio o alto todos los días, mientras que un 42 % admite subir el volumen al máximo de manera frecuente o constante. Lejos de ser episodios aislados, estos comportamientos aparecen como rutinas normalizadas. La experiencia corporal tampoco es ajena a este fenómeno. El 90 % de las personas consultadas reconoció haber sentido zumbidos en los oídos después de asistir a boliches o recitales. Más del 70 % manifestó alguna vez sintió sensación de sordera temporal, esa percepción de “escuchar menos” que aparece luego de una exposición sonora intensa. Sin embargo, el dato más llamativo es que el 67,7 % de los participantes nunca se realizó un control auditivo, aun cuando muchos admiten convivir con estos síntomas. Para entender qué está ocurriendo dentro del oído, la ciencia ofrece una explicación precisa. Según el Instituto Nacional de la Sordera y Otros Trastornos de la Comunicación (NIDCD), los sonidos intensos dañan las células ciliadas de la cóclea, estructuras responsables de transformar las vibraciones en señales que el cerebro interpreta como sonido. Cuando estas células se destruyen, no se regeneran, y la pérdida auditiva se vuelve irreversible. Lo inquietante es que este daño puede ser gradual: al principio casi invisible, hasta que se hace evidente. La mirada profesional y el daño que no se ve En el consultorio, el problema aparece cuando ya es tarde. María E. Navoni fonoaudióloga local, entrevistada para esta investigación explica que la mayoría de sus pacientes no son jóvenes, sino personas de entre 40 y 50 años que han trabajado durante décadas en entornos ruidosos. Fábricas, talleres, maquinarias constantes y exposición prolongada al sonido forman parte de sus historias laborales. Lo común en esos relatos no es solo el ruido, sino la ausencia de protección: tapones, orejeras o dispositivos de cuidado casi nunca estuvieron presentes. La especialista es tajante al describir las consecuencias: el daño provocado por el ruido no se recupera. Afecta frecuencias específicas y produce lo que define como un trauma acústico. A diferencia de otras lesiones, no existe tratamiento capaz de revertirlo. Lo que se pierde, no vuelve. En muchos casos, el deterioro recién se detecta cuando el audiograma muestra un descenso evidente de la capacidad auditiva. Aunque en su práctica clínica no recibe habitualmente a jóvenes por este motivo, la profesional advierte que el uso prolongado de auriculares a alta intensidad sí genera molestias auditivas, acúfenos y aturdimientos temporales. Esos síntomas, que suelen “pasar” con el descanso, funcionan muchas veces como una falsa señal de tranquilidad. La molestia se va, pero el daño puede acumularse de forma silenciosa. Según explica, el oído humano tolera sonidos de hasta aproximadamente 80 decibeles. A partir de ese umbral, el ruido deja de ser inocuo: genera estrés mecánico en las estructuras internas del oído y puede provocar lesiones permanentes. En los ambientes laborales, recomienda el uso de protectores auditivos, tapones de silicona y dispositivos específicos según el nivel de exposición. Sin embargo, señala una resistencia frecuente: muchos trabajadores sienten que estos elementos dificultan la comunicación o entorpecen el desempeño. El contraste entre lo que sucede en el ámbito laboral y lo que ocurre en la vida cotidiana abre una zona de tensión. Mientras los consultorios reciben a personas con daños consolidados, en el exterior se sigue reproduciendo una cultura del volumen alto, especialmente entre los más jóvenes. Ana Devin: una artista frente a las consecuencias del ruido Para Ana, el problema no llegó de golpe. Se fue filtrando en su vida diaria. Al principio, las señales fueron sutiles: dificultad para comprender frases en lugares con volúmenes altos, la sensación de que un oído respondía de manera distinta al otro, la necesidad constante de pedir que le repitieran lo que le decían. Durante mucho tiempo interpretó esos síntomas como algo pasajero. Creyó que se trataba de un tapón de cera o de cansancio acumulado. Su historia está estrechamente ligada al mundo de la música. Durante casi diez años estuvo expuesta a sonidos extremos: ensayos, recitales, boliches, cabinas de DJ, clases de canto y auriculares a máxima potencia. Pasaba horas inmersa en ambientes que hoy reconoce como nocivos. No se trataba de momentos aislados, sino de una forma de vida. El volumen formaba parte de su identidad laboral y artística. Con el tiempo, el deterioro se hizo más evidente. Después de shows comenzó a notar que desafinaba o que debía exigir más su voz para lograr resultados que antes eran naturales. La incomodidad dejó de ser momentánea. Se transformó en una pérdida real. Ya no se trataba de un zumbido pasajero, sino de una limitación concreta con la que debía convivir. Hoy Devin sigue vinculada a la música, pero desde otro lugar. “Lo necesito para trabajar, pero ya no lo naturalizo ni lo romantizo”, explica. El volumen dejó de ser un signo de fuerza o resistencia para convertirse en una variable de cuidado. Usa protectores auditivos, realiza descansos de silencio real, controla la mezcla en los ensayos y reduce al mínimo la exposición innecesaria. Cuando termina de trabajar, elige el silencio. Su testimonio deja al descubierto una idea muy arraigada en el ambiente musical: la creencia de que hay que “bancarse” el volumen. Que pedir bajar un poco el sonido es signo de debilidad. Que la hipoacusia es un problema de personas mayores. Para la artista, esa cultura fue parte del problema. “La pérdida no vuelve”, advierte. “No esperen a perder la audición para cuidarse”. Hábitos, riesgos y señales de alerta: Sol Herrera, profesora de música en nivel secundario, observa un fenómeno que se repite entre sus estudiantes: “El 90% está con los auriculares puestos todo el tiempo”. No lo dice como una exageración retórica, sino como una observación habitual. Lo ve en los recreos, en los pasillos, incluso dentro del aula cuando creen que nadie lo nota. Los dispositivos inalámbricos —pequeños, discretos, fáciles de esconder bajo el pelo o una capucha— se volvieron como una extensión de su cuerpo. Según Herrera, el volumen al que escuchan es alarmante: “Una persona que esté a un metro puede escuchar perfectamente lo que ellos escuchan. Imagínate lo alto que está para ellos”. Mientras una conversación habitual ronda los 60–66 decibeles, muchos estudiantes superan ampliamente ese umbral sin tener conciencia del riesgo. Esa exposición diaria, aunque fragmentada, se acumula y genera molestias que los chicos no interpretan como señales de daño. A su vez, Herrera señala que, en la formación académica de los músicos y docentes de música, la audición no recibe la misma atención que la técnica vocal. “Nos piden audiometría inicial para ingresar a la carrera, pero después el tema no se vuelve a tocar. Se asume que uno goza de buena salud auditiva, pero no nos instruyen verdaderamente en cómo afecta la exposición prolongada al ruido”. La preparación profesional parece centrarse en la potencia, proyección y caudal de la voz, mientras que el cuidado del oído —otra herramienta esencial del trabajo docente queda relegada. Recién en el ejercicio laboral, dice Sol, cuando muchos músicos y profesores toman conciencia de la dimensión del problema. Y en su caso, esa conciencia la llevó a incorporar la educación del cuidado auditivo como parte de sus clases: “Es parte de nuestra labor llevar también ese mensaje de cuidado”. Su testimonio no solo aporta una mirada pedagógica, sino que confirma algo que advierten especialistas en salud auditiva: los hábitos cotidianos —más que los eventos excepcionales— son hoy uno de los principales vehículos de daño en adolescentes y jóvenes. La normalización del volumen alto, la disponibilidad constante de dispositivos personales y la falta de percepción del riesgo componen un escenario donde el problema crece silenciosamente. La pérdida auditiva inducida por el ruido es un problema creciente, pero totalmente prevenible. La evidencia científica y los testimonios analizados muestran que la exposición cotidiana a volúmenes elevados está produciendo daños que muchas veces se detectan tarde. Esta investigación no busca solo aportar datos, sino abrir el debate: el ruido está en todas partes, pero también lo están las herramientas para cuidarse. Mientras la pérdida auditiva sea un riesgo evitable, cada decisión sonora importa. Prevenir es posible. Informarse, educar y tomar conciencia son los pasos esenciales para proteger un sentido que, una vez dañado, no se recupera. El desafío es colectivo: transformar la costumbre del volumen alto en una cultura de cuidado que permita preservar la audición de las generaciones presentes y futuras. RESUMEN DEPORTIVO
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