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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 08/12/2025 04:54
La llegada de Maradona a Bolivia se convirtió en un acontecimiento nacional, con cobertura mediática y fervor popular en las calles (Fotos Maximiliano Vernazza) Diego siempre disfrutaba de hablar con los rivales, los árbitros, los hinchas... Pero aquel lunes 17 de marzo de 2008 en La Paz, antes de salir al estadio Hernando Siles, la escena era otra. Había un murmullo apenas perceptible, un registro grave, íntimo, como si en ese camarín se estuviera oficiando un ritual. Maradona había dejado a un costado sus sandalias de cuero —gasto suave en las tiras, huella de uso cotidiano— y, sentado en el vestuario, inclinó su cuerpo hacia adelante para lustrar él mismo los botines nuevos. Eran Nike, relucientes, recién salidos del paquete: se los había regalado la empresa deportiva unos días antes en un evento, pese a que él, por cábala, usaba Puma de toda la vida. Mientras los frotaba con un pequeño paño que llevaba en su propio bolso, les hablaba en voz baja, como si los convenciera de algo. Y de vez en cuando posaba una mano sobre el empeine izquierdo y murmuraba frases cortas dirigidas a su pie, “el zurdo”, el que tantas veces lo había sacado de los infiernos y lo había devuelto a los paraísos. —Vos y yo sabemos cómo es esto —musitó, sin mirar a nadie—. No me fallés ahora. El vestuario quedó en silencio. Nadie se animó a interrumpirlo. Estaban los ex jugadores, los actores, los músicos y un puñado de colaboradores. Era como espiar una ceremonia privada, como si Diego, sin proponérselo, estuviera uniendo todas las capas de su historia con ese gesto tan simple de lustrar un par de botines: la infancia en Fiorito, las primeras canchas embarradas, la pelota de trapo, el potrero, la gloria, las caídas, los regresos. Todo eso se condensaba en ese instante, en ese brillo que él insistía en sacarle a su calzado nuevo mientras el aire de la altura se sentía incluso puertas adentro. Mientras lustraba sus botinas, Maradona también les hablaba: "Vos y yo sabemos cómo es esto. No me fallés ahora". Según el reporte del fotógrafo Maximiliano Vernazza Lo llamaron para que se acercara al túnel, pero él pidió unos minutos más. Quería terminar de prepararse. No era vanidad: era concentración. No había cámaras ni estridencias. Era Diego solo con sus elementos esenciales. Y con algo más: aquella fuerza interna que siempre lo hacía ponerse de pie frente a las injusticias, propias o ajenas. El viaje a Bolivia no había empezado como un vuelo cualquiera. La línea aérea había retrasado la partida porque Diego no llegaba: se había demorado, como solía sucederle cuando sentía que tenía que ordenar su mundo antes de salir al escenario. Finalmente abordó hacia Santa Cruz de la Sierra junto a su secretario personal Gabriel Buono. Desde allí, voló hacia La Paz y, casi sin tiempo para aclimatarse, se dirigió directamente al Palacio de Gobierno, donde Evo Morales esperaba para recibirlo oficialmente. Lo que en principio iba a ser un simple partido a beneficio —para ayudar a las 95 mil familias afectadas por las inundaciones provocadas por el fenómeno de La Niña en el departamento de Beni, que había dejado 73 muertos— se había convertido, apenas trascendió que Diego viajaría, en un acontecimiento nacional. Los canales bolivianos transmitieron en vivo la llegada del avión. En las calles, los puestos de comida hablaban solo de él. En los restaurantes, en los hoteles, en los taxis, en las esquinas, en las ferias: no había conversación que no mencionara, con orgullo o incredulidad, que Maradona estaba en suelo boliviano. Pero lo que lo esperaba en el Palacio superó cualquier expectativa. Algunos de los que jugaron con Maradona ese día: Diego Latorre, Silvio “Tweety” Carrario, Nazareno Casero, Benjamín Rojas, El Turu Flores, Esteban Pogany, Daniel Tognetti, Juan José Borrelli y Joe Fernández —Cuando me dijeron “viene Maradona”, pensé que era una broma —fue lo primero que dijo Evo al verlo entrar—. Y ahora te veo acá y no lo puedo creer. Diego sonrió como siempre que lo enfrentaban con expresiones de devoción tan directas. —Aprovechá ahora, presi —respondió, con esa mezcla de picardía y ternura—. Porque mañana, en la cancha, lo único que vas a ver es el 10 de mi camiseta. Evo y Diego se retiraron unos minutos a solas. En aquel salón, con la imagen del Che Guevara de fondo, los dos hablaron de lo que los unía —la procedencia humilde, la pasión por Boca, la admiración por el Che— y también del clima político que vivía Bolivia. Pero sobre todo hablaron de fútbol. Evo le confesó que había entrenado para marcarlo, que Milton Melgar, el Diablo Etcheverry, Platini Sánchez y Marco Sandy le habían dado algunas indicaciones para intentar seguirlo en la cancha. Maradona lo escuchaba divertido. —Ni se te ocurra marcarme, Evo. Estoy impecable. Mañana voy a estar intratable. La FIFA había prohibido que se jugaran partidos internacionales a más de 2.750 metros, y aquello había caído en Bolivia como un golpe directo a su identidad futbolera. Maradona, apenas bajó del avión, se había plantado con la misma claridad con la que, tantas veces, se colocó en la verde de enfrente de los poderosos. —Es ridículo lo que quieren hacer —declaró—. Seguramente los que tomaron esta decisión nunca corrieron atrás de una pelota. Dios nos dio un lugar a cada uno, y eso hay que respetarlo. La presencia de Maradona también sirvió como una defensa pública al derecho de Bolivia a jugar al fútbol en la altura, criticando la prohibición de la FIFA Para Bolivia, la visita de Diego no solo significaba un acto de solidaridad: era una defensa internacional, un espaldarazo simbólico contra lo que consideraban una injusticia. Por eso, en cuanto él apareció, la noticia se transformó en un asunto de Estado. La noche previa al partido, La Paz vibraba como si se aproximara un acontecimiento histórico. El clima estaba cargado de expectativa. En cada esquina había vendedores ofreciendo banderas, remeras, afiches improvisados con el rostro de Maradona. En los restaurantes, la televisión repetía su llegada una y otra vez. Y cuando habló en conferencia, miles de personas se agolparon alrededor del Palacio para verlo aunque fuera por un segundo. Pero la verdadera historia —esa que casi nadie vio— estaba al día siguiente en el camarín, cuando él decidió ponerse de técnico, capitán, preparador físico y referente moral del equipo. No dejó detalle librado al azar. Llegó dos horas antes al estadio. Pidió una sesión de masajes. Se aseguró de que todos estuvieran bien equipados. Y en el entretiempo —cuando el partido estaba 2 a 2— entró al vestuario, se paró en el centro y habló como si aquello fuera una final del mundo. El encuentro benéfico terminó con victoria argentina y tres goles de Maradona, en una noche de ovaciones y emoción en el estadio. Evo convirtió uno para los locales —Vamos a salir a ganar. El protocolo queda para la cena. Ya no era el Diego diplomático del día anterior. Era el competidor absoluto. Y todos lo sabían. La salida al campo fue junto a Evo Morales, que lo había esperado en el túnel para entrar de su lado. Más de treinta mil personas donaron un alimento no perecedero en la puerta para acceder. Esa imagen —bolivianos cruzando el molinete con una bolsa de arroz, un paquete de fideos, una lata de leche— era tal vez la esencia del viaje: un acto colectivo de ayuda, una cadena que se multiplicaba. Y en el centro de ese sistema, Diego, el hombre que sabía perfectamente para qué estaba allí. El partido fue una mezcla de espectáculo, emoción y pura voluntad. Diego marcó tres de los siete goles argentinos. Hubo festejos, hubo ovaciones interminables, incluso jugadas que parecían guiños a su pasado glorioso. Los otros goles los hicieron Diego Latorre —dos veces—, Silvio “Tweety” Carrario y Joe Fernández, que se mandó una corrida memorable de sesenta metros. Evo marcó uno de los cuatro tantos bolivianos. Del equipo de Diego también formaron parte Benjamín Rojas, El Turu Flores, Esteban Pogany, Daniel Tognetti, Juan José Borrelli, Nazareno Casero, Juan Ponce de León, y acompañó la delegación y estuvo a cargo de la organización el periodista Cecilio Flematti. Cuando terminó, Milton Melgar —secretario de Deportes de Bolivia— le entregó a Diego la condecoración con la Orden al Mérito Civil Libertador Simón Bolívar. El estadio estaba todavía lleno. La gente no quería irse. Era como si todos entendieran que habían sido testigos de un momento único. La celebración después del partido con Joe Fernández y Jaime Torres (Fotos Maximiliano Vernazza) Pero la noche aún tenía un tramo más. En el hotel Radisson se realizó la cena oficial y después, casi sin que nadie lo planeara, estalló una fiesta. Jaime Torres, que no había podido jugar porque se desgarró en la entrada en calor, tomó el charango y acompañó a Joe Fernández, que adaptó su tema Ya no me interesa. Fue allí donde ocurrió una de las escenas más inolvidables de aquel viaje: Diego, servilleta en mano, girando sobre sí mismo, marcando el ritmo, arengando a todos, bailando con la alegría de alguien que había recuperado parte de su vitalidad. Se lo veía más flaco, más ágil, más liviano. Hacía un mes y medio que seguía la dieta del doctor Máximo Ravenna y ya había bajado seis kilos. Para viajar se había llevado viandas medidas: desayuno, almuerzo, colación, cena. Era un Diego ordenado, lúcido, seguro de sí. Esa noche, en medio del baile y de la música, se lo veía feliz. No la felicidad exagerada, ni teatral, ni mediatizada: la verdadera. La que aparece cuando alguien siente que hizo lo correcto. Ese hombre que, incluso rodeado de presidentes, flashes, multitudes y condecoraciones, encontraba refugio en el gesto más simple: hablarle a su zurda como si fuera un compañero fiel, lustrar él mismo su herramienta de trabajo, entregarse a esa pequeña ceremonia que lo conectaba con su origen: la mano sobre el botín izquierdo una vez más antes de salir como sellando un pacto silencioso. No estaba allí por él, sino por quienes necesitaban un gesto concreto para seguir adelante. Diego siempre fue eso: un hombre dispuesto a ponerse al frente cuando olía injusticia. En La Paz, aquella tarde, lo volvió a hacer. Quedó inmortalizado a través de la cámara de Maximiliano Vernazza, único testigo presente de esa intimidad tan absoluta dentro un vestuario de fútbol, podría decirse, el segundo hogar de El Diez.
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