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  • Autoexplotación feliz

    » El litoral Corrientes

    Fecha: 07/12/2025 02:01

    Essen, Whirpool, General Motor, Tía Maruca, Cramaco, Mondelez. Todas son empresas muy conocidas que cerraron, despidieron personal o suspendieron por varios meses a su plantilla de trabajadores estables. ¿A dónde van esos jefes y jefas de familia? ¿Qué les depara la vida después de años de perfeccionamiento en el montaje de lavarropas o la elaboración de pantalones? Al presidente Javier Milei no le importa. Está convencido de que los desechados por su modelo económico tendrán chances de reacomodarse en una nueva dimensión laboral que los recibirá en roles más exitosos que los desempeñados hasta que fueron expulsados de las fábricas, conforme una ecuación aritmética completamente deshumanizada. De hecho, ni siquiera se refiere a ellos como personas, sino como individuos, término que marida a la perfección con la doctrina minarquista que el jefe del Ejecutivo aplica progresivamente con la velocidad del rayo. El problema del silogismo presidencial es que da por hecho que, así como se van cerrando fuentes de trabajo “ineficientes”, se van abriendo otras con aptitudes para recibir a los laburantes desahuciados. Para ser más claros: según Milei, cuando la industria “A” cierra porque no estaba a la altura y producía con altos costos, el operario “B” se queda sin su empleo, pero dadas las dos anteriores condiciones, en el ecosistema económico surgirá una nueva dimensión “C” en la que el operario “B” encontrará trabajo y volverá a tener ingresos para seguir con su vida bajo el imperio de la desregulación, sin sindicatos opresores y con la libertad de negociar de igual a igual (una quimera absoluta) con su nuevo empleador. Pero no es un hecho que el tornero de Cramaco (la planta de bombas de alta presión que bajó persianas en Santa Fe) vaya a ser refuncionalizado como networker en alguna compañía de trading financiero, rubro negocial que florece en tiempos de motosierra. Ese hombre de 40 años y padre de tres hijos con una esposa docente tiene atributos y expertise para maniobras de precisión netamente analógicas. Su cuerpo, su fuerza vital y su mente están configurados para producir cosas materiales que son ofrecidas en el mercado, donde el consumidor las elegirá no solamente por precio, sino por calidad, durabilidad y garantía de acceso a repuestos. ¿Qué le queda por hacer cuando la llamada batalla cultural motorizada por un gobierno libertario de ultraderecha impone un nuevo paradigma según el cual cada uno debe adecuarse a nuevos roles que respondan a la demanda del libremercado? ¿Qué clase de demanda y en cuál mercado? Dadas las condiciones actuales, poco y nada. La opción de ponerse a trabajar con su propio auto (si es que tiene uno) en las aplicaciones como Uber y Cabify está tan trillada que las tarifas comienzan a bajar por exceso de oferta. Una oferta que supera a la demanda porque los usuarios no ganan lo suficiente para acceder al servicio puerta a puerta. En vez de eso, se juegan la vida a bordo de pequeñas motocicletas de baja cilindrada en las que viajan de a cuatro: mamá, papá y dos hijos, librados a los designios del destino. El presidente no comprende esa implosión microeconómica cotidiana. Está contento con haber estabilizado la macroeconomía con un ajuste devastador que deprimió el consumo hasta controlar precios por efecto recesivo. Pero su corazón de piedra no le permite evaluar el costo de la reconfiguración económica según la cual el Estado se retira, las barreras reguladoras de la importación se retraen y cientos de miles de puestos de trabajo registrados son desintegrados en nombre de una libertad atrofiada: se es libre de morir de hambre, pero no se es libre para exigir a los poderosos que paguen por hacerse cada vez más ricos a costa de un sistema que no genera fortunas por vías de la producción, sino por medio de la especulación financiera, a través del viejo oficio de los hábiles para la intermediación, maestros en el arte de comprar barato y vender caro. Siempre sirve repasar los conceptos sembrados por la lectura de Murray Rothbard en la materia gris de Milei, expresados recientemente en un encuentro de líderes empresarios donde el jefe de Estado definió como “una falacia” que los empleados de las industrias cerradas hayan sido empujados a la condición de sargazos de una playa donde antes vacacionaban. El presidente empezó desmintiendo las consecuencias de sus medidas a favor de la importación irrestricta: “Dicen que si abrimos la economía el sector X va a caer y dejará un tendal de desempleados. Falso”. Para el titular del Ejecutivo nacional, “si quiebra (una industria radicada en el país) es porque el bien que traen de afuera es de mejor calidad o más barato”. Y prosiguió su relato explicativo frente a un selecto auditorio de líderes: “Cuando pasa eso ustedes tienen un ahorro y ese ahorro lo van a gastar en otro bien que además es más productivo y lo quiere la gente, con lo cual no se produce pérdida de empleo porque (los despedidos) van a otro sector más productivo, la economía gana en más productividad y como los individuos disponen de más cantidad de bienes son más felices”. ¿Es más feliz la gente -señor presidente- porque puede comprar un ventilador un 40 por ciento más barato? Vamos a suponer que sí, que esa familia que ahora gastó menos en un electrodoméstico de fabricación extranjera está satisfecha porque tiene más dinero para consumir nuevos bienes, pero… ¿Producidos dónde? Si el ventilador, la heladera, el celular, la ropa y hasta la comida son traídos de afuera, ¿qué queda para producir en la Argentina de modo tal que el círculo virtuoso de la economía se retroalimente hasta lograr equilibrio entre factores de la producción, empleo, consumo y rentabilidad? Si los autos que compra el consumidor argentino son chinos, hay trabajadores de la industria metalmecánica que serán defenestrados por el sistema. Y lo mismo pasa con todo lo manufacturado a partir de una idea fallida que propugna fomentar la competencia directa entre el industrial argentino y el industrial chino, cuyos costos de producción son tan diferentes que ante la irrupción de los importados no queda más remedio que apagar las máquinas y prescindir del recurso humano. Pero claro, ese recurso humano no es aprehendido por la administración libertaria como personas de carne y hueso con necesidades coyunturales impostergables, sino como individuos que flotan en el nuevo paradigma de una dimensión darwiniana: el hábil para triunfar con un parripollo (como en los 90) se reinventará como el carnicero de mi barrio, que es abogado. Pero el que no encuentre su lugar en el enjambre quedará sujeto a la supervivencia del asistencialismo oficial, único instrumento del demonizado “efecto Kuka” que Milei sostiene religiosamente para anestesiar a las masas de modo que las navidades no lleguen con tufillo a saqueo. En un país estragado por la caída del consumo en el que la estabilidad se logró por efecto depresión, el límite no es la indignación popular porque el sistema logró que el trabajador argentino promedio se autoconvenza de que su infortunio es consecuencia de malas decisiones personales. Si el vecino de al lado la pegó con un puesto de hamburguesas en el que vende como un McDonalds callejero, es porque fue astuto y supo leer la realidad. Si el que se preparó como ingeniero industrial perdió su puesto porque Renault decidió abandonar la producción del Sandero cordobés para traer un nuevo modelo de Polonia, es porque se equivocó de profesión. A partir de allí, la mutación de los modelos capitalistas industriales a capitalismo financiero sin arbitrajes estatales convierte al trabajador en una empresa unipersonal que comienza a autoexigirse hasta desfallecer de cansancio. Para ese “entrepreneur” del siglo XXI la jornada no termina con el momento de llegar a casa para cenar y compartir proyectos en familia, sino que se extiende hasta las madrugadas al volante del Uber para recaudar lo indispensable y, finalmente, desplomarse en la cama para dormir cuatro horas. Eso sí: feliz de poder comprar zapatillas vietnamitas en 12 cuotas. El error de Milei reside en creer que el tener a disposición más bienes implica “más felicidad”. Ni mi abuela se tragaría tal señuelo, pero hoy, donde el pensamiento colectivo se resume a una lluvia de memes fugaces, se viene a hacer realidad el peor de los males: la esclavitud voluntaria del convencido de que gastarse la vida haciendo lo que no disfruta alcanzará para cumplir sus sueños. El filósofo coreano Byung Chul Han lo resume al advertir que en el mundo de hoy la coacción ya no es ejercida por el dueño, sino que se internaliza al punto de que el sujeto se autoexplota desde una ilusión de libertad que llega con la propia muerte biológica. Como en la edad media, pero sin vida eterna.

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