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  • “No puedo más”: la historia de una mujer atrapada en un amor que no puede soltar

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 05/12/2025 02:30

    Aunque solo reciba migajas de su vida, siente que no puede dejar a Luciano de quien está profundamente enamorada (Imagen ilustrativa Infobae) No puedo más. Estoy desesperada. Cuántas veces habré escuchado la letra de esa frase de María Elena Walsh que dice “me duele si me quedo, me muero si me voy” en relación a este país, que te expulsa por el desastre de la economía, y que a la vez uno extraña terriblemente si se va. Bueno, yo estoy peor que eso, porque me muero si me quedo y me muero si me voy. No tengo escapatoria. Mi psicóloga tampoco ayuda, quizá debería buscar otra. No entiende nada. Cree que sigo con Luciano porque quiero. Desde su rigidez no logra conectar con lo que me pasa, y lo que me pasa es que no puedo dejarlo. No puedo vivir con él pero tampoco puedo sin él, aunque solo tenga para ofrecerme las migajas de su vida, lo poco que le sobra cuando no está con su familia. La única amiga a la que le conté mi historia, y que ya está harta de escucharme hablar siempre de lo mismo, me reenvió una historia sobre un amor prohibido. Quien narra la historia sabe de qué se trata. Como dice el eslogan de Alcohólicos Anónimos, “Ya hemos estado ahí”. Sus palabras me hacen sentir comprendida, menos sola. Es la contracara de mi psicóloga. Me alivia saber que no soy la única a la que le pasa y que hay situaciones que no podemos resolver “poniéndonos las pilas” porque la voluntad no funciona. Que hay que comprender, dejar de juzgar, y ver como seguir adelante. Al leerlo no me siento expulsada de la vida normal. Sabe que no existe un botón para apretar y arreglar todo de una vez. Que no puedo dejarlo aunque sepa que a la larga esto no va a ningún lado. ¿Cómo voy a dejar lo mejor que me pasa en el día, lo único que me hace sentir bien? Busco en internet el nombre del autor de ese artículo, y como quien lanza al mar un mensaje de auxilio en una botella, le escribo. Para mi sorpresa, al rato me contesta. Cruzamos algunos emails hasta que me propone hablar por teléfono. —Contame bien tu historia —me dice. Empiezo a hablar y me largo a llorar con ese misterioso desconocido con el que no tengo nada que ocultar, nada que sostener. Le cuento que con Pablo habíamos empezado a salir cuando estábamos en la facultad. Me encantó desde el principio, lo veía seguro e inteligente. Él también estaba fascinado conmigo, por lo que nuestro encuentro rápidamente se convirtió en un incendio. Lo enamoró que yo lo miraba con atención, que me preocupaba por ayudarlo a crecer, a que fuera él mismo y pudiera seguir sus sueños. Nuestra relación fluyó con naturalidad y al recibirnos nos fuimos a vivir juntos felices de la vida. Los dos teníamos buenos trabajos y vivíamos muy bien. Comíamos afuera, ahorrábamos, viajábamos. Pero cuando yo tenía veintiocho sentí una pequeña fisura en mi corazón. Nada estaba mal, pero algo no estaba bien. Me sentía inquieta, ansiosa. Como si necesitara moverme, salir del lugar en el que estaba. Me llevó un año entenderlo. En el fondo, Pablo había sido mi único gran amor y todo se encaminaba a que nos casáramos, tuviéramos hijos, termináramos de establecernos y listo. Eso era todo lo que la vida tendría para ofrecerme. Pero yo sentía que no había vivido. Me faltaba probar, experimentar, arriesgarme, equivocarme. Tenía pánico de imaginarme a los cuarenta años con dos hijos en el colegio, trabajando, llena de responsabilidades, y sentir que no había vivido. Hacer un cambio en ese momento sería mucho más doloroso y traumático, en especial por los chicos. Tardé otro año en procesar todo. ¿Después de diez años iba a separarme de Pablo, con quien teníamos una pareja excelente? ¿A cambio de qué? ¿Qué buscaba? Era consciente de que había cumplido treinta años y que si bien tenía mucho tiempo por delante, elegir un camino así significaba arriesgar una pareja consolidada para salir al mundo en busca de algo totalmente difuso e incierto. Sin embargo, necesitaba salir del piloto automático, dejar de seguir haciendo lo correcto, lo que se esperaba de mí, lo que estaba bien. A esa altura, me sentía un poco a la deriva, sin intereses claros, sin tener claro qué quería en la vida. Mi proceso interno nos fue distanciando tanto que cuando hablé con él, mi planteo no le resultó extraño. Los dos sabíamos que íbamos a sobrevivir sin el otro. Eso no quiere decir que no hubiese dolor y desolación en su mirada. ¿Acaso se puede terminar bien con alguien a quien una quiso tanto? ¿Por qué no existe una cirugía que nos evite todo el dolor, que nos quite ese amor sin sufrir y sin que tengamos que romperlo todo? Mis amigas estaban divididas. Cada una juzgaba mi vida en función de sus propias necesidades y carencias. Las más previsibles me decían que yo estaba loca. Las más vitales aplaudían mi decisión y los riesgos que estaba corriendo. Creo que en el fondo, ninguna era capaz de verme a mí. Después de separarme pasé un par de meses encerrada. Estaba demasiado sensible para salir. Hasta que un sábado mis amigas me llevaron por la fuerza a un bar. Yo no quería salir, no tenía ganas de estar ahí, pero entre trago y trago se me acercó un tipo lindo, tímido e interesante, y nos pusimos a conversar. A pesar de mí misma, de mis resistencias, la charla era genial, y cuando mis amigas decidieron irse yo me fui con él a otro bar. Pasada de copas terminamos en un hotel. Era la primera vez en mi vida que me acostaba con alguien en el primer encuentro. Y había sido una buena experiencia. Después de unos meses de encierro, llegó Luciano a su vida (Imagen Ilustrativa Infobae) A la semana me propuso volver a vernos. Al principio dudé. ¿Acababa de separarme y ya iba a engancharme con otro? No seas exagerada, salí, pasala bien, viví, empecé a decirme a mí misma. Repetimos otra muy buena salida. Para el tercer encuentro sentía que mis contradicciones estaban tomando las riendas. Él me gustaba mucho y en la cama la pasábamos muy bien, pero no quería enamorarme. No era el plan. Mi idea era, al fin, explorar y vivir, no saltar de una relación a otra. ¿Pero qué podía hacer? ¿Darle un tiro preventivo, como había hecho con Pablo? Era ridículo. Decidí bajar mi nivel de exigencia y dejarme llevar. Después de todo, eso también era explorar. Una noche, mientras charlábamos después de coger, me dijo que tenía que contarme algo. Tenía novia. Pero no estaba bien con ella y necesitaba blanquearlo conmigo. Tuve sentimientos encontrados. Por un lado, bronca. ¿Por qué no me lo dijo de entrada? Por el otro, total libertad: si está con otra, mejor, así no voy a enamorarme. Solo le demostré mi fastidio por no haber puesto el tema sobre la mesa desde el principio, pero no rompí con él. En el fondo, tenerlo como amante un tiempo me parecía una buena idea. Me atraía la posibilidad de tener un amante, o varios, y averiguar qué quería, qué me gustaba, qué no. Cuando volvió a llamarme la semana siguiente le dije que no quería verlo. Me escudé en el verso de lo correcto, de que no quería interferir en una pareja. Pero pasaron las semanas y él siguió insistiendo una y otra vez, hasta que un día, entre aburrida y necesitada de mimos, acepté. La carne es débil. El sexo fue excelente como siempre, y ahí volví a recalcular mi GPS. En ese acto me habilitaba oficialmente a tenerlo como amante. Después de todo, esto era lo que yo buscaba. Tener la libertad de conocerme, de descubrirme a través de otros hombres, otros cuerpos, otras emociones. Eso era vivir. Nos vimos una o dos veces por semana durante un mes, hasta que me tiró una bomba atómica: su novia estaba embarazada. Al contármelo se quebró y se puso a llorar como un chico. No había especulaciones en su relato. A todas luces, era un embarazo no deseado que lo ponía en un lugar muy incómodo, porque ella no quería abortar y él no quería quedar atado a ella de por vida. Me salió el instinto materno y lo consolé, como si nada de la situación me implicara. Paradójicamente, fue un momento de tanta intimidad emocional que terminamos cogiendo otra vez. El día después tuve más sentimientos encontrados que nunca. Por un lado, era claro que tenía que abrirme. ¿Cómo iba a quedarme en medio de una pareja que estaba esperando un hijo? Por otro lado, ya no podía seguir negando lo obvio: él me movilizaba más de lo que había estado dispuesta a reconocer. Me hacía sentir que el mundo era más lindo. Con él, todo tenía sentido. En pocas palabras, estaba enamorada. Con las semanas logré tomar un poco de distancia pero mi pólvora estaba mojada y no pude mantenerme mucho tiempo a salvo. Seguí yendo y viniendo con él durante meses, y en cada recaída estábamos cada vez más enganchados. En vez de diluirse, la relación y las contradicciones se agigantaban. Mi cabeza no paraba de justificarme y de torturarme. Sin términos medios. Cuando nació su beba mi vida ya era un infierno. ¿Cuál era mi plan ahora? ¿Ser su amante hasta que su hija recién nacida fuera grande y pudiera procesar la separación de sus padres? ¿Darle un ultimátum para que se separara con una beba de pocos días de vida? —Separarme es la opción más sana y con menos costo. Pero no puedo —le confesé a este hombre al que solo conocía a través de sus historias. —Claro, no existe esa opción. Es pura teoría, porque cuando estamos en ese lugar, eso no es posible. Nuestro mundo emocional no funciona de ese modo, si no cualquier persona adicta o con exceso de peso resolvería su problema con solo proponérselo. No hay un botón para activar el enamoramiento, y tampoco hay uno para desactivarlo. Hay algo misterioso cuando nos relacionamos con alguien, es como una inyección de vitaminas, y el cerebro prioriza esa satisfacción porque necesita sobrevivir —me respondió. —¿Y entonces? —Tratá de vivir este momento lo mejor que puedas. Dejá de torturarte y de torturarlo. Mirá tu vida con misericordia y ternura, sin juzgarla y sin intervenir, como si estuvieras viendo la vida de otro. Con más compasión. Cuanto menos te entrometas, cuanto menos quieras arreglar las cosas, mejor. Porque cada vez que queremos ordenar nuestra vida, apurar sus tiempos, hacemos un desastre peor que el que intentamos solucionar. Entendía sus palabras, pero estaba desbordada de sentimientos. Sentía enojo con él por haberme mentido y conmigo por haberme enamorado. Y bronca por haberme separado de Pablo, con quien tenía una vida buena y estable. Sentía emociones muy intensas que me costaba poner en palabras. Mientras me escuchaba, percibiendo que yo no podía salir del laberinto en el que estaba metida, me hizo una pregunta extraña. —Si tuvieras una hija que está atravesando una situación como la tuya, ¿qué le dirías? —Le diría que se aleje, que se cuide, que no sea estúpida, que no le conviene. Apenas terminé de decir eso me di cuenta de mi propia intolerancia, de la violencia que tenía adentro, y sobre todo, de mi enorme incomprensión. ¿Cómo podía aconsejar algo que yo misma sabía que no era posible? Estaba hablando igual que mi psicóloga, la que yo pensaba que no tenía ninguna empatía. Después de reflexionar unos instantes, me sorprendí diciéndole: —La comprendería… La abrazaría… La acompañaría… Se me llenaron los ojos de lágrimas. —Qué bueno… Ahora andá, y hacé eso mismo con vos. *Juan Tonelli es escritor y speaker, autor del libro “Un paraguas contra un tsunami”. www.youtube.com/juantonelli

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