05/12/2025 01:35
05/12/2025 01:34
05/12/2025 01:34
05/12/2025 01:33
05/12/2025 01:33
05/12/2025 01:32
05/12/2025 01:31
05/12/2025 01:31
05/12/2025 01:31
05/12/2025 01:31
Buenos Aires » Infobae
Fecha: 05/12/2025 00:44
Los flamantes dipujtados tras su jura (Maximiliano Luna) Las imágenes recientes del Congreso —gritos, insultos, manotazos al aire y escenas de una ordinaria decadencia— invitan a una pregunta que duele formular: ¿cómo pasamos de Sarmiento, Mitre, Alsina, Cané o Mansilla debatiendo la nación, a legisladores que parecen no poder sostener una sola idea sin convertirla en espectáculo? Para entender ese contraste hay que mirar hacia atrás, a la época en que la Argentina estaba en construcción y el Congreso era, literalmente, una casa pobre con representantes ricos en ideas. Legisladores de una patria sin recursos Después de Caseros, Justo José de Urquiza encaró el viejo anhelo de sancionar una Constitución nacional. Tras guerras internas, separaciones y desconfianzas, los representantes de las provincias se reunieron en Santa Fe y firmaron la Constitución del 1° de mayo de 1853. Pero ese triunfo jurídico tuvo un contexto extremadamente precario: el Congreso nacional debió instalarse en La Bajada, un pueblo insignificante a orillas del Paraná, donde hoy está Paraná. Urquiza organizó los tres poderes del Estado con las arcas vacías. Los legisladores debían viajar en carretas, diligencias o a caballo, atravesando postas miserables, jaurías de perros cimarrones —con el peligro de ser víctimas de la rabia— y la amenaza permanente de ataques indígenas. Recién llegados a la capital improvisada, se alojaban en pensiones y fondas, a veces sin poder pagar más que un mendrugo y un mate amargo. Las provincias, pobres hasta el hueso, recurrían a lo que el humor popular llamó “alquilones”: ciudadanos de otras provincias —muchos porteños disidentes— que ocupaban bancas representando pueblos que nunca habían visitado. Eran tiempos duros, pero de fuerte vocación política: nadie discutía el honor de sentarse en una banca. Después de Caseros, Justo José de Urquiza encaró el viejo anhelo de sancionar una Constitución nacional El Congreso como sacrificio personal Con el tiempo y los cambios políticos, el Congreso se instaló en Buenos Aires. Las sesiones se realizaban en un edificio mínimo, con poco papel, tinta escasa y apenas algunos libros. Las comisiones se turnaban en cuartos sin espacio. En invierno, los senadores trabajaban envueltos en capas; en verano, sobrevivían al calor con agua fresca que alcanzaban los ordenanzas. Las dietas eran miserables. Un fragmento de una carta de Bartolomé Mitre al general Wenceslao Paunero es revelador: “Mi posición pecuniaria es la siguiente: durante cinco meses al año gozo sueldo como senador, el que me basta para llenar el presupuesto… No dirán que he sido un hombre costoso para mi país”. Ese testimonio muestra una ética: Mitre, ex presidente, sobrevivía al período legislativo y el resto del año montó una imprenta y fundó un diario para poder vivir, porque el sueldo no se cobraba cuando el Congreso no funcionaba. Nada de asesores, choferes, viáticos ni comitivas. El honor de ser legislador era mayor que cualquier prebenda. El ex presidente Bartolomé Mitre sobrevivía al período legislativo y el resto del año montó una imprenta y fundó un diario para poder vivir, porque el sueldo no se cobraba cuando el Congreso no funcionaba Cuando el Congreso educaba más de lo que dividía Por aquellos años, los representantes convivían con el pueblo: caminaban sin escoltas, sin choferes, sin planillas de viáticos ni autos oficiales. Desde las de provincias más pobres debían mudarse a Buenos Aires compartiendo habitaciones entre varios diputados. Ese sacrificio, sin embargo, forma parte de la fundación emocional del país: la idea de que la Nación se construía con palabras, con ideas, no insultando o haciendo papelones para destacar en las redes. Es imposible repasar esa historia sin que desfilen, como un juramento silencioso de la patria naciente, los nombres que hoy pueblan los manuales escolares, pero que entonces eran hombres de carne y destino, sentados en bancas frías, escribiendo un país desde la pobreza y la convicción: Domingo Faustino Sarmiento, senador por San Juan, llevando al recinto la nación soñada desde las aulas; Bartolomé Mitre, soldado del debate y la palabra; Adolfo Alsina, legislador influyente y vicepresidente, capaz de acortar abismos con ingenio y audacia; Miguel Cané, escritor y diputado, que hizo de la política literatura y de la literatura patria; Lucio V. Mansilla, cronista de sesiones memorables, espada verbal que iluminaba las sombras; Leandro Alem, voz moral de la Nación, que hablaba como si cada frase fuese fundacional; Julio Argentino Roca, dos veces presidente y legislador, arquitecto del orden y del progreso; entre tantos. En ellos, la Argentina supo que el Congreso no era una sala: era un destino común. Eran tiempos de una patria pobre pero con representantes inmensamente ricos en cultura cívica. Domingo Faustino Sarmiento y Julio Argentino Roca De la palabra al grito Hoy el Congreso es todo lo opuesto. Un edificio fastuoso con asesores, comisiones, secretarios y cámaras de televisión transmitiendo sus sesiones vergonzosas. El valor de representar a la Patria parece haberse extraviado y muy pocos se muestran a la altura. Las escenas recientes —diputados que se insultan, que hacen chicanas personales, que gritan como si el recinto fuera una tribuna— revelan una crisis que no es solo política: es cultural. Hemos perdido el sentido de responsabilidad institucional. Los debates parecen diseñados para viralizar frases y no para construir leyes. La jura de ayer de los 127 nuevos diputados fue el espejo más crudo de esa mutación cultural: donde antes se juraba en silencio y por la Argentina, hoy se declama como en un escenario. Se trató de una lamentable coreografía de consignas cruzadas, slogans personales y “causas” gritadas al micrófono, como si el juramento no fuese el ingreso solemne a un poder del Estado, sino una oportunidad para viralizar consignas. La jura de los 127 nuevos diputados fue el espejo más crudo de esa mutación cultural (Foto: Maximiliano Luna) Se escucharon invocaciones a santos, líderes partidarios, países en guerra, causas militantes y venganzas simbólicas: “por Cristina libre”, “por la vida desde la concepción”, “por los 30.000”, “por Palestina”, “por el socialismo”, y una interminable cadena de banderas privadas, colándose en el ritual público que debería unir a los representantes bajo una sola promesa: la Constitución. Así, las fórmulas reglamentarias quedaron reducidas a tramoya, y los diputados —de todos los bloques— compitieron en el exceso: cada uno juró por algo distinto, como si el mandato no proviniera del pueblo soberano, sino de la propia tribuna. El resultado fue una ceremonia ruidosa, fragmentada, donde el recinto pareció convertirse en un escenario partidario más que en la casa de la Nación; un contraste doloroso con aquellos congresales que levantaron al país desde un simple “sí, juro”. La Argentina nació con legisladores que cruzaban el Paraná en chalana para sesionar, que compartían habitaciones para poder representar a su provincia, y que dejaban la presidencia para ocupar una banca. Hoy algunas bancas parecen buscar cámaras antes que consensos. Convirtieron al Congreso en una porqueriza. Se muestran altivos y orgullos de revolcarse en el lodo de la ignorancia, el descontrol y la vulgaridad. ¿Qué nos pasó? La distancia entre aquellos congresales de poncho y pluma y los actuales parlamentarios de grito y celular obliga a una reflexión incómoda: cuando la política deja de ser sacrificio y se convierte en espectáculo, la república pierde sustancia. La pobreza material del siglo XIX se compensaba con grandeza cívica; la pobreza cívica de hoy se esconde detrás de los privilegios, las cámaras y los gestos para la tribuna. Los pioneros viajaban semanas para sostener una idea; hoy muchos viajan metros para generar acciones idiotas con las que puedan nutrir sus perfiles en redes sociales o salir en la televisión. Si alguna vez el Congreso fue una trinchera de palabras que fundaban patria, hoy corre el riesgo de ser apenas un escenario obsceno sin construir destino. El desafío Quizás el primer paso para recuperar el sentido del Congreso no sea reformar reglamentos ni aumentar sanciones. Tal vez sea volver a preguntarnos qué significa ser legislador: ¿representar a un pueblo o representar una imagen? Antes eran tiempos duros, pero de fuerte vocación política: nadie discutía el honor de sentarse en una banca (Foto: Maximiliano Luna) Que las últimas escenas sirvan de espejo y lección. Alguna vez fuimos capaces de fundar un país desde una sala sin tinta, sin monedas y sin calefacción. Un país con bases liberales que nos mantienen en pie aún hoy. Ese recuerdo no debería llenarnos de nostalgia, sino de urgencia: no hay futuro en un país sin honor. *Este artículo fue originalmente publicado en Newstad.
Ver noticia original