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» Diario Cordoba
Fecha: 03/12/2025 06:55
Hubo un tiempo en que la vejez era considerada una cima, no un desecho: estación última, sí, pero también mirador desde el que se abarcaba la vida entera. Cicerón, en su tratado sobre la ancianidad, recordaba que no son los años los que nos arruinan, sino los vicios con que los hemos vivido. Hoy, sin embargo, hemos dado la vuelta al axioma: los años son el vicio y la juventud, la única virtud homologada por la publicidad y por las nuevas liturgias del bienestar. En esta sociedad que proclama la diversidad pero aborrece la arruga, el anciano se ha convertido en un problema logístico. No es ya el abuelo en torno al cual se congrega la familia, sino un expediente que hay que «resolver»: plaza en una residencia, cuidador externo, protocolo de visitas espaciadas y, sobre todo, una gran coartada moral para tranquilizar la conciencia. Se habla de «centros de mayores» con la misma frialdad administrativa con que se habla de polígonos industriales. Y así, la vejez se va convirtiendo en un estacionamiento de cuerpos a la espera de la avería definitiva. No niego que haya residencias dignísimas, ni que muchas familias, trituradas por horarios laborales y precariedades varias, hagan lo que pueden con lo que tienen. Sería injusto cargar sobre sus hombros toda la culpa. Pero el problema va más hondo: hemos delegado en la institución lo que antaño era vocación y deber del hogar. El viejo ya no es un maestro de memoria, sino un estorbo para la agenda; ya no es depósito de historias, sino una voz que molesta al volumen de la televisión. Simone Weil escribió que la desdicha comienza cuando uno se siente superfluo; la vejez contemporánea parece diseñada, precisamente, para producir esa sensación de superfluidad. En nombre de una falsa compasión se les priva de lo más humano: el derecho a seguir siendo necesarios. Se les retira el volante, se les despoja de decisiones, se les habla en diminutivos como si hubieran regresado a la infancia, y al final se les confina en un limbo de pasillos encerados y televisores encendidos todo el día. Muchos mueren rodeados de máquinas, pero sin una mano que apriete la suya con la fuerza de un «no te vayas solo». Nadie les ha explicado que, como decía Tolstói, el verdadero progreso se mide por la ternura con que una sociedad trata a sus miembros más frágiles. Y quizá un día lo comprendamos, ya demasiado tarde. Tal vez no podamos cambiar el sistema, pero sí podemos cambiar nuestra cercanía. Visitar a un anciano -aunque no sea «de los nuestros»-, escuchar la cantinela de sus recuerdos, dejar que nos cuente por enésima vez cómo conoció a la persona que amó, es ya un acto de subversión contra esta cultura del descarte. Quizá la verdadera modernidad consista en aprender a envejecer juntos; en entender que, si hoy apartamos al viejo, mañana nadie tendrá sitio para nuestra propia fragilidad. *Mediador y escritor
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