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  • Stranger Things es una serie silver: ¿por qué amamos tanto al cine de los 80?

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 03/12/2025 02:36

    La quinta temporada de Stranger Things incorpora referencias a clásicos como Volver al futuro, Terminator y Gremlins. La expectativa estaba latente. Esa ansiedad ingenua de las madrugadas previas a un estreno que uno no quiere admitir que espera. Y ahí está: la quinta temporada de Stranger Things, esa serie que empezó siendo sobre adolescentes y que ahora habla también de quienes miramos desde el otro lado del calendario, los que atravesamos los 50 con la misma fidelidad con la que guardábamos casetes TDK o las entradas rotas de los viejos cines de barrio. La serie vuelve con su homenaje habitual al cine de los ochenta, pero esta vez el gesto ya no es un simple revival estético: es un reconocimiento emocional. Un puente hacia esa generación silver que no solo vio ese cine, sino que lo vivió como un rito de iniciación. Como una pedagogía de la aventura. Stranger Things rinde homenaje al cine de los 80 y conecta con la generación silver. En estos primeros episodios hay un juego circular, casi centrífugo. Los chistes internos entre personajes mencionan Volver al futuro, la película de Robert Zemeckis estrenada en 1985, con su DeLorean y sus paradojas temporales. Pero la referencia no queda ahí: aparece Linda Hamilton, la Sarah Connor de The Terminator, film dirigido por James Cameron en 1984, y su sola presencia funciona como un disparador hacia aquella época en que el futuro era una amenaza mecánica hecha de metal y destino. Las lecturas posibles de esta quinta temporada son múltiples. Más allá de los guiños explícitos, la serie invita a una lectura íntima, casi críptica, de los personajes. Y ahí, inevitablemente, aparece la memoria: cuando a los 12 años me regalaron la videocasetera. Era 1986. La primera vez que pensé que las películas podían ser mías. Que podía guardar escenas, detener el tiempo, volver atrás. Rebobinar y pausar eran dos gestos de apropiación. Antes del VHS, uno veía una película en el cine y debía esperar tres años para que la pasaran por televisión. El cine era etéreo. Se escapaba. Quedaba solo en la retina, como las llamas de un fogón que uno no quería olvidar. Con el VHS llegó el archivo doméstico. Empecé un cuaderno donde anotaba cada película. Las clasificaba por género, por actores, por directores. Hacía rankings. Quizás, sin saberlo, empezaba a construir mi propio mapa del mundo. Nuevos personajes como Nell Fisher, Linda Hamilton y Jake Connelly amplían el universo narrativo. En esta quinta entrega de Stranger Things vuelve ese cine. No como cita, sino como sensación táctil. Se cuela en las formas de narrar, en los encuadres, en la textura de la historia. Y aparece también en el modo en que se amplía el conflicto: los guionistas suman personajes —Nell Fisher como Holly Wheeler, Linda Hamilton como la doctora Kay, Jake Connelly como Derek Turnbow— que expanden el relato más allá de Hawkins. Los nuevos episodios retoman el instante exacto en que quedó la trama: Hawkins fracturado, el Mundo del Revés derramándose, el grupo disperso. Will y su conexión visceral con Vecna. Eleven enfrentando el límite de sus poderes. Y el grupo intentando recomponerse en medio de una amenaza que ya no es local, sino global. Pero debajo de todo eso, está otra cosa. Un rumor. Un gesto cinematográfico que toca fibras que vienen de lejos. Hay algo de La historia sin fin, dirigida por Wolfgang Petersen en 1984 y de Laberinto la película fantástica británica-estadounidense de 1986 dirigida por Jim Henson, donde la fantasía sirve para atravesar el miedo. Hay algo de Re-Animator, la violenta película de Stuart Gordon de 1985, una rareza de bajo presupuesto que sobrevivió por su audacia. Hay algo de Gremlins, dirigida por Joe Dante en 1984, con esa mezcla de ternura y caos. Y también sobreviven, como en un eco, los pueblos llanos del western: un aire de spaghetti western filtrado en la forma de los silencios, en cómo se mira el horizonte antes de que algo estalle. Stranger Things evoca películas icónicas como Los Goonies, Cazafantasmas y La historia sin fin en su narrativa. En el corazón del grupo hay un ADN que remite a Los Goonies, dirigidos por Richard Donner en 1985, esa hermandad infantil que combinaba amistad, peligro y tesoros imposibles. En la forma de resolver misterios aparece El secreto de la pirámide, de Barry Levinson en 1985, que ofrecía una versión juvenil de Sherlock Holmes. Y en algunas secuencias de armas experimentales se siente el pulso de Los cazafantasmas, dirigida por Ivan Reitman en 1984. Incluso, en el trabajo colectivo se adivina el espíritu de Brigada A, la serie creada por Frank Lupo y Stephen J. Cannell en 1983, donde lo imposible se resolvía a fuerza de ingenio y compañerismo. Los Cazafantasmas se convirtieron en íconos populares de los años 80. ¿Por qué amamos tanto el cine de los 80? Quizás porque, detrás de sus historias de aventuras, monstruos o futuros distópicos, había un modo de mirar el mundo. Una manera de entender los vínculos, los valores, los ideales. Vivíamos en un planeta partido en dos por la Guerra Fría, en un continente que empezaba a salir de las dictaduras. El cine funcionaba como un refugio, un reservorio de fantasía que nos permitía imaginar universos paralelos donde la amistad salvaba, donde el bien triunfaba, donde los monstruos podían ser vencidos. En Jaws, de Steven Spielberg —estrenada en 1975, pero vista como ritual durante los 80— aprendimos el terror a lo que no se ve. En Friday the 13th, dirigida por Sean S. Cunningham en 1980, entendimos que el miedo podía hacerse con muy poco presupuesto y mucha imaginación. El cine de los 80 funcionaba como refugio ante la Guerra Fría y las dictaduras, ofreciendo valores y fantasía. Las películas de los ochenta nos decían que el cine se podía tocar. Que los monstruos eran de látex, que los efectos eran maquetas, que la magia era un artificio transparente. Y que precisamente por eso, era más humana. Entre Cocoon —la película de Ron Howard de 1985, ese encuentro hermoso entre vejez y juventud— y Cazafantasmas, entre Gremlins y Goonies, aprendimos a esperar. Esperar la cartelera. Esperar que llegara el VHS. Esperar que una película volviera a nuestras manos como un objeto que se podía rebobinar. La trama de Stranger Things 5 se sitúa en 1987, con Hawkins bajo cuarentena y el grupo enfrentando la amenaza de Vecna. Los puentes entre universos son una constante. Las conexiones se amplían. E.T., dirigida por Steven Spielberg en 1982, y Los bicivoladores, la película australiana de Brian Trenchard-Smith estrenada en 1983, donde un grupo de chicos en BMX atraviesa la ciudad como si cada pedaleo pudiera abrir una dimensión nueva, están también presentes. Entre ambas películas se armó una especie de mitología de la movilidad: las bicicletas como nave, como escape, como herramienta para desafiar al mundo adulto. La pandilla pedaleando junta, cruzando suburbios, barrios planos, rutas sin horizonte regresa como código generacional. La bicicleta como la primera forma de libertad. La primera posibilidad de entrar y salir de dos universos al mismo tiempo. La bicicleta, símbolo de libertad en E.T. y Los bicivoladores, regresa como código generacional. Stranger Things retoma esa espera y esa movilidad. Esa paciencia perdida y ese desplazamiento. Esa memoria. Y por eso, quizá sin querer decirlo, es una serie más silver que retro. Un abrazo generacional. Una forma de volver a casa sin viajar en el tiempo.

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