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  • Tensiones en torno al proyecto de Ley de libertad educativa

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 02/12/2025 04:54

    El nuevo proyecto de ley impulsa la educación en casa y otorga mayor protagonismo a las familias en la formación de los hijos Días pasados, se filtró el borrador de un documento, el proyecto de Ley de Libertad Educativa. Lo que allí se plantea no es una reforma más: es una señal del modelo de sociedad que el gobierno actual pretende construir. Se deja entrever un discurso de autonomía, de cierta libertad y el ideal de flexibilidad, desdibujando y quebrando el rol del Estado sostenido desde hace 150 años. A partir de su sanción, en 1884, la Ley 1420 de Educación Común garantizó tres principios fundantes para la escuela argentina moderna: la laicidad adoptando la escuela un espacio neutral y común y dejando la educación religiosa reservada al ámbito familiar o eclesial, no al aula; la obligatoriedad, es decir que todos los niños y niñas en edad escolar debían acceder a la educación primaria, buscando integrar a las nuevas generaciones de inmigrantes y unificar criterios básicos de ciudadanía y la gratuidad, donde el Estado se comprometía a financiar la educación común para garantizar que el origen social o económico no fuera una barrera de acceso. Entonces, la escuela se transformaba en un derecho, no en un privilegio de determinados sectores sociales. Estos tres pilares —laica, obligatoria y gratuita— configuraron por primera vez una política educativa nacional con sentido igualador y colocaron al Estado como garante de ese derecho, un rasgo que marcó la historia educativa argentina durante más de un siglo. Cambios sociales mediante, en 1993, se promulgó la Ley Federal de Educación N.º 24.195, sancionada durante el gobierno de Carlos Menem, con un cambio de estructura del sistema, redefiniendo competencias entre Nación y provincias, cuyo rasgo más distintivo fue la descentralización del sistema educativo y la transferencia a las provincias con la responsabilidad de administrar la educación primaria y secundaria, con lo cual cada jurisdicción pasó a definir políticas, diseños curriculares y gestión de recursos. Esta Ley provocó grandes debates pedagógicos y políticos por la fragmentación territorial, por la falta de inversión y por la desigualdad en la implementación. En el año 2006, con la sanción de la Ley 26206, la Nación recupera un rol rector fuerte: define políticas, fija estándares, coordina federalmente y financia; por ende, el Estado vuelve a su rol garante indelegable del derecho a la educación, reconociéndola explícitamente como bien público y derecho personal y social. Si bien la idea del derecho a la educación parecía un acuerdo incuestionable, la propuesta actual apuesta por un Estado no garante, sino con la función subsidiaria, donde las familias adquieren un protagonismo inédito debiéndose hacer cargo de la educación de sus hijos. Este desplazamiento modifica la arquitectura que ha sostenido el sistema y reabre discusiones históricas que, pensábamos, estaban saldadas. La pregunta es si todas las familias están en condiciones de hacerlo y quién gana y quién pierde con este cambio. Esta propuesta, en el art. 3, plantea la libertad educativa como el derecho de enseñar y aprender según sus propias convicciones, métodos y proyectos pedagógicos, habilitando el homescholling, por ejemplo; es decir, la posibilidad de aprender en casa. Lo interesante aquí es recordar el mandato fundacional de la escuela: la universalización de lo que antes era privilegio -la lectura, la escritura, el cálculo, las ciencias, las artes- y la construcción de un nosotros común, reconocerse como parte de la sociedad. ¿Cómo podrán las familias garantizar la socialización que la escuela logra en el devenir cotidiano? La lectoescritura es importante, pero también lo son las habilidades sociales que la escuela enseña y construye en la convivencia diaria: la solidaridad, la empatía, la responsabilidad y el compromiso. Otro de los puntos no menores en el proyecto de ley es que habilita instituciones con idearios propios —incluidos los religiosos— y permite que hasta un 25% del tiempo escolar se destine a contenidos opcionales que podría incluir historia de las religiones o formación espiritual. Además, promueven la formación de un Consejo escolar de padres que ejercerá función de dirección operativa para intervenir en asuntos estratégicos y de control institucional, el cual podrá contratar o remover a los docentes y al director (Art. 96). La pregunta es ¿quién controla y/o capacita a los padres para semejante tarea? Otro artículo sensible es la publicación de resultados de las evaluaciones por escuela. Si bien, más información fortalece la transparencia; sin políticas compensatorias, se abre el camino a la estigmatización de las escuelas que atienden a estudiantes en situación socioeconómica vulnerable. Los datos educativos estudiados muestran efectos indeseados: concentración de matrícula en instituciones con “mejores puntajes” y debilitamiento de la oferta estatal en barrios populares cuyos resultados son más pobres. El riesgo es evidente: si el piso común de saberes se fragmenta, la cohesión social se resquebraja. Entonces ¿puede la libertad ser real cuando las condiciones de partida son profundamente desiguales? El planteo no es un dilema: “más libertad” o “más Estado”. Una libertad que no considere las asimetrías preexistentes termina consolidando jerarquías. Sin embargo, una libertad articulada con responsabilidad, financiamiento diferenciado, controles claros y políticas de justicia educativa podría abrir caminos innovadores y necesarios. Lo que está en juego no es una ley, es la definición del espacio público donde los niños se encuentran con otros; es la posibilidad de que la escuela siga siendo un lugar donde se aprenden derechos, la convivencia democrática, la diversidad cultural y la ciudadanía crítica. La educación es el territorio donde se juegan oportunidades vitales y proyectos de vida, no la dejemos librada al azar.

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