27/11/2025 06:35
27/11/2025 06:34
27/11/2025 06:34
27/11/2025 06:34
27/11/2025 06:34
27/11/2025 06:34
27/11/2025 06:33
27/11/2025 06:33
27/11/2025 06:33
27/11/2025 06:33
Buenos Aires » Infobae
Fecha: 27/11/2025 04:57
Celia Ortiz de Montoya, pionera de la educación y la pedagogía en la Argentina Celia Ortiz de Montoya fue docente y adelantada a su tiempo: proponía algo que en su época rozaba la audacia. Quería generar en la escuela “una atmósfera lo más alegre y desintelectualizada posible”, deseaba que la rodeara un clima donde la libertad dejara de ser excepción para convertirse en hábito. Era un planteo que alteraba al sistema educativo argentino, tan riguroso. Fue docente cuando las aulas estaban gobernadas por la disciplina, los escalafones y una autoridad del maestro que no admitía grietas, pero que no se basaba en un respeto sino en el miedo que la autoridad casi suprema imponía. Enseñar era un mandato cerrado; aprender, un ejercicio de obediencia silenciosa... La palabra “creatividad”, casi ni se oía; pero si aparecía, lo hacía como un arrebato que merecía castigo. En ese contexto, Celia eligió otra dirección y se convirtió en la primera doctora en Pedagogía de la Argentina y pionera de la renovación de la enseñanza en la década de 1930. Fue a contramano del dogma positivista impuesto, imaginó aulas donde el pensamiento pudiera moverse sin miedo, donde la creatividad no tuviera que pedir permiso... Ese gesto, tan simple y tan radical, terminó delineando su lugar en la historia pedagógica del país. Aula de escuela de los años 1930 en Argentina Una ruptura silenciosa con la norma En la Argentina de comienzos del siglo XX, la escuela se sostenía sobre una estructura muy rígida. El normalismo había construido un templo de certezas: programas fijos, exámenes ritualizados, maestros que administraban verdades y alumnos destinados a recibirlas sin cuestionamientos. En ese escenario, la irrupción de Celia fue algo más que inquietante: significó una ruptura silenciosa con lo establecido y se convirtió ante los ojos de sus colegas en alguien difícil de convencer de que su camino no era el correcto. Ella sabía que lo era. Su vida académica arrancó temprano, desde chica ya revelaba en ella una ambición distinta. Nacida en Paraná en 1895, se formó como maestra en la Escuela Normal de Paraná, donde se graduó en 1915; apenas unos años después, obtuvo el título de Profesora de Pedagogía y Filosofía en la Universidad Nacional de La Plata, en 1918, y en 1921 alcanzó el de Doctora en Ciencias de la Educación. Pero ese logro no la acomodó en el lugar institucional que todo el sistema esperaba de ella; más bien, la impulsó a mirar con otros ojos el mundo que la rodeaba. Como ese recorrido fuera poco, surgieron las ganas de seguir aprendiendo y formándose. Así, viajó a Europa donde consolidó la idea que tomaba como una simple intuición: la escuela no tenía por qué ser un lugar de contención de la curiosidad, sino un espacio para su despliegue. Allí conoció perspectivas que desbordaban la tradición disciplinaria argentina, tomó ideas que iban desde la sensibilidad del filósofo y pedagogo Jean-Jacques Rousseau, que valoraba la libertad y el desarrollo natural del niño, hasta corrientes que desafiaban la rigidez del positivismo y celebraban la creatividad y la energía de la vida en las aulas. Eso la hizo regresar con una convicción que nunca abandonaría: la educación debía convertirse en un territorio vivo, no en una maquinaria de reproducción. Fue una figura central en la historia educativa argentina y promotora de nuevos enfoques pedagógicos a lo largo de su vida Ese choque entre lo nuevo y lo que esperaba hacer marcó el pulso de toda su vida y obra. Mientras el sistema local insistía en que había que tener aulas ordenadas como cuarteles, Celia proponía atmósferas, climas, modos de estar distintos. Mientras la pedagogía hegemónica se enorgullecía de su objetividad, ella defendía la alegría como método y la libertad como fundamento. No porque creyera en un romanticismo ingenuo en el arte de educar, sino porque veía en esos gestos la posibilidad de formar personas capaces de pensar por sí mismas, y no simples obedientes. Su idea de la creatividad tampoco buscaba adornar el programa escolar. No era un agregado simpático, sino una declaración de principios. La creatividad (eso que el normalismo miraba con sospecha) era para ella una fuerza profundamente humana, la herramienta capaz de abrir caminos donde la lógica repetitiva solo ofrece pasillos estrechos. Por eso insistía en que la escuela debía dejar de ser un dispositivo de copias para convertirse en un espacio donde cada estudiante pudiera ensayar versiones de sí mismo. El punto culminante de este impulso transformador fue la experiencia de Educación Integral Activa, implementada en 1931 en la Escuela Normal de Paraná. A simple vista, podía parecer un experimento pedagógico, pero en realidad, era un desafío estructural: integrar cuerpo, pensamiento, sensibilidad y expresión en tiempos en los que cualquier desviación del programa oficial se leía como un acto de indisciplina. La experiencia duró solo un año. La intervención política que marcó el inicio de la Década Infame la clausuró sin argumentos pedagógicos, pero con la clara sospecha de que ese proyecto estaba proponiendo una manera distinta de estar en el mundo. Para un país que todavía confiaba en la obediencia como método, eso era demasiado... Sin embargo, la interrupción no apagó su impulso. Celia continuó escribiendo, enseñando, pensando. Publicó más de cuarenta libros, desde manuales históricos hasta profundas reflexiones filosóficas sobre el sentido de educar. En todas ellas habla de una pedagogía que se anima a mirar a las personas antes que a los contenidos, una ética de la libertad que no necesita grandes manifiestos para hacerse sentir. Incluso cuando fue cesanteada hacia el final del gobierno de Juan Domingo Perón, su voz no se apagó. Su acción nunca dependió del cargo que ocupara; su fuerza no provenía del poder institucional, sino de una convicción íntima que sostenía con rigor y delicadeza. Esa constancia es, quizás, uno de los rasgos más propios de su figura: la capacidad de resistir sin estridencias, sin renunciar a la complejidad, sin plegarse a los dictados del momento. Clase de costura, 1925 (Archivo General de la Nación / Secretaría de Cultura de la Nación) Pensar contra la corriente La obra de Celia Ortiz de Montoya está atravesada por una pregunta tan sencilla como radical: ¿para qué educamos? El sistema normalista, que se implementaban en las Escuelas Normales, estaba pensado para formar ciudadanos ordenados, útiles y previsibles. Pero ella ofreció otra idea: alentar a que cada persona encuentre su propio potencial; idea que, durante décadas, resultó incómoda o directamente las dejaron en el olvido. La escuela que ella imaginó no era sin docentes, ni una utopía sin estructura. Era, más bien, una escuela donde la autoridad no se confundiera con la imposición y donde el saber no se volviera un muro. La autoridad, en su mirada, debía ser una guía, no una figura incuestionable; el conocimiento, una invitación, no un límite. Por eso insistía en la horizontalidad pedagógica, como una forma de reconocer que nadie aprende en soledad ni desde el miedo. Esa visión, hoy tan cercana a las pedagogías críticas contemporáneas, era en su época un acto de insubordinación intelectual. Mientras el sistema vigente —positivista— pretendía medirlo todo, clasificarlo todo, controlarlo todo, Celia abría espacio para lo imprevisible, para aquello que no puede estandarizarse. Y en ese gesto, profundamente filosófico, daba cuenta de la comprensión de la condición humana. Su libro La Historia de la Educación y la Pedagogía repasó de manera clara las tradiciones que habían marcado la enseñanza occidental, pero sin aceptar que el pasado determine el presente. Más tarde, en La problemática filosófica educativa del siglo XX, profundizó esa mirada crítica, vinculando ideas con prácticas concretas, sin que la teoría se volviera inaccesible. Quienes trabajaron con ella recuerdan su manera singular de dialogar: siempre atenta, siempre abierta, siempre precisa. No imponía idea, proponía. Ese estilo, suave y firme a la vez, hizo que muchos de sus aportes circularan de manera subterránea, influyendo más de lo que la historia oficial reconoce. Recibió múltiples reconocimientos internacionales a lo largo de su vida aunque no fue profeta en su tierra: en 1965, la Asamblea Latinoamericana de Educación le otorgó la Orquídea de Homenaje a la Mujer Latinoamericana; en 1969 fue nombrada Profesora Emérita de la Universidad Nacional del Litoral, y en 1977 el Congreso Internacional de las Naciones la reconoció como Ilustre Parlamentaria. Falleció el 8 de diciembre de 1985, a los 90 años.
Ver noticia original