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Parana » Ahora
Fecha: 26/11/2025 05:29
Todos los días me pregunto cuántas cosas dejó de hacer mi madre por mí, no porque yo se lo impidiera con voluntad, si no simplemente por ser mi madre. Cuántas actividades postergó, anuló, tapó con cenizas hasta ahogarlas. Me imagino que tantas que ni siquiera las recuerda. Desde tomar un té hasta hacer un viaje, desde tener silencio hasta poder ir al médico. Hay un corrimiento entre la mujer que nace y la madre que aparece en el mismo cuerpo. Una cabeza que se desdobla, un latido que teme si no escucha los ecos de sus cuevas. Estos días iba a: ir a un ciclo de lecturas, pasar tiempo en un hotel, descansar, leer, tomar sol, escribir, tomar taller, estar con una amiga, salir a comer. Eran cuatro días y estaba bien repartida entre tareas: mi mayor tiempo transcurre habitualmente en la casa, desde donde trabajo y cuido en simultáneo, a veces sola, a veces con otras personas, pero el mamá es inequívoco. No se pronuncia mamá en otro tiempo más que en el de la urgencia. Mi hija se enfermó, el perro se lastimó, la caída de mis planes era inminente: nadie cuida sin reparos como la madre. Y yo soy la boca del desagüe de todas las madres que se olvidaron de ellas. Reniego verbalmente porque lo pienso, en lo físico no me corro del costado del cuerpo de Francisquita mientras vomita, no suelto su frente ante al inodoro, no duermo sin escuchar cómo respira. Decirlo no me da paz, me deja más de boca ante el precipicio: escribo para desarmar la madre que opera por encima de todo. Hay un caparazón hecho a medida de un solo cuerpo, la mujer crece sabiendo que puede hacerse madre si no escapa. No estoy en contra de tener o no tener hijxs, mi enfrentamiento es con la idea que nos pusieron, con el armazón que nos dejaron estacionado en la puerta de la sala de parto: si parís te metés acá. Un varón que es padre no deja de hacer más allá de estas circunstancias. Sus hijxs enferman y hay personas que cuidan mientras va a cumplir con sus deseos y obligaciones. Nadie se complica en entender esto. Cuando llega a un lugar, no se le pregunta con quién dejó a sus niñxs, ni cómo está de horario con las cosas de la casa, ni cómo fue convertirse en padre. No existen esas preguntas en el universo de los hombres, sólo se arrima a la postura desde la madre en testamentos que exhiben el mío además de compañero es un gran padre. Es decir, de nuevo la madre se hace cargo de parir al padre. Hay una parodia muy ilustrativa en el inicio de la película de Barbie de Greta Gerwing. Cuando comienza el film dice que a las niñas se les enseña siempre a cuidar bebés, dar de comer, lavar y planchar la ropa. Las nenas están en sepia con un hartazgo que conmueve hasta que aparece Barbie que puede ser doctora, presidenta, veterinaria y no solo mamá. Con la Barbie se juega. Mientras escribo esto, en simultáneo mi hija me pide que le coloque la cabeza a una Kelly, así que articulo experiencias y evocaciones en un continuo enrosque de pensamiento y giro que roza lo literal. Pienso en la frase de Tilie Olsen “demasiada vida entra en esta casa”, mientras regreso con un pijama sucio, la niña tuvo gastroenterocolitis y eso implica descomposturas e imprevistos, me cuesta el despegue de lo que escribo con lo que vivo. Escribió Anne Sexton en 1961: “Levantarse a las 6, desayunar por turnos, preparar la comida, y luego, si no hay nadie enfermo, o no es día festivo o cualquiera de los otros quirófanos, se trabaja hasta las 4, a veces más tiempo o una tarde entera, dependiendo de la carga de las tareas domésticas, compras, mandados, gente, crisis familiar o de amigos del momento”. La mujer que es madre y escribe primero es madre y después escribe, si puede. En El nudo materno Jane Lazarre dice que “el nudo materno nos enseña que ser madre es lo mejor del mundo y es también lo peor; que ser madre es tener un poder omnímodo sobre otro y es también ser esclava de ese otro; que ser madre es una identidad que te devora hasta el punto de no poder ser otra cosa y es también (dolorosamente) compatible con seguir siendo hija y otras muchas cosas más. Este saber maternal no solo nos puede ayudar a reconciliarnos con nuestra ambivalencia, sino que nos ofrece un esquema de pensamiento capaz de ir más allá de dicotomías estériles —dependiente/independiente, naturaleza/cultura y tantas otras— y de salir del ámbito que lo vio nacer para circular fructíferamente por terrenos como la filosofía, las ciencias sociales o la política.” Me enredo y me confundo, avanzo y retrocedo. Lavo una prenda, mido la temperatura con los labios, recuerdo el gesto de mi madre, sostengo la risa de mi hermana, compro y pago los alimentos que puedo preparar para que ingiera mi hija enferma y otros para los que están saludables, controlo de reojo el tiempo y, mientras todo eso sucede, escribo. Apoyo los cuadernos entre canteros y desmalezo. Mi hija pregunta el nombre de las cosas y supone que las plantas que no arranco son “buenezas y las que sacás malezas”. Me parece bien su lógica. Entre mujeres y madres, buenazas y malezas, entre la paja y el ojo: se escribe. No castigo a nadie poniéndole palabras a lo que atraviesa una madre que se dedica a la escritura, ni sobre mis devaneos por las pérdidas de la condición de mujer frente a los hijxs. Escribo para entender y desentender. Sirve que haya mujeres sumidas en el cuidado sin pensarse nunca, porque el de sostener otros cuerpos es trabajo que no se paga bien. Sirve que la culpa de la madre inmovilice, que no sea la misma que la del padre que puede arribar a la fuga comprensible. Siempre es comprensible que haya un disparo, que las piernas se alejen no podía hacer nada más que irme. Te entiendo, te entiendo, caricia al lomo. Las expectativas de los padres no pasan por lo dedicados que sean con sus hijxs, si no por lo bien o mal remunerados que sean en sus trabajos. Su éxito está en demostrar al afuera, con gestos concretos que relucen en vestimenta, autos, casas o viajes, tiempo de ocio para ver un partido, un grupo de música, practicar un deporte. Las mujeres cuando maternamos y trabajamos, terminamos nuestras labores para asumir la de lxs hijxs. Sísifo y la piedra en la espalda de la madre. Entiendo que baje la natalidad en nuestro país, muchos cuerpos gestantes deciden no tener hijxs porque en principio no logran permanecer en vínculos de pareja o ya no les interesa, porque su cuerpo está agotado de las tareas laborales, porque no tienen dinero suficiente para mantenerse a sí mismas, porque prefieren estudiar y tienen como meta posiciones más altas en sus trabajos, porque desean viajar, porque el concepto de familia está desplazado de su centro de deseo, etc. Algunas veces temo que haya más de esas juventudes que se extiendan en un plazo infinito de espera del otrx. Sin gestión de la propia vida y en una demanda constante a sus progenitores, gente joven que es hija para siempre porque no dimensiona lo que conlleva el no hacerse cargo. Madres viejas y padres ancianos que jamás se jubilan de lxs hijxs que exigen que les mantengan las comodidades por toda la eternidad. Me parece horrible cuando dicen que la deuda con los padres, se paga con los hijos. Siento que hay algo más humano cuando se encarna el gesto del cuidado de alguien que no es uno mismo. Cuando se sale del propio cuerpo, cuando la prioridad no es ese yo gigante que crece hasta ensombrecer todo. Mientras mi nenita duerme leo a Helene Cixous que habla de la lengua y de cómo la escritura atropelló su vida. Dice: Hay una lengua que yo hablo o que me habla en todas las lenguas. Una lengua a la vez singular y universal que resuena en cada lengua nacional cuando quien la habla es un poeta. En cada lengua fluyen la leche y la miel. Y esa lengua yo la conozco, no necesito entrar en ella, brota de mí, fluye, es la leche del amor, la miel de mi inconsciente. La lengua que se hablan las mujeres cuando nadie las escucha para corregirlas. Mi madre dejó por cada uno de los cinco hijos miles de cosas por hacer. Cosas que pronunció frente a nosotrxs. No como reclamo, si no como ubicación frente a la vida, por no tener alternativas o por ni siquiera tener ganas de buscarlas. Pero en el acto de decirlas liberó un montón de mandatos. Como si al hablar, y por el simple hecho de dejar que el lenguaje descubra, no negoció del todo su lugar. Ahí siento la liberación de la lengua, la no espera de la sumisión.
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