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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 26/11/2025 04:40
El vuelo final del Concorde tuvo lugar el 26 de noviembre de 2003. Luego, fue retirado del servicio. Hoy, todos sus exponentes son exhibidos en diferentes museos del mundo (Chris McKee) Era el rey de los cielos y, para estar a tono con el título, su vuelo final fue pensado y ejecutado para que pareciera el recorrido de la carroza mortuoria y el cortejo fúnebre de un monarca llevado hasta su destino final. El miércoles 26 de noviembre de 2003, el avión supersónico Concorde G-BOAF, de British Airways, apuntó a la pista y aterrizó suavemente en la pequeña terminal aérea de Bristol Filton, en el suroeste de Inglaterra, como escala final antes de ser trasladado al Museo de Aviación. Así, discretamente después de mucha pompa, el avión más lujoso, rápido y glamoroso del mundo daba sus hurras finales luego de más de tres décadas de atravesar el Atlántico en los vuelos de menor duración de la historia de la aviación comercial, uniendo París y Londres con Nueva York. La ceremonia final, con ese viaje de exhibición desde el Aeropuerto de Londres-Heathrow, sobrevolando el puente colgante Clifton antes de tocar definitivamente tierra en la pequeña pista de Bristol Filton, fue también la culminación de la crónica de una muerte que había sido anunciada en abril de ese mismo año, cuando Air France y British Airways habían informado el inminente final de sus vuelos con el avión supersónico. La agonía de los Concorde había sido larga y dolorosa, pero sus vuelos finales —porque hubo más de uno— se parecieron a esa mejoría que algunos pacientes muestran poco antes de morir. En tiempos que la demanda de asientos había bajado de manera drástica, esos últimos vuelos se hicieron con los aviones llenos. Después de anunciar que retiraría a los Concorde de su flota, Air France realizó el último vuelo comercial transatlántico el 30 de mayo de 2003, desde París a Nueva York, con un avión cuyo pasaje estaba integrado exclusivamente por personalidades y empleados jerárquicos de la empresa. Luego, el mismo avión hizo varios vuelos de exhibición en territorio estadounidense hasta volver a Francia el 27 de junio, cuando aterrizó en Toulouse para no despegar nunca más. British Airways ofreció un programa de despedidas mucho más prolongado, en tiempo y en distancias. Era como si el Concorde se negara a pasar a retiro. La compañía de aviación inglesa hizo un recorrido final por Canadá y los Estados Unidos, que empezó el 1 de octubre en Toronto y terminó el 14 de ese mismo mes en el Aeropuerto Dulles de Washington D.C. A eso siguió otra gira de exhibición por el Reino Unido, durante la cual los Concorde de British visitaron Birmingham, Belfast, Manchester, Cardiff y Edimburgo, viajando siempre desde el Aeropuerto de Heathrow a baja altura, para que todos pudieran verlos desde tierra. El destino final del último de los Concorde que levantó vuelo fue ese pequeño aeropuerto de Bristol Filton, casi a la vista de nadie, como para que esa especie de muerte del avión supersónico más rápido de la historia tuviera una debida y respetuosa intimidad. Un avión supersónico Concorde retirado de British Airways es transportado en una barcaza por el río Este, el miércoles 13 de marzo de 2024, en Nueva York (AP Foto/Peter K. Afriyie) Un emblema de la Guerra Fría Fue también la despedida de un símbolo porque, además de ser el avión comercial más veloz del planeta, el Concorde había desempeñado un papel fundamental en la competencia tecnológica y propagandística entre Occidente y la Unión Soviética durante la Guerra Fría. Y allí había triunfado. Producido por un consorcio anglo-francés, fue puesto en el aire en 1969 y rompió por primera vez la velocidad del sonido en noviembre de 1970. Sus diseñadores no se habían conformado con eso y nueve años después, a fines de 1979, logró duplicarla cuando el avión alcanzó una velocidad de 2.500 kilómetros por hora durante 53 minutos en un vuelo regular. Mientras que los aviones comerciales subsónicos demoraban alrededor de 8 horas en completar un viaje entre París y Nueva York, el Concorde —con sus motores Rolls Royce— solo necesitaba alrededor de 3 horas y 30 minutos. La altitud máxima que alcanzaba era de 18.300 metros y su velocidad de crucero era de 2410 kilómetros por hora, más del doble de la velocidad media de los aviones convencionales. Más allá de esas cuestiones técnicas era un avión de lujo, con capacidad para cien pasajeros, que sólo podían utilizar quienes desembolsaran los 9.000 dólares que costaba el pasaje. Claro que su andar silencioso, la canilla libre de champagne a bordo, los bocaditos de caviar y el catering preparado por los más famosos chefs franceses hacían olvidar el precio a los pasajeros que se acomodaban en sus filas de cuatro asientos, mucho más cómodas que las filas de siete que ofrecían los Boeing. La victoria sobre sus competidores soviéticos había sido rápida. El proyecto supersónico Tupolev, diseñado por el ingeniero ruso de ese mismo nombre, había abortado trágicamente después de que dos de sus motores se incendiaran en el aire en 1973 durante una exposición aeronáutica en Le Bourget, Francia. En cambio, el Concorde seguía surcando los cielos a una velocidad imposible de igualar. Se lo consideraba, también, el avión más seguro del mundo, y no era una simple cuestión publicitaria sino que ese calificativo se sostenía con datos: a excepción de un aterrizaje con un neumático desinflado en 1979 en Nueva York, sin ninguna consecuencia para sus pasajeros más que un pequeño sacudón en el carreteo, había entrado al siglo XXI con un récord que ningún otro modelo de aeronave comercial podía ostentar: el Concorde llevaba más de tres décadas de vuelos sin accidentes. Fue así hasta el martes 25 de julio de 2000, en París, cuando el avión y su prestigio se vinieron abajo apenas tres minutos después de despegar con un saldo de 114 víctimas en uno de los accidentes más trágicos y espectaculares —porque fue a la vista de todos— de la historia de la aviación comercial. Después de 31 años de surcar invicto los cielos del mundo, el primer y único accidente protagonizado por un Concorde, el 25 de julio de 2000, con un saldo de 114 víctimas, lo puso en un camino sin retorno hacia su desaparición (AP) “¡Hay fuego en uno de los motores!” Ese día, en las afueras de la capital francesa, comenzó a escribirse el certificado de defunción de los Concorde. Los relojes del Aeropuerto Internacional Charles De Gaulle marcaban exactamente las 16 horas, 44 minutos y 55 segundos, cuando el vuelo 4590 de Air France con destino a Nueva York carreteaba por la pista principal a más de 300 kilómetros por hora para levantar vuelo. De pronto, un grito desesperado del operador de la torre de control retumbó en la cabina del avión: —¡Detengan el despegue! ¡Hay fuego en uno de los motores! —Avería en el motor número 2 —respondió el piloto Christian Marty con voz calma—. El fuego se extiende. Es tarde para frenar. Subiremos y viraremos hacia Le Bourget para aterrizaje de emergencia. El avión pudo levantar vuelo, seguido por una larga estela de fuego que salía de su flanco izquierdo. El piloto lo hizo girar con una maniobra que pareció una pirueta, pero ya no había nada que hacer: la aeronave cayó sobre un maizal a cinco kilómetros de la pista, a pocos metros de un hotel, y explotó. El reloj marcaba las 16.47, todo había ocurrido en poco más de dos minutos. A bordo viajaban 100 pasajeros y 9 tripulantes. Con sus depósitos llenos de combustible, al tocar el suelo el avión estalló y se desintegró en miles de pedazos. Una de las partes incendiadas voló hasta un hotel de la cadena Hotelissimo, de 45 habitaciones, construido totalmente en madera. Las llamas se difundieron con rapidez y dejaron sin escapatoria a cinco huéspedes, que murieron quemados. El saldo total fue de 114 víctimas. Después de 31 años de surcar invicto los cielos del mundo, el primer y único accidente protagonizado por un Concorde lo puso en un camino sin retorno hacia su desaparición. Porque pronto habría una víctima más: el propio rey de los cielos. Sospechas sobre una pieza Desde el momento mismo en que se apagó el último foco de incendio, los bomberos dejaron las operaciones a cargo de un grupo de expertos aeronáuticos, que rastrearon las partes de los restos necesarias para las pericias del accidente. “Presten atención a ver si encuentran algún pájaro”, fue una de las órdenes que dieron. No descartaban que algún ave se hubiera introducido en el motor causando la falla. A medianoche encontraron las cajas negras, que fueron llevadas inmediatamente a París. La investigación oficial, con la carátula de “homicidio involuntario”, quedó a cargo de la Fiscalía del Tribunal de Gran Instancia de Pontoise, que de inmediato ordenó la suspensión de todos los vuelos Concorde en Francia. Casi al mismo tiempo, el director de Comunicaciones de Air France, François Bouzet, trataba de apagar otro incendio. Una de las primeras informaciones que lograron obtener los periodistas fue que el vuelo había despegado con 66 minutos de atraso por “inconvenientes técnicos”. Ahí podía estar la clave del accidente. En la conferencia de prensa que Bouzet brindó en el mismo Aeropuerto Charles De Gaulle, un cronista insistió en que explicara de qué inconvenientes técnicos se trataba. —El piloto Christian Marty y el copiloto Jean Marcot ejercieron su derecho a exigir un chequeo técnico antes de partir — respondió Bouzet. —¿Qué resultó de esa revisación? —repreguntó el cronista. —El comandante Marty insistió en que se reemplazara una pieza del motor número 2 del avión… —¿Podría identificar la pieza? —lo interrumpió el periodista. —El rear thrust (impulsor de reversa) —dijo Bouzet y esperó la pregunta que no podría evitar. —¿No fue el motor número 2 el que se incendió? —Sí, pero es absolutamente imposible en este momento atribuir a esa reparación el origen del accidente. Ruego que no se dejen llevar por rumores infundados —contestó. Era la única respuesta posible, a la que solo pudo agregar una imploración. "Concorde en llamas y a segundos del desastre" tituló The Guardian la noticia sobre el accidente del 25 de julio de 2000 (Reuters) Versiones de todo tipo El ruego de François Bouzet no tuvo efecto, porque a esa altura lo que sobraban eran los rumores. Uno de ellos era muy sugestivo: si había una falla en alguno de los motores, una alarma debería haber sonado en el momento en que se iniciaban las tareas de despegue, lo que habría permitido que el piloto lo abortara. Si la alarma no había sonado, era evidente que los sistemas de seguridad habían fallado. Era una de las líneas de investigación que estaban siguiendo los expertos. “El piloto se dio cuenta de que había una avería en el motor número 2, pero ya no estaba en situación de poder frenar el aparato debido a la velocidad”, adelantó ese mismo día la vocera de la Fiscalía, Elizabeth Senot. Para colmo, André Turcat, el piloto que había comandado el primer vuelo experimental de un Concorde en 1969, arrojó más leña al fuego. El experimentado aviador dijo que, en su opinión, la causa del accidente era mucho más grave que una simple falla del motor. “De ser así, la tripulación habría podido constatarlo cuando el avión iba a una velocidad de 300 kilómetros por hora. A esa altura todavía es posible frenar la aeronave. Es algo bien demostrado, certificado y para lo cual todos los pilotos Concorde han sido entrenados. De modo que tuvo que ser algo mucho más grave”, dijo y multiplicó las sospechas de que la empresa intentaba ocultar algo desviando la atención hacia otras posibilidades. Los fabricantes del motor Snecma Olympus no tardaron en sumarse a la discusión. Con su producto en la mira de todo el mundo, la empresa salió a defenderlo con uñas y dientes: “En 24 años de ejercicio y casi un millón de horas de vuelo, jamás se experimentó el más mínimo problema”, explicó desde Londres el director de Relaciones Públicas de Rolls Royce, Steve Fushelberg. Otro dato sensible era que el Concorde del accidente era el más antiguo de los 13 aviones que estaban en operaciones. Había sido fabricado en 1975 y tenía 11.989 horas de vuelo. El año anterior le habían hecho un chequeo completo y cuatro días antes de la tragedia había pasado su último control reglamentario. No fueron pocos los que sugirieron que el revolucionario avión supersónico se estaba poniendo demasiado viejo para volar con seguridad. A causa de la tragedia de Le Bouget, los vuelos de aviones Concorde fueron suspendidos más de tres meses, mientras duró la investigación sobre la causa del accidente. El resultado del trabajo de los peritos fue sorprendente: lo que originó la tragedia fue un descuido que nada tenía que ver con el avión, ni con sus mecánicos, ni con los pilotos. La Oficina Francesa de Investigación de Accidentes Aéreos determinó, a partir del contenido de las cajas negras y del análisis de los restos, pero fundamentalmente por el análisis de grabaciones de video del Aeropuerto, que la falla en el avión había sido causada por una cinta metálica que se había desprendido de otro avión, un DC-10 de Continental Airlines que había despegado minutos antes que el Concorde. Ese fragmento de metal que había quedado sobre la pista sin que nadie lo viera perforó uno de los neumáticos del Concorde cuando el avión ya estaba a 300 kilómetros por hora. El neumático explotó y uno de los trozos de goma que se desprendieron golpeó contra uno de los tanques de combustible, lo que hizo reventar una de las válvulas situada en el ala izquierda. Eso había provocado una fuga de combustible que, al entrar en contacto con las chispas de un cableado afectado por el golpe, provocó el incendio. La investigación del accidente del Concorde determinó que la falla había sido causada por una cinta metálica que se había desprendido de otro avión que había despegado minutos antes. Ese fragmento de metal que había quedado en la pista perforó uno de los neumáticos del Concorde que explotó desencadenando el incendio (Reuters) La heroica frialdad del piloto Además, las grabaciones de las cajas negras del Concorde revelaron que, gracias a una acción heroica y desesperada del piloto del avión, se había evitado una catástrofe mucho peor. La pirueta extraña que el Concorde había hecho en el aire antes de estrellarse se debió a que el comandante Christian Marty había tenido la lucidez —ya con la seguridad de caer a tierra y morir— de cambiar el rumbo del avión para impedir que cayera sobre un área poblada, donde había un hospital y varios hoteles. De no haberlo hecho, el número de víctimas se hubiese multiplicado. “Si no fuera por el piloto, la tragedia podría haber sido mucho mayor: cuando vio que ya no podía dominar el aparato y que iba a caer, evitó la aglomeración de hoteles de Le Bourget y con una enorme sangre fría apuntó a una zona descampada”, dijo el vocero de los investigadores al dar a conocer el informe final sobre el accidente. La heroica acción del piloto Christian Marty hizo que un colega ya retirado, el excomandante de Concorde Claude Hetru, se sumara a lo que había establecido el informe: “Cuando uno pilotea un Concorde no está piloteando un avión, está piloteando un Concorde. Es algo especial, único… Y sus pilotos, perdonen la falta de modestia, también lo somos”, dijo a los periodistas que requirieron su opinión. El 6 de diciembre de 2010 —más de una década después del accidente—, Continental Airlines y John Taylor, uno de sus mecánicos, fueron declarados culpables por homicidio involuntario, al ser responsabilizados por el desprendimiento de la cinta que había causado el accidente del vuelo 4590. Ya era tarde. Hacía más de siete años que los Concorde no surcaban el cielo. Desde el accidente del 25 de julio de 2000, el número de pasajeros de los aviones supersónicos había bajado tanto que hacía económicamente insostenible hacerlos despegar. A eso se agregaron las secuelas del atentado contra las Torres Gemelas, en septiembre de 2001, que afectaron la demanda de pasajes de todas las compañías aéreas y terminaron de sellar el destino del rey de los cielos. En la actualidad, los 16 aviones Concorde que utilizaron Air France y British Airways y dos de sus prototipos están en exhibición en distintos lugares del mundo. Así, el avión más rápido de la historia quedó convertido en una vieja pieza de museo.
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