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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 22/11/2025 05:21
El video filmado en 8mm. de Abraham Zapruder que muestra el momento en que le disparan a John F. Kennedy en Dallas Fue un personaje fascinante, también contradictorio y brillante, un político joven de un tiempo ya pasado y devorado, que le dio un impulso sensacional a la década del 60 del siglo pasado, aquellos años que prometían paz y flores y terminaron en sangre y tragedia. Desde la presidencia de Estados Unidos y en el breve lapso de su gestión, desde el 20 de enero de 1961 hasta el 22 de noviembre de 1963, cuando fue asesinado a balazos en la Plaza Dealey de Dallas, Texas, John Fitzgerald Kennedy prometió a una joven generación, la que había regresado de la Segunda Guerra y a sus hijos nacidos después de 1945, un mundo nuevo en el que la guerra fuese cosa del pasado, los derechos humanos fuesen respetados en todo el mundo y el desarrollo social fuese el nuevo nombre de la paz. Y extendió esa promesa y ese desafío al resto del mundo. Casi lo consigue. Propuso el final de la Guerra Fría, que tardó más de medio siglo en llegar, si es que de verdad llegó; impulsó la consagración de los derechos civiles para la población negra de su país, que recién fueron sancionados después de su asesinato; en los inicios de aquellos años 60, propuso una ley en beneficio de la mujer que bautizó “Equal pay, equal opportunity – Igual pago, igual oportunidad” que terminó con las diferencias salariales basadas en el sexo; resolvió poner a un astronauta americano en la Luna, y traerlo de regreso que era lo más difícil, antes de que terminaran los años 60; bregó por un programa de salud que beneficiara a las clases sociales con menos recursos, una idea que sus opositores republicanos le bocharon en el Congreso: lo mismo harían con una iniciativa similar del presidente Barack Obama más de medio siglo después; en junio de 1963 Kennedy planteó una nueva relación con la Unión Soviética en la que las dos potencias alcanzaran a vivir más unidas por las ideas en común, antes que divididas por sus diferencias; no lo dijo con estas palabras, pero ese fue el espíritu de su formidable mensaje del 10 de junio de 1963 en la American University de Washington. Cinco meses y medio después de ese discurso, Kennedy yacía con la cabeza destrozada a balazos en una camilla del hospital Parkland de Dallas. Tal vez la sangre y la tragedia que puso fin a la esperanza de los años 60 hayan nacido aquel mediodía soleado de Texas. La temprana muerte de Kennedy a los cuarenta y seis años, la oscuridad que rodeó y rodea su asesinato a seis décadas de aquellos disparos, el misterio, el enigma, el secreto, la ocultación, la impostura y la hipocresía que rodearon al crimen y a su presunto asesino, Lee Harvey Oswald, asesinado a su vez dos días después en el Departamento de Policía de Dallas a la vista de todo el mundo, fue el primer asesinato de la historia televisado en directo, y a manos de un mafioso archiconocido por la policía; la historia oficial del asesinato del magnicidio elaborada por la Comisión Warren creada por el sucesor de Kennedy, Lyndon Johnson, que determinó que existió un solo tirador y que ese único tirador fue Oswald; la cantidad de evidencias que a lo largo de seis décadas refutaron ese informe oficial; los años de silencio y las decenas de teorías conspirativas que rodearon el crimen, todo hace de la tragedia de Dallas uno de los hechos más trascendentes del siglo pasado. Sin embargo, escarbar en el crimen es un ejercicio de tontería. Quienes apretaron los gatillos, quienes ordenaron que fuesen apretados, quienes encubrieron el crimen, que fue un crimen de Estado, quienes debieron custodiar con más celo al presidente, los agentes encubiertos de la CIA y del FBI que deambularon por Dallas aquel mediodía fatídico, están todos muertos. Nadie que no haya hablado entonces hablará ahora. Sin embargo, y pese a la promesa no cumplida del presidente Donald Trump de liberar todos los archivos secretos y a seis décadas del crimen todavía reinan el secreto y las sombras. Lee Harvey Oswald, considerado el único asesino de JFK La personalidad de Kennedy y su breve gestión de gobierno son más ricas que su asesinato. Fue el primer presidente católico de Estados Unidos, el primero nacido en el siglo XX y el más joven en llegar a la Casa Blanca: tenía cuarenta y tres años cuando ganó las elecciones de 1960 y cuando asumió su cargo la helada mañana del 20 de enero de 1961, ante la mirada del titular de la Suprema Corte de Justicia, Earl Warren, que menos de tres años después presidiría la Comisión que investigó, al menos debió hacerlo, el asesinato del presidente. Esa mañana, Kennedy anunció que empezaba una nueva era política en Estados Unidos. “La antorcha, –dijo entonces– ha pasado a una nueva generación de americanos, nacidos en este siglo, curtidos por la guerra, disciplinados por una paz dura y amarga, orgullosos de nuestra antigua herencia y reacios a presenciar, o a permitir, el lento desmantelamiento de los derechos humanos con los que esta nación siempre se ha comprometido, y con los que nos comprometemos hoy, tanto en nuestro país como en todo el mundo”. No era una declaración de principios, era una declaración de intenciones. La antorcha no estaba en las manos de una nueva generación de estadounidenses y Kennedy lo sabía acaso mejor que nadie; su parábola sobre el fuego en manos de los jóvenes tenía un correlato más irónico y corrosivo en el Kennedy íntimo: “¿Vos te das cuenta de que soy el único obstáculo entre Nixon y la Casa Blanca”?, dijo a uno de sus consejeros. Richard Nixon llegó a la Casa Blanca en 1969, seis años después del asesinato de Dallas. El presidente que asumía esos compromisos políticos y sociales, que lanzaba un desafío audaz y denodado en su discurso inaugural con su legendaria frase: “(…) No preguntes que puede hacer tu país por vos, preguntá qué podés hacer vos por tu país”, era también un aventurero sexual, obstinado e imprudente, protegido por funcionarios y periodistas y hasta por el servicio secreto; fue un político que aprendió el oficio de presidente sobre la marcha, el primero del continente en descubrir la importancia de la televisión en la política (triunfó sobre Richard Nixon en el primero de los debates televisados en la historia norteamericana) y un estadista que si bien se dijo respetuoso de los derechos humanos, toleró, si no fue que impulsó, los planes de la CIA para asesinar a presidentes extranjeros, en especial a Fidel Castro que se había adueñado del poder en Cuba casi dos años de que Kennedy ganara las presidenciales de 1960. Menos de dos años de gobierno lo llevaron a revisar ciertas fobias personales: Kennedy creía que el comunismo era la cruzada del siglo, pero siempre estuvo decidido a preservar la paz; en los últimos meses de su gobierno intentó un acercamiento con Castro, según narró en su momento el periodista francés Jean Daniel: Kennedy temía una guerra nuclear que dejara como saldo un mundo que describía con una breve frase categórica: “Los que queden vivos envidiarán a los muertos”. Jackie y su hija Carolina lloran frente al ataúd con los restos de John Fitzgerald Kennedy Había nacido en Boston el 29 de mayo de 1917, era el segundo de los nueve hijos de Joe y Rose Fitzgerald: un clan familiar dedicado a la política y golpeado por la tragedia. Fue un héroe condecorado de la Segunda Guerra Mundial como comandante de una lancha torpedera en el Pacífico, de donde regresó herido y con una grave afección en la espalda: un padecimiento más para una salud frágil, que le hizo intuir siempre una muerte joven. También entrevió, con pasmosa certeza, que sería asesinado. Fue senador por Massachusetts cuando tenía apenas treinta y cinco años y se casó en 1953 con Jacqueline Bouvier, una bellísima reportera de un diario de Washington a quien había conocido el año anterior. Tuvieron dos hijos: Caroline y John Jr y, una hija que nació muerta y otro hijo, Patrick, que nació prematuro el 7 de agosto de 1963 y murió por deficiencias pulmonares dos días después. Su presidencia estuvo signada por media docena de hechos decisivos en aquellos años de Guerra Fría, que ni fue guerra ni fue fría. Primero, las relaciones con Cuba, marcadas por dos hechos perentorios. La invasión de la isla en abril de 1961 y en Bahía de Cochinos, a cargo de un ejército mercenario apoyado por Estados Unidos. Fue el primero de los grandes errores de Kennedy en la presidencia. La invasión era un plan de la CIA elaborado para el anterior gobierno de Dwight Eisenhower. Kennedy creyó en el jefe de los espías estadounidenses, Allen Dulles, que le aseguró el éxito de la operación, que fue un fracaso. Las relaciones de Kennedy con la CIA, prometió “atomizarla”, nunca más fueron iguales. Luego, en octubre de 1962, el gobierno de Estados Unidos descubrió que la URSS de Nikita Khruschev había instalado misiles atómicos en Cuba, que todos apuntaban a Estados Unidos y, en algunos casos, estaban en condiciones de ser disparados. El mundo vivió entonces trece días bajo la amenaza de un estallido nuclear. Las consecuencias de aquel conflicto perduran, más de seis décadas después El enfrentamiento con la URSS por Cuba y por la Alemania de posguerra, ocupada y dividida por las potencias ganadoras de la Segunda Guerra también marcó el gobierno de Kennedy. Fue entonces cuando la URSS sugirió el desalojo de las tropas aliadas de Berlín, para colocar la antigua capital del Reich de Hitler bajo dominio soviético, y amenazó con la guerra. Días después de la primera y única una entrevista con Kennedy en Viena en 1961, Khruschev levantó el Muro de Berlín que recién caería en 1989. Otro de los factores que signaron la presidencia de Kennedy fue la guerra de Vietnam, que en esos años no contaba con la participación activa de las fuerzas armadas de Estados Unidos. Pocos días antes de su asesinato, Kennedy había firmado una “Orden Ejecutiva” que disponía el retorno a Estados Unidos de los “consejeros militares” estadounidenses destacados en Vietnam. La orden ejecutiva fue cancelada por su sucesor, Lyndon Johnson, que envió a Vietnam a las primeras tropas de americanas de combate en marzo de 1965. JFK y Jackie Kennedy en los instantes previos al magnicidio Bajo la presidencia de Kennedy los derechos civiles de la población negra cobraron un inusitado empuje. En esos años, la comunidad negra no votaba, no tenía acceso a colegios y a universidades en los que estudiaran blancos y eran discriminados en bares, iglesias, baños, barrios y hasta en los asientos de los micros en los que debían viajar en la parte trasera: la Casa Blanca de Kennedy llegó a enviar tropas federales para garantizar el ingreso de tres estudiantes negros a la Universidad de Alabama, pese a la oposición del entonces gobernador del Estado, George Wallace. El liderazgo de la lucha interracial estaba entonces en manos del pastor Martin Luther King, que sería asesinado en 1968. La decisión de disputar la carrera espacial, que lideraba la URSS después del lanzamiento del primer satélite artificial en 1957, hizo nacer a la NASA, planteó la llegada a la Luna como un objetivo a lograr antes de que terminara la década y fue un símbolo de un gobierno que, además de consagrar nuevas fronteras, las puso en el espacio. Kennedy anticipó un programa de colaboración espacial con la Unión Soviética que entonces sonó disparatado pero que se hizo efectivo ya en los años 70. También retó a la URRSS a firmar un tratado sobre prohibición de experiencias nucleares en la atmósfera o fuera de ella, en lo que fue el más fuerte y sincero intento de poner fin a la Guerra Fría. Jacqueline Bouvier fue la socia perfecta para el político John Kennedy: lo acompañó en su vertiginosa carrera política y, ya electo, en la Casa Blanca. Discreta, silenciosa, culta, refinada, bella, jovencísima, treinta y un años, cuando se convirtió en Primera Dama, fue un viento renovador que contrastó con la imagen de sus predecesoras. Había nacido el 28 de julio de 1929 en Southampton, Nueva York, y creció entre mansiones, viajes, escuelas de elite, y una dedicación a los idiomas, el arte, las antigüedades y la moda. En 1951, reportera gráfica para el Times-Herald de Washington, conoció al joven senador por Massachusetts y se casaron dos años después, el 12 de septiembre de 1953 en una ceremonia para mil doscientos invitados. No le interesaba la política. No había votado en su vida hasta su casamiento. Detestaba las campañas, sus viajes interminables y los discursos. Sin embargo, tomó el control de la Casa Blanca, la remodeló, la llenó de obras de arte, hizo celebrar en ella conciertos memorables, uno de los más recordados es el del cellista Pau Casals, y hasta ejerció su papel de miembro de la familia Kennedy, un clan cerrado, con códigos inviolables. Jackie odiaba incluso el título formal de Primera Dama: le parecía, dijo, el nombre de un caballo. Su figura, célebre por los modelos de Dior, por su peinado y por muchas de sus prendas, crearon la “moda Jackie” que siguieron millones de mujeres jóvenes en Estados Unidos y en el mundo; simple, sofisticada, de líneas claras, con pocos detalles de lujo. Tal vez el símbolo de lo que Jackie representaba en el matrimonio presidencial, haya quedado grabado en un cartel de protesta que se alzó en Colombia durante una visita de Kennedy: “Yankees Go Home – Jackie Come Back – Yanquis, váyanse a casa. Jackie, volvé”. Marilyn Monroe le canta a Kennedy El drama en la pareja siempre fue el de las infidelidades de Kennedy, conocidas por toda la Casa Blanca; Jacqueline toleraba a duras penas la humillación. Un libro del periodista Christopher Andersen, These Few Precious Days: The Final Year of Jack with Jackie -Estos pocos días preciosos: El último año de Jack con Jackie”, asegura que Marilyn Monroe, una de las aventuras más famosas que le adjudican a Kennedy, llegó a hablar por teléfono con Jackie para decirle que se iba a casar con su marido: “Fantástico. Yo me mudo y vos cargás con todos los problemas”, dice Andersen que fue la respuesta. Kennedy estaba orgulloso de la belleza de su mujer. Y ella de su francés perfecto. Dos historias breves y demostrativas: durante la visita de Estado a París, Kennedy reunió en una cena a la prensa internacional: “No creo inapropiado presentarme ante ustedes: soy el hombre que acompañó a Jacqueline Kennedy a París, y me lo pasé muy bien”. Días antes, durante la cena de gala en el Elíseo, sentada a la vera del general Charles De Gaulle, un tipo de pocas pulgas, hay que decirlo, Jackie había presumido un par de veces de sus ancestros franceses y de su dominio del idioma hasta que: “Porque, general, mis antepasados son franceses y yo hablo francés muy bien”. Y De Gaulle: “Moi aussi, madam - Yo también, señora”. Aquel matrimonio desnortado pareció reencausarse después del verano de 1963. El 7 de agosto de ese año, nació el tercero de los chicos Kennedy, prematuro y con una deficiente formación pulmonar; el bebé peleó dos días por respirar en una cámara hiperbárica, llegó a ser bautizado como Patrick, el nombre del santo irlandés, pero murió dos días después. La tragedia destrozó a los Kennedy. En su libro “JFK’s last hundred days” (Los últimos cien días de JFK) el historiador Thurston Clarke asegura que la pareja pareció hacerse más fuerte; que en los meses que siguieron a la tragedia hubo entre ellos un nuevo clima, tal vez de madurez, de comprensión, una acaso hasta entonces inexplorada hondura mutua. Para el aniversario de matrimonio, el 12 de septiembre, él le regaló un anillo de oro con incrustaciones de esmeralda, un verde que significaba que el bebé muerto había peleado por su vida como un verdadero irlandés. Ella le regaló una medalla de oro de Tiffany’s, con la imagen de San Cristóbal. La medalla reemplazaba a la que Kennedy había dejado en el ataúd de Patrick, durante el funeral privado, después de abrazarse desgarrado al pequeño cofre y de que el cardenal de Boston, Richard Cushing, le dijera: “Jack, Dios es bueno, dejálo ir…” Kennedy sugirió a Jackie atenuar su pena con un viaje a Grecia para participar de un crucero organizado por el magnate naviero Aristóteles Onassis junto a otros invitados, entre ellos la hermana de Jackie, Lee Radziwill Bouvier. Al regresar del viaje, Kennedy le pidió a Jackie que lo acompañara en su siguiente viaje de campaña. Ella aceptó resignada: “¿Adónde vamos?”. “A Dallas”. En 1968, cinco años después del asesinato de Kennedy y cuatro meses después del asesinato de Robert Kennedy, Jackie huyó de Estados Unidos y se casó con Onassis. En 1975, a la muerte Onassis, la pareja estaba en trámites de divorcio. La imagen más poderosa que la historia guarda de Jackie Kennedy, es la del luto riguroso que vistió durante aquel fasto imborrable que fueron las exequias de su esposo, su tenaz estoicismo, sus hijos aferrados a sus manos, y aquel paso adelante del chico John John Jr., que acababa de cumplir tres años, para dar un último saludo militar a su padre. John Fitzgerald Kennedy en el descapotable por las avenidas de Dallas, Texas Jacqueline Bouvier Kennedy Onassis murió de cáncer el 19 de mayo de 1994 en su departamento de Nueva York. Está enterrada junto a Kennedy y al pequeño Patrick, en el cementerio de Arlington, Virginia. John John Kennedy murió el 16 de julio de 1999, junto a su mujer Carolyn Bessette al estrellarse el avión que él miso piloteaba. Tenía treinta y ocho años. Los años de gobierno de Kennedy fueron fundacionales para Estados Unidos, para Europa y también para América Latina. Convencido de que Fidel Castro intentaría exportar su revolución marxista, no le faltaba razón, Kennedy impulsó la Alianza para el Progreso, destinada a paliar la pobreza del continente. La mayor parte de los veinte mil millones de dólares a distribuir entre catorce países a lo largo de diez años, se perdieron en los meandros de la corrupción latinoamericana, o fueron desviados a gastos militares. En 1971, cuando la Alianza para el Progreso debió terminar su misión, siete de los catorce países beneficiados con su ayuda estaban najo dictaduras militares, entre ellos la Argentina. Kennedy tuvo una particular relación con nuestro país, signada por Cuba y por Ernesto “Che” Guevara, el médico guerrillero argentino que era entonces ministro de Fidel Castro. En agosto de 1961, ante los ministros de Economía del continente reunidos en Punta del Este, entre ellos Guevara, Estados Unidos presentó su Alianza y el Che la atacó, la definió como una limosna del capitalismo, “más interesado en las letrinas”, dijo, que en las verdaderas causas de la pobreza en los países que decía querer ayudar. Al término de esa conferencia de ministros, Guevara se entrevistó en Montevideo con el enviado especial de Kennedy a Punta del Este, el intelectual Richard Goodwin. El “Che” propuso una convivencia pacífica entre Cuba y Estados Unidos, a cambio de que Cuba no intentara influir en el resto de los países de América latina. A Goodwin le faltaban cuatro meses para cumplir 30 años y Guevara acababa de cumplir 33: buena parte del destino del continente estaba en manos de dos muchachos. La intención cubana, llevada a Kennedy por Goodwin, junto a una caja de habanos regalo del “Che”, fue desechada. Al día siguiente de su charla con Goodwin que duró siete horas, Guevara viajó en secreto a Buenos Aires para entrevistarse con el entonces presidente Arturo Frondizi en Olivos. El “Che” le confió a Frondizi su idea de traer la guerrilla a la Argentina, como paso previo a la instauración de un gobierno revolucionario, según confió el ex presidente argentino al autor de esta nota en 1989. John Fitzgerald Kennedy reunido con Khruschev en Viena Con esa información en carpeta, Frondizi se entrevistó por primera vez con Kennedy en septiembre, en Nueva York y en los días de la XVI Sesión de la Asamblea General de Naciones Unidas. Y hablaron de Cuba. Frondizi aventuró que el aislamiento de la isla podía llevarla de lleno a la órbita de la URSS y cuestionó en parte el espíritu “asistencial” de la Alianza para el Progreso. De alguna manera, tácita o implícita, pero nunca explícita, Argentina quedó como una especie de mediadora entre las difíciles relaciones entre Cuba y Estados Unidos, que no se compondrían ya jamás. En diciembre de ese mismo año, los dos presidentes iban a verse otra vez. Frondizi, que regresaba de un viaje por Asia, recibió una invitación de Kennedy para hacer escala en Palm Beach, Florida. Los dos mandatarios volvieron a reunirse el 24 de diciembre de 1961. Y volvieron a hablar de Cuba. El historiador Richard Reeves reveló parte de ese diálogo: “Usted tiene que entender –dijo Frondizi– que Castro es sólo un representante de esa enfermedad que es la pobreza y de una previa represión”. Sí, –contestó Kennedy, consciente de que Frondizi había usado sus propias palabras cuando era candidato– Pero está saboteando a otros países que intentan ponerse de pie. Tenemos que pararlo”. La relación entre los dos presidentes duró poco más: Frondizi fue derrocado por las fuerzas armadas en marzo de 1962. Alianzas para el Progreso, carrera espacial, prohibición de pruebas nucleares, entendimiento con la URSS, final de la Guerra Fría, igualdad de derechos civiles, igualdad de salario y de oportunidades para las mujeres, salir de Vietnam… Tal vez Kennedy haya pretendido calzar el siglo XXI en aquel siglo XX ajado y de posguerra. Se sentía con motivos para hacerlo pese a definirse, con extraño sarcasmo: “Soy un idealista sin ilusiones”. Incluso llegó a definirse como un político liberal y a trazar a grandes rasgos, incombustibles pese a los años, el abecé del liberalismo: “Si por liberal se refieren a alguien que mira hacia el futuro y no hacia el pasado, alguien que acoge nuevas ideas sin reacciones rígidas, alguien que se preocupa por el bienestar de la gente, su salud, su vivienda, sus escuelas, sus empleos, sus derechos y libertades civiles, alguien que cree que podemos superar el estancamiento y las sospechas que nos paralizan en nuestras políticas exteriores, si eso es lo que entienden por liberal, entonces me enorgullece decir que soy “liberal”. Y luego: “Este es mi credo político: creo en la dignidad humana como fuente del propósito nacional, en la libertad humana como fuente de la acción nacional, en el corazón humano como fuente de la compasión nacional y en la mente humana como fuente de nuestra invención y nuestras ideas. Creo que es esta fe en nuestros conciudadanos como individuos y como pueblo la que constituye la esencia de la fe liberal. Porque el liberalismo no es tanto un credo partidista ni un conjunto de promesas electorales fijas, sino más bien una actitud mental y emocional, una fe en la capacidad del hombre para, a través de las experiencias de su razón y de su juicio, aumentar para sí mismo y para sus semejantes la cantidad de justicia, de libertad y de fraternidad que toda vida humana merece”. La reunión de Frondizi y Kennedy en 1961 El “fenómeno” Kennedy, acrecentó incluso los años de su breve presidencia, borró los grandes yerros de los que el propio Kennedy era consciente y agigantó su imagen forjada a fuego en la historia de los Estados Unidos. Su asesinato es aún un enigma, pero su personalidad guía buena parte de las aspiraciones de progreso social en su país y del continente. Al cumplirse el medio siglo de su muerte, el historiador Larry J. Sabato reveló en su libro The Kennedy Half Century – El medio siglo de Kennedy que todos los sucesores de Kennedy lo habían mencionado varias veces a lo largo de sus mandatos. Lyndon Johnson lo hizo en más de quinientas oportunidades, Richard Nixon apenas en setenta, Gerald Ford en una treintena de veces, James Earl Carter en más de un centenar, Ronald Reagan en ciento cincuenta ocasiones, George H. W. Bush en medio centenar, Bill Clinton en casi seiscientas, George W. Bush en unas ciento treinta y Barack Obama unas cien veces sólo en su primer mandato. Por razones que sería tedioso explicar, el actual presidente Donald Trump casi no habló de Kennedy a lo largo de su primer mandato y de lo que va del segundo. Eso sí, se apropió del riquísimo Kennedy Center de Washington, una valiosa institución cultural que es sede de la Sinfónica Nacional y de la Ópera Nacional, destituyó a su directora, Deborah Rutter, y al resto de las autoridades de la entidad y se hizo nombrar presidente del Consejo Directivo por las personas que él mismo había nombrado en reemplazo de los destituidos. Aquellos años luminosos todavía iluminan incluso a las sombras. El asesinato de Kennedy puso fin a su intento de lograr un entendimiento con Cuba y con Fidel Castro. Tarde, Kennedy había aceptado por fin las palabras del senador William Fullbright que, en 1961, le había aconsejado: “Jack, Cuba es una espina clavada en el costado, no un cuchillo clavado en el corazón”. Antes de su muerte, Kennedy había iniciado un acercamiento con Fidel Castro a través del diplomático William Atwood que dialogó con el embajador de Cuba en la ONU, Carlos Lechuga. También encargó y envió a Cuba al periodista francés Jean Daniel para que sondeara a Castro: el cubano y el francés dialogaban el 22 de noviembre de 1963 cuando llegó a La Habana la noticia del asesinato de Kennedy. El magnicidio de Dallas también impidió una relación menos tensa entre Estados Unidos y la URSS. Kennedy y Khruschev, que habían iniciado una relación signada por las amenazas mutuas de una guerra nuclear, vivieron con intensa angustia los trece días que duró la Crisis de los Misiles, en octubre de 1962, cuando el mundo estuvo al borde del desastre atómico. A finales de su gobierno Kennedy y su política de entendimiento con la URSS provocaron una enorme resistencia en el poder militar estadounidense e incluso en la diplomacia de ese país. Sobre el final del gobierno de Kennedy, Estados Unidos y la Unión Soviética firmaron un tratado de prohibición de pruebas nucleares en la atmósfera, o bajo tierra o en las aguas. El mundo habló entonces de un “triángulo de la paz”, formado por Kennedy, Khruschev y el entonces Papa Juan XXIII. El Papa murió en junio de 1963, Kennedy fue asesinado en noviembre y Khruschev fue barrido del poder al año siguiente. Kennedy había dispuesto el retiro de los efectivos militares que prestaban servicio en Vietnam bajo el eufemismo de “consejeros”. No hubo durante su gobierno tropas de combate estadounidenses en ese país. Una de las primeras medidas del sucesor de Kennedy, Lyndon Johnson, fue anular la Orden Ejecutiva firmada por Kennedy que disponía el retorno a Estados Unidos de los consejeros militares destacados en Vietnam. En 1965 Estados Unidos entró de lleno en la guerra: en los pantanos de Vietnam iba a morir parte de la “nueva generación de americanos” a los que Kennedy les había pasado una antorcha cuya llama se apagó para siempre en Dallas. Con el tiempo, los años de Kennedy resultaron más vitales para el continente que su infame asesinato. De los primeros, queda mucho por decir. Del segundo, aún no se dijo todo.
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