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  • “Todo es eterno, pero no se nota”, un cuento de Patricio Barton

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 22/11/2025 04:52

    “No importa cuándo leas esto” (Marea Editorial), el nuevo libro de Patricio Barton Patricio Barton, reconocido conductor, periodista y productor argentino, acaba de publicar su primer libro de cuentos, No importa cuándo leas esto, cuyo subtítulo es “Historias contemporáneas autopercibidas eternas”, editado por Marea. El prólogo, a cargo de Alejandro Dolina, elogia del autor “su astuto manejo de las contradicciones, de los tropos clásicos, de las cosas que son y no son al mismo tiempo, de las continuas contravenciones a la lógica”. En la tradición de Osvaldo Soriano, Leo Maslíah o Hernán Casciari, el libro narra historias con la destreza del que sabe que la risa es una de las maneras más lúcidas de leer el mundo. “Como si la literatura se hubiera levantado de buen humor”, se lee en la contratapa. A continuación, uno de sus cuentos. Patricio Barton, reconocido conductor, periodista y productor argentino (Crédito: Marea Editorial) Todo es eterno, pero no se nota La muerte de alguien es una oportunidad para que los vivos se comporten un rato como inmortales. “Nunca te olvidaremos”, escribe un deudo sobre una piedra que lo sobrevivirá. ¿A quién le habla? Se apura a decir algo, antes de que su DNI también sea dado de baja y aquel número de ocho dígitos –único en la multitud– pase a nutrir la amplia estadística de lo ausente. Lo que más hay en el mundo es todo lo que no está. La industria funeraria tiene hace años una clientela fija que, sin embargo, cambia todo el tiempo. El arte de la sepultura y la poesía del epitafio se apropian del lenguaje de los vivos. Pero a los muertos les dan vergüenza sus lápidas, las pavadas que les escriben los que se quedan un rato más. Quizás, lo más molesto sea ese tono pretencioso e impostado, tan clásico del que no sabe qué decir, pero igual dice. Me lo explicó así: hay más gente muerta que viva. Estar vivo es de las cosas más improbables que se puedan concebir. Por eso, en estas circunstancias, la gente aprovecha la oportunidad para llorar un rato y condolerse con palmaditas en la espalda con sus pares de sangre caliente. Frente al cadáver son unos vivos bárbaros. Se las saben todas. Logran un entendimiento tan súbito como provisorio sobre todos los asuntos de la vida, y hasta creen ver paz en el rostro del muerto, que apenas tiene el único gesto posible e involuntario que el rigor mortis le permite. Hay que escuchar cada boludez. Es cierto, nunca había estado de este lado del mostrador. Desde acá no se distingue si la vida es lo que ya pasó o lo que está por venir. Da miedo esa incertidumbre. Al final todo se parece. –No crea. Se lo digo como regla general, no crea –me advirtió. Ilustración al interior del libro (Crédito: Marea Editorial) Hay dos hechos que son el mismo según desde dónde se los mire: nacer y morir. Los vivos se despiden de los muertos tanto como los muertos despiden a los que van a nacer. Allá van, unos y otros, sin saber hacia dónde. Nadie se queda. Lo único permanente es la partida. Da lo mismo si me muevo. Cualquiera que se quede quieto también aparece en otra parte. Entonces no es una cuestión de voluntad, el movimiento es una condición de este lugar. Y de allá también. –Depende de cómo se lleve con La Pendiente –sentenció. Aquella fue la primera vez que mencionó el asunto. En verdad, no recuerdo si fue la primera vez, pero eso acá no importa. Lo recuerdo así, con el peso de la primera vez; es un vicio que me quedó de allá, contar las veces y después de la tercera, olvidarlas. Creo que supuse que La Pendiente era una especie de catálogo de cosas que no había hecho y que, de algún modo, estaban en una lista incumplida de deseos y deberes. Quizás en dos listas diferentes. Pero no. Nada que ver. En tal caso, sería más preciso hablar de deseo y antideseo. Claro que con el diario del lunes cualquiera predice el domingo. La Pendiente no era eso. Lo entendí recién cuando sentí la caída. Todo lo que está abajo es más fácil de ver. En cambio, lo que está arriba hay que imaginarlo. Lo de abajo es lo que hay, lo de arriba es una aspiración. Por eso hay gente que escala montañas. Cualquier protuberancia del terreno parece un desafío. Nadie emprende una travesía hacia la profundidad de los pozos. El apetito de trascendencia es más bien convexo, nunca cóncavo. Después, ¿quién sabe? La vida sigue siendo la misma, lo que cambia es el paisaje. –¡Qué soberbios insoportables que son los vivos! –me había dicho cuando desde el balcón de mi epifanía derramé esa huevada geométrica sobre los montañistas. Después creo que me ofreció un trago, o algo así. Ya dije que no me acuerdo, porque no sé si los recuerdos están antes o después de las cosas que ocurren. Pero sí puedo repetir cada una de las palabras que me dijo. –La verdad es que se merecen todo lo que les pasa. ¿A quién le ganaron? Y encima hacen todo ese circo del “último adiós” que es más inverosímil que los partidos despedida de los jugadores de fútbol. Las últimas palabras de un vivo que está al borde del último aliento casi nunca son lúcidas. Por razones de fuerza mayor se trata de frases cortas: “me duele”, “no doy más”, “no me mates” y cosas por el estilo. Pero el cine nos consuela con parlamentos esclarecidos y máximas para la posteridad. La ceremonia de la despedida es un privilegio que sucede mucho más en las películas que fuera de ellas. También en los libros, por suerte. Cuando murió mi padre, el dolor, que todavía no había macerado en tristeza, parecía también un gesto de bronca. Mi único reproche: por qué se fue sin saludar, era un reclamo mudo. Por mucho tiempo me aferré a un saludo que había pronunciado solo una vez, la única: “Chau, hijo”. Fue una noche en su casa. Él se iba a dormir y yo iba a comprar helado. Ninguna otra vez me había dicho “hijo”. Desde entonces vengo ocupándome de nombrar lo que acontece. Cualquier frase puede ser rescatada del olvido como la única madera que flota en el río turbio de la memoria. Todo lo trivial cobra sentido cuando el final es definitivo, nadie sabe si será un domingo a la mañana o un martes al mediodía. Pero, cuando el momento llega, solo acuden los gestos simples, alguna palabra suelta, un segundo cualquiera subestimado por el reloj y el calendario, el brillo de unos ojos queridos. Nada más. Esto tampoco es exactamente lo que está pasando en este preciso momento. El presente es imposible de nombrar. Cuando lo digo ya no está. Las reglas del juego son claras: el que relata no vive, y viceversa. Ya conté demasiado. –Bueno, bueno, gracias campeón de la vida –me dijo. –¿Todavía siguen pidiendo la partida de nacimiento para hacer cualquier trámite? –me preguntó, sin ningún interés por recibir una respuesta y continuó: –¿Hasta cuándo los vivos tienen que demostrar que han nacido? Esa es la misma burocracia que después otorga el certificado de defunción. Todo un papelerío inú-til que solo sirve para juntar roña y darles de comer a los escribanos. Puro relato. Lo único real es sentir el cuerpo. Ahora me duelen las piernas, pero no las siento. Solo sé que me duelen. Es la certeza de un dolor, una idea. Es extraña la sensación de hacer fuerza para mantenerse en el mismo lugar y no caer. –Es extraña porque es imposible. Acá todos suben cayendo –me dijo, mientras atendía otro asunto, no sé cuál. En La Pendiente el único descanso es la demora, después de todo, es una forma noble de resistirse a lo inevitable. Los inmortales no se levantan del sillón ni para agarrar el control remoto. Igual caen, como todos. Creen que no, pero sí. Creen que lo hacen más lento, pero no. Todo es eterno, pero no se nota. –Termínela con eso de creer o no creer –me dijo, cuando vi que el otro asunto del que estaba ocupándose era de un nudo. Estaba desmarañando un cordón o algo así. Tener en la mano la punta de un hilo no es suficiente para desenredarlo. Los nudos tienen la forma de un misterio, y los más persistentes no se desatan jamás. Pero, a este lo desenredaba sin esfuerzo, con la displicencia clásica con la que se repite una rutina. A veces escucho cosas. Me dijo que era normal, que no me asustara, que tratara de recordar el silencio porque, después, no podría dejar de oír. Cuando el mundo se apaga, hay un eco que sigue sonando. Voy por La Pendiente, la misma pero más pronunciada ahora. Me pareció ver que el cordón ya no tenía nudos cuando me dijo lo último que llegué a escuchar. –Vaya, vaya. Yo tengo para un rato más. Ya no lo veo. No puedo darme vuelta, pero sé que quedó atrás; más arriba. Debe ser por acá, hay más ruido. Aunque no es el mismo sonido de antes, algo nuevo me acecha y me convoca. Ahora que nadie me llora, ensayo un llanto propio. Lo preparo como el primer gesto de una secuencia impuesta por el protocolo. Será la primera causa que moldeará mi cadena de efectos. Olvido todo, también esto. No escucho lo que me dice. Solo un zumbido grave. Sé que el relato está a punto de terminar. Ahí voy. Siento sobre mi cara las manos heladas de la partera. Y, por fin, lloro.

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