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  • De Villa Ilustre a "taller colosal": 1852-1921

    » La Capital

    Fecha: 19/11/2025 11:41

    Meses después de la batalla de Caseros en el verano de 1852, Rosario, por entonces “Ilustre y fiel Villa” desde 1823, fue elevada al status de ciudad y a principal puerto confederal seis años después. La declaración como puerto principal de la Confederación Argentina catapultó a Rosario hacia un crecimiento sostenido en todos sus indicadores como el nuevo “emporio comercial”. Hacia 1921, para cuando cierra nuestro recorrido, se presentaba ante el Concejo Deliberante de la ciudad un proyecto de ordenanza que partía del diagnóstico de que “Rosario es una ciudad grande, Rosario es una ciudad rica, Rosario es una ciudad culta, pero ¿es Rosario una ciudad bella? ”. Naturalmente, las preocupaciones rosarinas de inicios de los años 1920 distaban mucho de parecerse a las de sus inicios citadinos. Se alentaba a remodelar estéticamente a aquella grande, rica y culta ciudad para que dejase de parecer un “taller colosal en que el crepitar de las fraguas y el rodar de las poleas sólo se une a la respiración anhelosa de los pechos jadeantes, el sudor de los rostros, el sufrir de tantos cuerpos”. Pero, ¿cómo llegó Rosario a ser —o parecer— todo aquello? Desandemos ese camino. Resulta evidente que el tránsito de Villa Ilustre a gran ciudad no fue automático ni sencillo, mucho menos imaginable en tiempos urquicistas. Es elocuente la crónica del abogado y político chileno Benjamín Vicuña Mackenna, quien sostenía que la Confederación debía sus magros ingresos fundamentalmente a los correos, a la Aduana de Rosario y en menor medida a otras aduanas interiores. Estudios recientes complejizan aquellos imaginarios sobre la Confederación, sin embargo fue innegable el peso que supuso Rosario en aquella experiencia. En torno a la batalla de Caseros la realidad de la provincia de Santa Fe parecía ser considerablemente penosa, como afirmaba en 1846 el viajero inglés William Mac Cann , quien describía a Rosario como una “miserable ranchería”, diagnóstico que años más tarde confirmaría el propio Juan Alvarez al afirmar que se trataba de una “inhospitalaria región”. Pocas décadas después la situación sería muy diferente, encontrando sorprendidos a viajeros como Vicuña Mackenna o al cónsul italiano, quienes admiraron el singular crecimiento comercial de aquel poblado que poco antes se conformaba apenas por “casuchas de barro cubiertas con paja”. Por entonces, el censo que mandó a levantar Justo José de Urquiza indicaba que Rosario tenía una población de 9.785 habitantes en 1858, pero aquello era sólo el inicio de un crecimiento inimaginable para sus contemporáneos. Fue en estas tres décadas posteriores a 1852 que los sectores trabajadores rurales y el incipiente mundo obrero urbano comenzaron a registrar cambios significativos. Esta situación de relativa paz social que el fin de las guerras intestinas posibilitaba, sumado a los procesos de emigración europea producto de las pésimas condiciones de vida y la persecución política en el Viejo Mundo, hizo del país uno de los destinos principales para aquellas masas de inmigrantes. La Argentina, y particularmente Rosario, se nutrieron de aquel flujo ultramarino que engrosó el creciente mercado de mano de obra. Este mercado laboral era una de las tres patas que conformarían el taburete sobre el cual apoyar el tránsito de la Argentina hacia una economía capitalista, lo cual la incorporaría al concierto mundial. A su vez, aquel proceso de formación de un mercado de trabajo tanto rural como urbano estuvo acompañado por mecanismos de presión y represión de “vagos y mal entretenidos”, gauchos y trabajadores semiautónomos a quienes había que domesticar en las nuevas artes del trabajo regulado por reloj. Es así como en 1864 se creó el Reglamento de Policía Urbana y Rural y tres años después el Código Rural, que buscaban domesticar a trabajadores poco disciplinados en el trabajo regulado y asalariado . La disciplina laboral y el encuadramiento dentro de las reglas fueron para todos, tanto criollos como inmigrantes. Pero para completar la estabilidad de aquel taburete faltaban dos patas: por un lado, formar un mercado de tierras disponibles para su venta y puesta en producción, y por el otro, un tercer mercado de capitales, que eran las inversiones necesarias para poner a funcionar aquella rueda productiva. De esa forma, la transición capitalista del país y de Rosario dependían de un delicado equilibrio entre acceso a la tierra, mano de obra que la trabajase y capitales que proveyeran los insumos e infraestructura necesarios. Rosario, a pesar de tener un cordón agrícola a sus faldas, comenzó a perfilarse como un espacio urbano y eso suponía ordenarlo. El disciplinamiento social había puesto su foco en erradicar aquellos comportamientos entendidos para las élites como incultos o peligrosos para la moral, como eran los juegos de apuestas, corridas de toros, bailes en las calles o el carnaval. Comenzó a producirse una fiebre reglamentarista que buscaba encauzar todos los aspectos posibles de la vida “civilizada” para la ciudad, al tiempo que un sólido andamiaje jurídico buscaba atraer inversiones garantizando, justamente, seguridad jurídica. SUPLEMENTO ANIVERSARIO DIARIO LA CAPITAL 300 ROSARIO P33 7105052 1900 escuela museologia Sin embargo, al tiempo que la disciplina social iba consolidándose en una sociedad profundamente heterogénea producto de la inmigración, progresivamente fue llegando el tiempo de hacer lo propio con el mundo laboral. Como sostiene Ricardo Falcón, crecimiento urbano relativo de todo el país. Nuevamente el barón se sorprendía del desarrollo portuario de la ciudad hacía 1911: “En un futuro más o menos cercano, los porteños van a tener que poner todas sus fuerzas para atajar a Rosario y Bahía Blanca y que no los superen. El tráfico de Rosario alcanza un volumen de cuatro millones de toneladas por año. Hace diez años se dispuso la ampliación de las instalaciones de los muelles del puerto, para que atendieran un intercambio anual de tres millones de toneladas a alcanzar en treinta años. Después de diez años ese cálculo ya está superado por los acontecimientos. Se ha hecho evidentemente un gran progreso”. El crecimiento de la ciudad era tan acelerado que las proyecciones a futuro se volvían inútiles, como afirmaba el visitante alemán. La tendencia al crecimiento no era sólo una realidad notoria, sino una política buscaba y dirigida. Una fiebre censal caracterizó el período, en que el municipio levantó censos en tres oportunidades en una década, en 1900, 1906 y 1910. Como señala el historiador Diego Roldán, se trataba de “censos del deseo”, estadísticas menos interesadas en conocer el crecimiento demográfico que en vender la ciudad hacia afuera como una valiosa plaza para las inversiones externas. Al margen de los intereses que acompañaron al municipio por aquella década, los datos relevados nos permiten observar un crecimiento poblacional desde los 112.461 habitantes en 1900, pasando por 150.686 en el segundo censo, para llegar al Centenario con una población estimada en 192.278 personas. La tendencia al equilibrio étnico se sostenía desde 1895, rondando los extranjeros entre el 40 y 45% del total, mientras que la división sexual arrojaba que las mujeres también representaban cerca del 45 % del total en promedio durante el mismo período. Que estos censos tenían una finalidad proyectiva sobre la ciudad lo demuestra el propio encargado del tercer censo de 1910 y posterior responsable del censo nacional de 1914, el reputado Juan Alvarez. Este informaba que no tenía sentido gastar recursos y tiempo en saber cuántos desarrollan tal o cual oficio menor, que lo importante era “saber de qué vivía la ciudad, no la gente”. A pesar de ello, sabemos que cerca de la mitad de la población en edad laboral, por entonces entendida a partir de los 14 años, declaraba tener algún oficio. La mayoría que no lo hacía era considerada como jornalera. De esa mitad que declaraba profesión, el 35 % eran mujeres, las cuales eran agrupadas en un 90 % dentro de la categoría de “quehaceres domésticos”, categoría vaga que feminizaba tareas que no siempre eran hogareñas, pero sí leídas como extensiones de las funciones femeninas y maternas. Entre los principales oficios estaban lavanderas, costureras, modistas, planchadoras, cocineras y sirvientas. SUPLEMENTO ANIVERSARIO DIARIO LA CAPITAL 300 ROSARIO P34 Vista Mercado Central San Luis y San Martin-.C. 1910_Archivo Fotográfico Museo de la Ciudad Rosario carecía de importantes desarrollos industriales y los pocos que había estaban vinculados a la manufactura parcial de los bienes de exportación y de importación, pero con fuerte eje en el mercado interno, como la Refinería Argentina de Azúcar. Ejemplo de ello son los indicadores productivos de la ciudad en torno al Centenario de 1910, donde existían 790 empresas “donde se fabrica algo”, las cuales ocupaban tan sólo a 9.591 obreros —de una población de 192.278 habitantes—, al tiempo que sólo cuatro de ellas poseían más de 200 empleados. Es decir, sobre esos casi diez mil trabajadores del sector secundario, sólo 3.489 se desempeñaban en fábricas que superaban los cien trabajadores, estando la mayoría restante distribuidos entre las pequeñas unidades productivas entre cinco y cincuenta obreros. Si bien entre 1887 y 1910 los establecimientos industriales crecieron un 61,25 % y el capital invertido se triplicó, según estiman Pons y Ruiz, de esas 790 empresas el 55 % empleaban entre uno y diez trabajadores, remarcando el perfil de la pequeña unidad productiva y escasa concentración de la mano de obra que primaba en la Rosario de 1910. La fiebre censal de aquella década se apaciguó al calor de una singular tendencia que se iniciaría a poco de iniciada la siguiente. Los vientos de crisis que soplaban desde los Balcanes anunciaban tempestades. Una pérdida de parte de la cosecha de maíz en 1911 había tenido un impacto adverso, pero dos años después la recesión que comenzaba producto de los conflictos europeos no haría más que frenar aquel envión de casi sesenta años de crecimiento sostenido. En 1914 estalló la Gran Guerra, la cual, a pesar de su lejanía, tuvo un impacto decisivo en la economía argentina, pero también en la de Rosario. Desde 1890 que Argentina no vivía un ciclo negativo en materia inmigratoria: eran más los que se iban del país que aquellos que venían. Si bien en Rosario la población siempre fue en ascenso, los ritmos se desaceleraron notoriamente. Los indicadores ya no eran celebratorios, motivo por el cual no volvieron a realizarse censos hasta 1926 en la ciudad. Esta década es una de las más opacas en materia de estadísticas y conocimiento histórico, pero de forma indirecta pudimos reconstruir la situación demográfica. Para cuando la conflagración europea se iniciaba Rosario contaba con 245.199 habitantes, pero para 1919, con la guerra ya finalizada, la misma ascendía a sólo 246.641, exiguo incremento que se explica por el crecimiento vegetativo. En Rosario la crisis de la Gran Guerra fue profunda, con ferias francas para controlar la escala de los precios de los alimentos de primera necesidad, así como numerosos comedores populares a los cuales asistían diariamente miles de personas en busca de un plato de comida. El corralón municipal de Pellegrini y Ayacucho, actual colegio Politécnico y Facultad de Ciencias Exactas, Ingeniería y Agrimensura, funcionó como comedor popular donde miles de personas diariamente recibían su vianda. La desocupación escaló a más del 20 % y los niveles de indigencia se hicieron escandalosos. Las recoletas calles céntricas se vieron ocupadas por pordioseros y lisiados pidiendo limosna, así como por cardúmenes de niños que se ganaban la vida pidiendo dinero y haciendo changas. Se había opacado el brillo de aquella pujante ciudad: no había censos valiosos que mostrar. Si en 1910 saber de qué vivía la gente resultaba innecesario a los ojos del jurista rosarino, un lustro después resultaba nodal, toda vez que serían las autoridades quienes debieron procurar soluciones para los millares de desocupados que vagaban por las calles, pero que también hacían demostraciones públicas y saqueaban el Mercado Central. Aquella pujante ciudad vivía días aciagos en que el hambre y la desocupación aparecían como nuevas cuestiones sociales problemáticas e incomprensibles. A pesar del freno inmigratorio y de la salida de muchos otros, la situación no mejoró. Algunos inmigrantes no se volvieron sólo por la realidad económica del país, sino que respondieron a los clarines patrióticos, alistándose en sus respectivos consulados rosarinos para marchar al campo de batalla en favor de su patria. Los que no tenían opción de irse trabajaron en lo que pudieron, en muchos casos de forma temporal en la ciudad y en las cosechas en los meses estivales.La guerra tocó a su fin, pero los tiempos rojos abiertos con la Revolución Rusa llevaron al proletariado local a buscar mejorar su situación largamente postergada, poniendo a las autoridades y las burguesías en vilo. Empero, de forma progresiva y más lenta de lo que se cree, los flujos migratorios y la recuperación económica volvieron a dinamizar a Rosario. Si bien los datos del siguiente censo de 1926 resultan abultados, permiten dar cuenta de un nuevo sendero de crecimiento de la ciudad, con 407 mil habitantes. Pero entonces la ciudad formada sobre las bases de la pequeña villa de tiempos de Urquiza ya no era la misma: su trazado urbano se había expandido de la mano de los tranvías, con nuevos barrios obreros que comenzaban a dar vida a lo que hasta hacía poco constituían los extramuros del casco urbano. Sería absurdo discutir si era tan grande, rica y culta como se discutió por aquellos días: el desafío de la hora ya no sería expandirse y mostrarse al mundo, sino organizar a aquella populosa ciudad devenida en un “taller colosal”.

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