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  • Procesiones latinoamericanas: la manifestación más poderosa de identidad y fe en un continente que, a su manera, sigue creyendo

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 15/11/2025 04:34

    Peregrinación a Luján 2025 (Jaime Olivos) Hay un hilo invisible, pero inquebrantable, que une a la inmensa y diversa geografía latinoamericana. No es el idioma, aunque el español y el portugués marquen nuestra cartografía cultural. Tampoco es la historia, que se descompone en miles de matices y disputas. Ese hilo conductor es, quizá, la manifestación más íntima y poderosa de nuestra identidad: la fe popular. Una fe que no reside en los libros de teología, ni en los dogmas abstractos, sino que habita en las calles, en la marea humana que se desborda, en el sudor de los cargadores y en el clamor de las multitudes. Una fe que se hace carne en el ritual colectivo de las procesiones, un fenómeno que se repite, con sus peculiaridades y dramas, desde los Andes hasta el Caribe, desde la selva amazónica hasta el desierto andino. En un continente que ha visto el paso de imperios, dictaduras y revoluciones, las procesiones no son un simple desfile religioso. Son una suerte de liturgia de la resistencia, un espacio donde el pueblo, el verdadero protagonista de la historia, se apropia de su fe y la moldea a su imagen y semejanza. En cada paso, en cada grito, en cada lágrima, se condensa una historia de promesas, de milagros, de penas y de esperanzas. Se funden el fervor católico heredado de la conquista y las raíces ancestrales que resistieron la evangelización, en un sincretismo cultural que es, en sí mismo, un milagro. En los Andes peruanos, la Semana Santa de Ayacucho es una de las celebraciones más emblemáticas. Culmina en la noche del sábado de Gloria con la procesión del Señor Resucitado. Pero no es una procesión cualquiera. En medio de la oscuridad total de la Plaza Mayor, la figura de Cristo Resucitado, en un anda monumental de casi diez metros y adornada con flores y cirios, emerge de la catedral. Es un momento de catarsis colectiva, el triunfo de la vida sobre la muerte, de la luz sobre la tiniebla. El anda, sostenida por cientos de devotos en un esfuerzo titánico, se eleva lentamente, como si buscara el cielo. Mientras la multitud rompe en aplausos, cánticos y vítores, la estructura se bambolea, un vaivén que evoca el terremoto que, según la tradición, sacudió el sepulcro. Es una celebración de la esperanza, de que incluso en los momentos más oscuros, la promesa de la resurrección se mantiene viva. Es un espectáculo de fe, pero también un ritual que conjuga lo andino con lo español, el simbolismo inca con la liturgia cristiana. Andas del Señor de Pascua de Resurrección en las calles de Ayacucho, por Semana Santa (Andina) Desde los Andes, nos movemos hacia la selva amazónica, a la ciudad brasileña de Belém. Cada octubre, millones de personas se congregan en el Cirio de Nazaré, una de las mayores procesiones marianas del mundo y reconocida por la UNESCO como “Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad”. No es un desfile, es un éxodo de fe. La procesión traslada la imagen de Nuestra Señora de Nazaret desde la catedral hasta el santuario, un recorrido que se convierte en un mar humano de devotos. Lo más impactante de esta procesión no es solo el número de participantes, sino la comunión que se produce en torno a una cuerda, la “corda”, que es tirada por miles de fieles descalzos que se disputan un lugar para sostenerla. Arrastrados por la marea, los creyentes se aferran a esta cuerda como si fuera el único salvavidas en un océano de incertidumbre. Es un ritual de sacrificio, de penitencia y de gratitud, donde se mezclan el fervor religioso, la cultura popular y las tradiciones ancestrales de la región. La fe aquí tiene un olor a río, a selva, a esperanza. En Guayaquil, Ecuador, el Viernes Santo se viste de luto y penitencia con la procesión del Señor del Consuelo. Esta manifestación de fe, que convoca a cientos de miles de personas, recorre el popular suburbio de la ciudad, una zona marcada por la pobreza y la marginalidad. La imagen de un Cristo crucificado, escoltada por la de la Virgen María, se convierte en el epicentro de un clamor popular que pide consuelo ante el sufrimiento cotidiano. La procesión, que se ha consolidado como la más multitudinaria del país, es un reflejo de la religiosidad popular más profunda. Los devotos, muchos de ellos descalzos, acompañan el recorrido con lágrimas, oraciones y promesas. Es un Viernes Santo de luto, sí, pero también de esperanza. El clamor por la paz en el país, acosado por la violencia y el narcotráfico, se mezcla con las peticiones personales por salud, trabajo y bienestar. Es una fe que no se esconde, que se hace visible en el dolor compartido y en la solidaridad de un pueblo que se aferra a la cruz como último recurso. Peregrinos portan una imagen de la santa por las calles durante la procesión anual del Cirio de Nazaré, una de las mayores festividades religiosas del país en honor a Nuestra Señora de Nazaret, en Belém, estado de Pará, Brasil, el 12 de octubre de 2025 (REUTERS/Anderson Coelho) La Semana Santa en la colonial y barroca Antigua Guatemala es una explosión de color y tradición. Las calles, empedradas y flanqueadas por iglesias centenarias, se convierten en un lienzo efímero de fe. Miles de devotos crean, con paciencia y maestría, alfombras de aserrín teñido con imágenes religiosas, flores y frutas, para que las majestuosas andas de las procesiones pasen por encima. La procesión del Cristo Yacente, un Viernes Santo de luto y silencio, es el punto álgido de la celebración. La imagen, en una de las andas más grandes del mundo, es transportada en hombros por cientos de “cucuruchos”, penitentes vestidos de morado con capirotes, en un acto de devoción y sacrificio. El incienso llena el aire, las marchas fúnebres suenan por todas partes y la multitud observa en silencio, con una reverencia que traspasa el tiempo. No es solo un acto de fe, es una lección de historia, un museo viviente de las tradiciones coloniales que resisten al paso del tiempo. En Venezuela, un país sacudido por la crisis política, económica y social, la procesión de la Divina Pastora se ha convertido en un símbolo de esperanza y resistencia. Cada 14 de enero, en la ciudad de Barquisimeto, millones de fieles acompañan a la imagen de la Virgen en un recorrido de varios kilómetros. Es la peregrinación mariana más grande del país y una de las más multitudinarias de América Latina. La historia de esta devoción está marcada por la fe y el milagro. Se cuenta que, en el siglo XIX, el pueblo de Barquisimeto se encomendó a la Divina Pastora durante una epidemia de cólera. El párroco, en un acto de extrema fe, se ofreció a sí mismo como la última víctima, y el brote cesó. Desde entonces, la procesión es un acto de gratitud y una oportunidad para que los venezolanos, tanto los que se quedaron como los que se fueron, se unan en una plegaria por un futuro mejor. La Divina Pastora es una madre que consuela, una guía que no abandona a sus hijos en el camino. Un grupo de fieles ultima los detalles de una alfombra de aserrín en preparación para la procesión de Semana Santa en Antigua, Guatemala, el Viernes Santo, 29 de marzo de 2024 (AP/Moisés Castillo) En la bulliciosa Lima, el mes de octubre se tiñe de morado. La procesión del Señor de los Milagros, una de las más grandes y antiguas del mundo, paraliza la ciudad en un acto de fe que trasciende las clases sociales y los orígenes. La imagen, pintada en una pared del antiguo barrio de Pachacamilla por un esclavo angoleño en el siglo XVII y que resistió milagrosamente varios terremotos, se ha convertido en el símbolo de la fe del pueblo peruano. Las calles se llenan de miles de fieles, ataviados con hábitos morados, que acompañan el recorrido del anda, cargada por miles de miembros de la Hermandad. El aire se impregna con el incienso y el olor a sahumerio, mientras las saetas, una especie de cante flamenco religioso, se elevan por encima de la multitud. La procesión del Señor de los Milagros es la expresión más pura del sincretismo religioso latinoamericano. En ella se funden la herencia esclava, las tradiciones indígenas y la devoción católica, en un crisol de fe que conmueve por su fervor y su autenticidad. En la tranquila Salta, al norte de Argentina, la devoción al Señor y la Virgen del Milagro es el eje de la vida religiosa. Cada septiembre, el pacto de fidelidad que el pueblo salteño renovó hace más de tres siglos se materializa en una procesión que congrega a cientos de miles de peregrinos. La fe al Milagro nació en el siglo XVII, cuando una serie de terremotos asoló la región. El terremoto cesó tras sacar las imágenes del Señor y la Virgen, que habían llegado en el mismo barco desde España. La procesión es un acto de gratitud y de renovación de la fe. Los peregrinos, muchos de ellos caminando durante días, llegan a Salta para acompañar a las imágenes en su recorrido. El reencuentro de la Virgen y el Señor en la plaza principal es uno de los momentos más emotivos. La devoción, que se vive de manera muy íntima y personal, se proyecta en la multitud como un acto de comunión colectiva. Es una fe que habla de la provincia, de su historia, de su gente. Procesión del Señor de los Milagros en Arequipa (Andina) Estas procesiones, más allá de su significado religioso, son una ventana a la idiosincrasia de los pueblos latinoamericanos. Son espacios donde se entrelazan la historia, la cultura, la política y la fe. Son la expresión de una religiosidad popular que, aunque a veces desconcierte al observador externo, es el pilar de la identidad de millones de personas. En un mundo cada vez más secularizado, las procesiones de América Latina nos recuerdan que la búsqueda de lo trascendente sigue viva. Que la necesidad de creer, de tener un consuelo, de renovar la esperanza, es una constante humana que no entiende de fronteras ni de épocas. Y que en el clamor de las multitudes, en el sudor de los cargadores, en el olor a incienso y en la lágrima del penitente, reside la esencia de un continente que se niega a olvidar sus raíces, sus historias y sus milagros. Un continente que, a su manera, sigue creyendo.

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