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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 15/11/2025 04:32
Pedro Opeka Mientras en Argentina discutimos eslóganes sobre la pobreza, un sacerdote nacido en San Martín lleva más de medio siglo convirtiendo basurales en barrios, chicos cartoneros en alumnos y beneficiarios en trabajadores. Su obra en Madagascar ya tiene una réplica en Lima, partido de Zárate. Hay historias que parecen parábolas del Evangelio, pero están pasando ahora mismo. Una de ellas comienza en un basural de Antananarivo, la capital de Madagascar. Allí, entre montañas de residuos y humo tóxico, familias enteras vivían revolviendo la basura para encontrar algo que comer. Chicos descalzos, padres agotados, madres con bebés en brazos. Nada de futuro, apenas el rebusque diario. A ese infierno de miseria llegó hace décadas un cura argentino, hijo de inmigrantes eslovenos, que había aprendido a trabajar de albañil junto a su padre. Se llama Pedro Pablo Opeka, nació en San Martín en 1948 y es sacerdote vicentino. Alguna vez fue alumno de Jorge Bergoglio en el seminario de San Miguel. Podría haberse quedado en una parroquia confortable, pero eligió vivir, literalmente, entre los más pobres de los pobres. Cuando se encontró con las familias del basural, no organizó primero una conferencia de expertos. Empezó a trabajar. A su manera: levantando paredes, ordenando el caos, invitando a los vecinos a soñar algo distinto y, sobre todo, a poner el cuerpo. Así nació Akamasoa, que en malgache significa “los buenos amigos”: una ciudad construida desde la basura, a fuerza de ladrillos, escuela y oración. Con los años, allí se levantaron miles de viviendas de material, escuelas donde hoy estudian decenas de miles de chicos, un hospital, canteras, talleres y canchas deportivas. Donde antes había desesperación hoy hay patios de recreo, uniformes escolares y horarios de trabajo. Pedro Opeka No se trata de un oasis asistencial, sino de una comunidad organizada. Opeka es contundente: lo peor que se le puede hacer a un pobre es condenarlo a vivir de la limosna o del clientelismo. Por eso su método combina nutrición, educación, trabajo y disciplina. La ayuda no es un fin en sí mismo, sino la puerta de entrada a una vida nueva. Quien llega a Akamasoa recibe contención y alimentos, pero también reglas claras, los chicos deben ir a la escuela, los adultos buscan un lugar en las canteras, en la construcción, en los talleres. La comunidad se gobierna con comités de vecinos que cuidan la limpieza, el respeto, el cumplimiento de los compromisos. Y la fe se celebra en la propia lengua y con los propios símbolos, sin romper la cultura del pueblo, pero purificándola y elevándola. Los números impresionan, cientos de miles de personas han pasado por Akamasoa y salieron de la pobreza extrema, miles de familias viven hoy en barrios que antes eran basurales, miles de chicos estudian cada día en sus escuelas. No es casualidad que el padre Pedro haya sido propuesto en reiteradas ocasiones para el Premio Nobel de la Paz. Pero, si uno le pregunta, él responde con sencillez que lo suyo es apenas tomar el Evangelio en serio. Todo esto ocurre en Madagascar, una isla que a muchos argentinos nos suena lejana, casi exótica. Sin embargo, la historia vuelve de un modo muy concreto al país donde nació este cura albañil. Porque el “milagro social” de Akamasoa empezó a tener también una traducción argentina. En la localidad bonaerense de Lima, partido de Zárate, un grupo de laicos tomó la posta y se propuso replicar el modelo. Así nació Akamasoa Argentina, un movimiento que busca acompañar la vida “desde el inicio hasta el final”, inspirándose en el mismo trípode que sostiene la experiencia malgache: educación, trabajo y disciplina, dentro de una comunidad viva. Ahí, en Lima, se están levantando viviendas para familias en situación de extrema vulnerabilidad, un centro educativo y un espacio de salud. Hay voluntarios, empresas y donantes que colaboran, hay profesionales que dejaron su carrera cómoda para ponerse al servicio; hay, sobre todo, vecinos que ya no son vistos como “sobrantes” del sistema, sino como protagonistas de su propio futuro. Pedro Opeka No es casual que uno de los impulsores haya quedado marcado por una frase de Opeka: “Si vas a ayudar, ayudá hasta el final”. No alcanza con una bolsa de alimentos o una campaña emotiva en redes sociales. Se trata de acompañar procesos largos, de estar cuando las cámaras ya se fueron, de apostar a que un chico que nació al borde de un basural pueda terminar la escuela, aprender un oficio, formar una familia y sostener un trabajo digno. Mientras tanto, en la Argentina discutimos la pobreza a fuerza de consignas. Unos culpan a los planes; otros, al mercado; todos se acusan mutuamente de “no querer a los pobres”. La realidad es que millones de compatriotas siguen atrapados en una trama de exclusión que se transmite de generación en generación. Frente a ese laberinto, la experiencia de Pedro Opeka nos corre del lugar cómodo. Nos recuerda que no hay política social verdadera sin cultura del trabajo, pero también que el mercado por sí solo no integra a los descartados. Hace falta comunidad, presencia, paciencia. Hace falta gente que se juegue la vida entera por los últimos, sin convertirlos en clientes de nadie. Tal vez por eso Akamasoa incomoda. Porque muestra que es posible hacer lo que siempre nos dijeron que era imposible: transformar un basural en barrio. Cambiar la lógica del sálvese quien pueda por la fraternidad concreta. Pasar de la limosna ocasional a la construcción paciente de un pueblo que se reconoce familia. En tiempos de desconfianza hacia todo (la política, las instituciones, incluso la Iglesia), la figura de este cura argentino de barba blanca, rodeado de chicos en Madagascar, es un recordatorio incómodo: no estamos condenados a naturalizar la miseria. No es cierto que “siempre fue así”. Hay caminos distintos. Uno de ellos empezó con un albañil de San Martín que se animó a agarrar la pala en el lugar más pobre de la tierra y a mirar a los descartados a los ojos, llamándolos hermanos. Hoy, una parte de ese camino también pasa por Lima, en Zárate, donde Akamasoa Argentina intenta, entre dificultades y esperanzas, encarnar la misma intuición. Quizás el verdadero homenaje que podemos hacerle al padre Pedro no sea solo nominarlo al Nobel, ni pintarlo en un mural (aunque todo reconocimiento sincero vale), sino dejarnos interpelar por su pregunta de fondo: ¿Vamos a seguir administrando la pobreza o nos animamos a construir, ladrillo por ladrillo, una sociedad donde nadie tenga que vivir más de la basura?
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