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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 14/11/2025 04:58
El niño de 8 años confesó tres crímenes La tarde en que la policía detuvo a Amarjeet Sada, un niño de apenas ocho años, la noticia sacudió a la comunidad de Bihar en la India. El chico que caminaba descalzo por el arrozal se convirtió en el asesino serial más joven del mundo. La misma comunidad que solía verse a sí misma como un enclave olvidado soportaría el peso de la notoriedad mundial al conocerse que entre sus niños jugaba un chico capaz de quitarle la vida a bebés indefensos. La desaparición de una bebé La mañana era idéntica a todas las demás: gallinas, perros y niños se mezclaban en el bullicio cotidiano bajo un sol implacable en Bihar. Pero, a media mañana, algo se quebró. Khushboo Khatun, una bebé de seis meses, hija de Parameshwari Devi, una vecina de la familia Sada, desapareció sin dejar rastro mientras su madre extraía agua del pozo. El rumor se esparció como pólvora: —¿Has visto a Khushboo? —preguntaba una y otra vez la madre. Los vecinos comenzaron a rastrear el terreno, a mirar entre escombros y arbustos. El único que no parecía alterado por la búsqueda era Amarjeet Sada, quien, arrimado a la pared de barro de su humilde casa, mantenía la vista curiosamente fija en algún punto lejano. Alguien lo notó. Pronto, los ojos de la comunidad recayeron sobre él. No era la primera vez. —Dinos, Amarjeet —le increpó la madre de la niña, voz quebrada—, ¿Estuviste cerca de Khushboo? —Sí —respondió el niño en voz baja, sin sobresaltarse. Nadie se atrevía a preguntar más. Entonces, una vecina reunió coraje: —¿Sabes dónde está la niña? El niño respondió sin rodeos: —Yo la maté. Está bajo el matorral. El silencio fue aplastante. Algunos creyeron que bromeaba, que aquel era un juego incomprensible. Pero Amarjeet, sin emoción alguna, ofreció conducir a los adultos hasta el lugar exacto. Solo entonces, la realidad demostró que no era un cuento de terror. La bebé yacía sin vida, oculta tras un arbusto. Una piedra, manchada de sangre seca, delataba la brutalidad del acto. Los padres de Amarjeet Sada vivían en una aldea pobre de la India Las palabras del pequeño, tan frías y desapasionadas, marcaron el principio del fin para Mushahar: “La maté yo. Lloraba mucho y no me gustó.” Al escuchar aquello, nadie volvió a mirar a Amarjeet Sada como a un simple niño. Un monstruo bajo la piel de un niño No hubo resistencia cuando la policía llegó a detener a Amarjeet. El subinspector Singh lo encontró sentado en el umbral de su casa, con las manos cubiertas de polvo y una expresión casi ausente. El procedimiento policial parecía absurdo frente a la estatura menuda del niño. Y, sin embargo, era el principal sospechoso de un crimen atroz. —¿Por qué lo hiciste, Amarjeet? —le preguntó Singh directamente, mientras tomaba declaración ante los aldeanos presentes.—Tenía ganas —respondió Amarjeet, sin despeinarse. Cuando llegaron los padres de Amarjeet y se registró oficialmente la denuncia del crimen, surgió un detalle inquietante. Otro familiar, con voz temblorosa y mirada huidiza, se acercó al subinspector y le susurró: —No es la primera vez. Hace meses, su hermana también apareció muerta… y después un primo, otro bebé… Ambas muertes, hasta entonces, se habían atribuido al infortunio: caídas accidentales, mala salud, negligencia. Las familias nunca dieron parte a la policía. Temían el estigma, la vergüenza y la posible expulsión de la aldea, un castigo peor que la propia violencia. La madre de Amarjeet, Manju Devi, apenas podía articular palabras. “Nunca pensé que podía ser capaz. Solo pensábamos que la desgracia nos perseguía”, explicó. Todos los crímenes, cometidos sin testigos, habían sido perpetrados durante horas de escaso control adulto. Todas las víctimas, niños menores de un año. Todos los cuerpos, hallados con signos de golpiza y asfixia. El niño fue interrogado por la policía y psicólogos El interrogatorio policial El interrogatorio formal se realizó en la comisaría de Begusarai. Allí, psicólogos, policías, funcionarios judiciales y periodistas buscaban una respuesta imposible. Amarjeet aceptaba cada pregunta con total serenidad, incapaz de esbozar remordimiento o emoción genuina. —¿Sabes lo que has hecho? —inquirió una psicóloga clínica. —Sí —dijo Amarjeet—, maté a mi hermana, a mi primo y a Khushboo. —¿Por qué, Amarjeet? —No sé. Quería ver como se veían cuando dejaban de moverse. —¿Te hicieron daño primero? Sacudió la cabeza con indiferencia. El oficial Singh tomó la palabra.—¿Alguien te enseñó esto? ¿Viste a alguien golpear a los niños? —No. Yo lo hice solo. Las palabras eran simples, directas, desconcertantes. La psicóloga anotó en su informe preliminar: “El niño carece de empatía y no muestra comprensión del dolor causado. No expresa culpa ni miedo”. Apenas finalizado el interrogatorio, Amarjeet fue puesto bajo custodia. La ley india prohíbe juzgar o condenar a prisión a menores de 18 años. Apenas podía enviárselo a un centro de rehabilitación juvenil, sin condena formal y en total anonimato. Mientras tanto, el pueblo se agitaba en un frenesí de miedo y superstición. Cundía el rumor de que una maldición ancestral había caído sobre la familia. La madre muestra una foto de su hijo, Amarjeet Sada Anatomía de una familia rota Para entender el trasfondo de esta tragedia, resultaba necesario mirar a la familia Sada y el entorno que los rodeaba. Dalits, la casta más baja y estigmatizada de la India, la familia subsistía en el umbral de la privación absoluta. Casas de barro, sin agua potable ni electricidad, comida miserable cuando la había. La violencia era solo una amenaza más entre tantas: malaria, trabajo infantil y desnutrición. Vecinos describieron la dinámica familiar con resignación: —Nunca hubo risas en esa casa. El padre solo gritaba. La madre siempre enferma. Pero lo que más sorprendía era la soledad absoluta de Amarjeet. Los demás niños lo evitaban desde pequeño. Su carácter hosco, su silencio inquietante y su tendencia a hacer daño a insectos y animales pequeños lo convirtieron en una presencia temida. —Los otros chicos lo llamaban “bhoot”, fantasma —aseveró uno de los maestros locales. En la escuela, Amarjeet apenas respondía a las preguntas. Reía en los momentos inoportunos, como cuando un compañero resultaba herido. Mientras tanto, las muertes comenzaban a apilarse. Primero, la hermanita de Amarjeet. Un día apareció sin vida en la cuna. Los padres no denunciaron el hecho. Después, un primo de escasos seis meses. Su tío lo halló sin signos de vida y, por miedo, también enterró el cuerpo en secreto. La llegada del tercer cadáver, Khushboo, rompió la barrera del silencio. Era imposible fingir que nada anormal ocurría. Los pobladores de Bihar, en India, se sorprendieron cuando la policía detuvo a Amarjeet Sada El peso del crimen en el alma de un pueblo El impacto en Mushahar fue devastador. Poco acostumbrados a la intervención de las fuerzas del orden, los habitantes del pueblo vivieron la llegada de reporteros, agentes y psicólogos como una invasión. Nadie recordaba un escándalo similar. La vergüenza pesaba casi tanto como el miedo. La familia Sada fue apartada socialmente. Nadie les dirigía la palabra. La comunidad instaló el relato de que todo era producto de una maldición, una especie de karma colectivo. El subinspector Singh relató a la prensa internacional: “No querían hablar del tema, pero la tensión se notaba. Las madres decían que ahora sus hijos no dormían, que temían a Amarjeet incluso tras ser detenido. Fue una catarsis. Nadie en Mushahar volvería a confiar en la inocencia infantil”. Aquella noche, una de las vecinas, en voz baja, lo resumió ante los periodistas de The Guardian: “El diablo se disfrazó de niño aquí.” Con el paso de los días, el rumor creció y se mezcló con las leyendas locales. Algunos decían que Amarjeet tenía “el ojo del mal”, una rareza heredada de una anciana hechicera de la aldea. Otros, que había sido poseído por los espíritus de los niños muertos en la gran hambruna. El mundo habló del niño asesino La prensa internacional bautizó el caso como el del “más joven asesino serial del mundo”. Reporteros de Times News se trasladaron a Bihar buscando explicaciones. Un experto en criminología explicó: “No se conoce registro de un niño tan pequeño implicado en crímenes tan repetidos y violentos. La mayoría de los asesinos seriales adultos describen infancias violentas, pero casi nunca ejecutan actos tan extremos antes de la adolescencia.” —Nunca nos visitó un médico ni un trabajador social —explicó el director de la escuela de Mushahar—. Aquí los niños mueren de hambre o de fiebre todos los meses. El informe forense y psicológico al que accedió la prensa filtró un comentario clave: “No se descarta un trastorno de personalidad antisocial de emergencia precoz. El menor carece de apego afectivo y conciencia moral discernible.” El informe agregaba una conclusión inquietante: “Está consciente de lo que hace, pero no entiende la gravedad. Es incapaz de sentir el dolor ajeno.” El encierro y sus sombras La incorporación de Amarjeet a un centro de detención juvenil fue poco menos que un experimento social. El personal del lugar lo describió como un niño callado, sin arrebatos ni emociones fuertes. No manifestaba interés por los juegos ni por la compañía de los demás. —Pedía papel y lápices para dibujar —explicó uno de los cuidadores—. Pero no quería que los adultos vieran lo que hacía. Se reía solo, en voz baja. Durante los primeros días, el niño no preguntó ni una sola vez por su familia. Tampoco lloró. Cuando le ofrecieron llamar a su madre, lo rechazó. —¿Quieres ver a tu familia? —No. Ellos ya no quieren verme —respondió. En tanto, en Bihar nadie quiere recordar el paso del niño por la aldea.
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