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» Jackemate
Fecha: 12/11/2025 17:50
Comparte este Articulo... Por Ricardo Marconi (*) El senador Andrew Volstead, como estaba acostumbrado, hizo uso de la palabra, en este caso ante un grupo de gente y numerosos periodistas. Era el 17 de enero de 1920. Solemne, colocó su voz en un tono más grave que el habitual, para subrayar la importancia del momento. Estaba por realizar un gran anuncio: cerraría, para siempre, las puertas del infierno. Eso dijo mirando su reloj: “Esta noche, apenas sean las doce, nacerá una nueva nación. El demonio de la bebida morirá para siempre. Se generará una nueva era de ideas claras y modales limpios modales. Las calles violentas serán cosa del pasado. Las cárceles y correccionales quedarán vacíos; los transformaremos en graneros y fábricas. Todos los hombres volverán a caminar erguidos, las mujeres van a sonreír y todos los chicos van a reír”. Otros afirman que ese discurso fue dado un día antes y por un pastor protestante llamado Billy Sunday. Fue en un entierro populoso. Había más de 10.000 personas. Al que despedía el eufórico y enfático religioso era a John Barleycorn. Pero en ese entierro no había ataúd alguno. Barleycorn era como era llamado, en la jerga del momento, al whisky. El comienzo de una nueva era Comenzaba la Era de la Prohibición. Con la aprobación de la XVIII Enmienda Constitucional, el alcohol quedaba prohibido en Estados Unidos. Hacía años que el senador luchaba por sacar adelante esta ley. Tanto hizo, que la norma aprobada llevó su nombre: Ley Volstead. Aunque todos, aun la posteridad, la conocieron con otro nombre: la Ley Seca. La norma legal prohibía la manufacturación, comercialización y circulación del alcohol. Es decir, no vetaba específicamente el consumo, aunque sería difícil beberlo si nadie podía fabricar, vender o importar. Algunos ciudadanos acataron dócilmente la medida. Pero no fueron la mayoría. Otros compraban un producto sobre el que no pesaba prohibición alguna: el jugo de uva concentrado, que se vendía en un rectángulo sólido, una especie de ladrillo (se lo conocía como “ladrillo de vino”), con el cual hacían vino casero (también había un cupo para el vino casero, una cantidad de litros anuales permitida). Pero muchos, muchísimos, consumían el “ladrillo” de manera clandestina. Todo era culpa del alcohol. Conducía al mal. Provocaba la relajación de las costumbres, la inclinación al juego, a la prostitución y hasta una baja de productividad laboral. En Estados Unidos, el fin de la Guerra de Secesión y la llegada masiva de inmigrantes de diversas partes del mundo, en especial de Europa, había provocado que las costumbres cotidianas se modificaran y que el clima social fuera menos previsible. Ante eso, apareció una reacción conservadora, puritana, nacida principalmente en los líderes religiosos protestantes que predicaban sobre la vida equilibrada y ascética. Pero no pretendían hablar sólo para sus feligreses, sino imponer sus creencias (y sus temores) en todo el territorio. Lo que comenzó en el púlpito de las iglesias, siguió en las calles y especialmente en los despachos de funcionarios públicos y congresistas, y en los grandes diarios. La presión de los grupos religiosos se hizo cada vez más fuerte. Movimiento por la Templanza En los años previos a la Ley Seca, hubo muchos impulsores de la prohibición. Algunos formaron el Movimiento por la Templanza. Esa agrupación, mostrando una templanza algo particularidad, tenía como símbolo un hacha. Sus integrantes solían atacar a hachazos los bares, destrozando sus instalaciones y cada una de las botellas. También, para que no les quedaran ganas de reincidir, incendiaban los locales. Los que tomaban alcohol eran perseguidos por las calles por estos epítomes de la templanza y llegaron hasta linchar a alguno. Aseguraban que ellos sólo defendían los hogares norteamericanos. Una de las más famosas fue una señora mayor que aparecía en las imágenes con anteojos, vestidos largos y oscuros, cara agria, con un hacha en la mano derecha y una Biblia en la izquierda. Se llamaba Carrie Amelia Nation. Y utilizaba su arma para destrozar toneles con vino, cerveza o whisky. El fin de la Primera Guerra Mundial presentaba un marco acorde para instalar un nuevo orden. Como suele suceder, a las creencias se las da una fachada de racionalidad, se busca algún argumento que parezca científico para respaldarlas. Fue Irving Fisher, un célebre economista, reconocido como uno de los mejores en su especialidad, un precursor, pero al mismo tiempo un puritano que estaba en contra del cigarrillo, el alcohol, el consumo de carnes rojas y las relaciones extramatrimoniales. Su legado, innegable como pionero de las teorías económicas modernas, quedó algo desvirtuado por sus dos grandes desaciertos públicos de la década del veinte: apoyó la Ley Seca y nueve días antes del crack del ‘29 vaticinó que la Bolsa y su buena salud serían eternas. Fisher hizo un cálculo y habló de “cifras escalofriantes”. Pérdidas millonarias arbitrarias Afirmó que el alcohol que tomaban los obreros, operarios y empleados provocaba una pérdida de 6.000 millones de dólares anuales a la economía de Estados Unidos. Cuando uno se interna en el cálculo de este señor descubre que el razonamiento utilizado era, cuando menos, arbitrario. Suponía que cada empleado tomaba una copa de alguna bebida espirituosa antes de entrar a trabajar y alguna más durante el almuerzo y, por supuesto, muchísimo más, a la noche, ya en su hogar. Esa inclinación colectiva provocaba que la productividad disminuyera un diez por ciento. Lo que no tuvo en cuenta fue que la del alcohol era la quinta industria que más facturaba en ese país. La caída inicial fue abrupta. Pero muy rápidamente se acomodó y, en la clandestinidad, se recuperó gran parte de la actividad. Las estadísticas sobre la caída del consumo de alcohol varían. Algunos afirman que durante años la aplicación de la ley y la persecución estatal fueron eficaces y consiguieron que se tomara el 50% menos que antes. Otros aseguran que sólo bajó un 20%. Es decir que gran parte de la actividad se mantuvo, pero a través de nuevos canales y jugadores. Se volvió en una enorme maquinaria clandestina. Lo que eso generó fue un nuevo mapa, unos nuevos desequilibrios sociales. A la par de la Prohibición se multiplicó la influencia de las mafias. Aprovecharon que el negocio era ilegal y que existía una demanda enorme para controlarlo y hacerlo su principal fuente de ingresos. La consecuencia no fue sólo que pasaron a manejar fortunas. El botín era enorme y eso provocó que la codicia trajera muchas muertes. Las calles de las grandes ciudades comenzaron a alfombrarse de cadáveres. Matanzas frecuentes Cuentas pendientes e intentos por apropiarse de la plaza de otros provocaban matanzas frecuentes. Numerosos decesos se producían por la calidad del alcohol que muchas veces era pésima y su salubridad nula, sin control bromatológico. Así, en los primeros años de la década del veinte, muchos murieron intoxicados. Las mafias además ampliaban negocios. Sabían que el alcohol no era un negocio eterno, que iba a legalizarse en algún momento. Así que extendieron su influencia a todos los ámbitos imaginables. Al principio contrabandeaban desde Canadá, por eso Chicago tomó tanta importancia. Paralelamente se dedicaron a fabricar alcohol, a distribuirlo y hasta a crear bares clandestinos, que todo el mundo terminó conociendo, pero a los que se entraba con contraseña. Se los conocía como Speakeasy, aunque vale aclarar que el mecanismo, en Estados Unidos continúa. Cada arista del negocio era manejada por la mafia. Si la intención había sido moralizar a la sociedad, convertir a todos los habitantes en castos y virtuosos, la consecuencia más inmediata de la Ley Seca fue exactamente la contraria, ya que se crearon imperios de ilegalidad y se fomentó el crimen, a la vez que se multiplicaron los gánsteres, a lo que se suma que se les dio un enorme poder a los delincuentes y se prohijó un sistema de corrupción entre policías, autoridades y funcionarios y, por supuesto, se afianzó a la mafia como institución. Una nueva teoría En un comentario periodístico se indicó que el economista Bruce Yandle elaboró una teoría que llamó “De la Elección Pública” o también conocida como Contrabandistas y Bautistas. Lo que, en grandes líneas, afirma que “las regulaciones fuertes, las prohibiciones, suelen ser apoyadas por una alianza inesperada entre extremos, entre moralistas magnánimos y cínicos, delincuentes, con ánimos de lucro, gente que jamás pensó en el altruismo como una posibilidad. Los que creen que algo es malo y que debe ser prohibido a toda costa, por lo que se unen con aquellos que descubren que la restricción les permite lucrar y satisfacer un deseo, una demanda, una necesidad: En el medio ganan mucho dinero y poder. Chicago, una gran metrópolis, cercana a la frontera, se convirtió en uno de los grandes epicentros del negocio clandestino del alcohol y de la mafia en general, ya que el contrabando, además, le daba a la delincuencia la posibilidad de llegar a distintas regiones de Estados Unidos. Feroz guerra entre bandas en Chicago En Chicago ya con la Ley Seca vigente, luego de una pequeña tregua, se desató una feroz lucha de bandas que se robaban unas a otras los cargamentos ilegales. Cada etnia parecía tener una organización mafiosa que quería imponerse. Los judíos, los polacos, los italianos y los irlandeses querían su parte. Johnny Torrio, el líder mafioso de los italianos, tenía un joven lugarteniente que se destacaba por su capacidad de trabajo y su falta de escrúpulos -condiciones indispensables para triunfar en la mafia-, Al Capone. En algún momento Torrio impulsó una tregua entre las bandas. Se asignaron territorios y se buscó un poco de paz. El negocio era grande y había para todos. La Banda del North Side, integrada por irlandeses, era su principal rival. El líder Dion O’Banion, como gesto de buena voluntad, le vendió su principal negocio, una cervecería enorme, a Tarrio en medio millón de dólares. Dos días después de la venta, la policía clausuró el lugar, decomisó todas las mercaderías y detuvo al mafioso italiano. O’ Banion, sin disparar un solo tiro, se había vengado de Tarrio. Al Capone tomó el lugar de su jefe, mientras éste estuvo en la cárcel y dijo en público: “Pobre O’Banion. Su cabeza se escapó de su sombrero”. Pocas semanas después, el irlandés era acribillado en las escalinatas de la Catedral de la ciudad cuando salía de misa. La violencia multiplicada En el libro “el Rompecabezas de la Muerte en Rosario, quien esto escribe, expone como, a partir de ese momento la violencia se multiplicó. Los irlandeses fueron por la revancha y balearon a Tarrio, quien sobrevivió de milagro, pero abandonó la ciudad para siempre y el negocio quedó en manos de Capone. Los ajustes de cuenta eran moneda corriente y se hacían a la luz del día. Los tiroteos se habían convertido en un espectáculo habitual en las esquinas céntricas de Chicago. En una visita a la ciudad, Lucky Luciano, el célebre mafioso de Nueva York, sentenció: “Chicago es una ciudad de locos. Nadie está seguro en la calle”. Algunos periodistas pedían al gobierno federal el envío de marines para dominar Chicago. Capone era bueno para los negocios Capone podía prever algunas situaciones. Avisaba en cada entrevista que la Bolsa se caería, instaba a sus cercanos a vender las acciones. Y también sabía que la Ley Volstead tenía poca vida y comenzó a diversificar sus intereses e inversiones. Capone se definía como un benefactor público que brindaba pequeños placeres a los habitantes de su ciudad: alcohol, juego, prostitutas. Y que, además, suplía deficiencias del Estado a través de grandilocuentes gestos de solidaridad: ollas públicas, regalos navideños y otras donaciones con las que se pretendía ganar el cariño de la gente. Se anticipó en el tiempo a narcotraficantes que utilizaron el mismo método para lograr sus objetivos. Fue un adelantado. Le gustaban los medios, la fama y aparecía en los diarios cada vez que podía. Una conducta no demasiado aconsejable para alguien que vive en la ilegalidad. Esa vanidad fue una de las causales de su caída. La Masacre de San Valentín, el 14 de febrero de 1929, fue el punto de quiebre. Las fotos de ese festival de muerte y sangre en las portadas de los diarios y la convicción de toda la sociedad de quien había sido el autor intelectual, sepultaron la imagen del hampón grandilocuente. Después del crack del ‘29 y de la crisis social, tanto los ciudadanos como los políticos se convencieron de que la prohibición debía terminar. Roosevelt prometió la abolición de la Ley Volstead en su campaña presidencial del 32. El 5 de diciembre de 1933, el nuevo presidente cumplió con la ratificación de la Enmienda XXI que derogó la Ley Seca. La Enmienda XXVIII tiene el honor de ser la única enmienda en ser derogada en la historia constitucional de Estados Unidos. La Ley Seca después de casi 14 años había llegado a su fin. (Jackemate.com) (*) Licenciado en Periodismo – Postítulo en Comunicación Política
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