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  • Cuando José Hernández, desde Entre Ríos, denunció el “asesinato atroz” del Chacho Peñaloza, “cosido a puñaladas en su lecho”

    Colon » El Entre Rios

    Fecha: 12/11/2025 12:31

    El 12 de noviembre de 1863, el caudillo riojano Ángel Vicente “Chacho” Peñaloza fue asesinado, su cabeza cortada y clavada en una pica en la plaza de Olta, provincia de La Rioja. Pero hubo un poeta y periodista que no creyó en la versión oficial sobre esa muerte y publicó, en el diario El Argentino que él mismo había fundado en Entre Ríos, otra versión. “Vida del Chacho” se titulaba la serie de artículos que no sólo defendían al caudillo riojano sino que revelaban una verdad incómoda. “No había muerto fusilado después de un combate. Había sido asesinado, en su casa, a sangre fría”, cuenta Tomás Aguerre, desde el sitio cenital.com. El autor del texto era José Hernández. Le faltaban todavía nueve años para escribir y publicar el Martín Fierro. Hernández es entonces un joven desconocido que se ha alejado de Buenos Aires y que tiene en Domingo Faustino Sarmiento, en Bartolomé Mitre y en el Partido Unitario en general a sus enemigos. Esos primeros artículos originales desaparecen con el tiempo. Pero el propio Hernández, a principios de ese mismo diciembre, los compila y los publica como un solo folleto. El folleto es una descripción de los momentos heroicos del Chacho. Pero tiene cuatro apartados previos que lo ponen en contexto. “Asesinato atroz”, se titula el primero, y es la cita textual del momento en el que se conoce la muerte de Peñaloza. “Ha sido cosido a puñaladas en su lecho, degollado y llevada su cabeza de regalo, al asesino de Benavídez, de los Virasoro, Ayes, Rolin, Giménez y demás mártires, en Olta en la noche del 12 actual”. Ese primer apartado responsabiliza directamente a “los salvajes unitarios y la prosecución de los crímenes que van señalando sus pasos desde Manuel Dorrego hasta hoy”. A continuación, un apartado con dos cartas anónimas que certifican la muerte y se lo adjudican a Sarmiento. La primera dice extensamente lo que la segunda resume: que un oficial de apellido Vera, de la gente de Arredondo, a quien Peñaloza había salvado la vida poco tiempo atrás, se introdujo una noche tormentosa en el campo de Peñaloza, lo tomó en su cama, lo degolló y se fue llevando la cabeza de regalo a Sarmiento. Un tercer apartado, La política del puñal, advierte a Justo José de Urquiza: “Tiemble ya el General Urquiza; ¡que el puñal de los asesinos se prepara para descargarlo sobre su cuello!”. Tiene este texto, y el siguiente, la firma: JH. El último es Revelación de un crimen, la denuncia de Hernández propiamente dicha: que no se fusiló un prisionero sino que se asesinó a una persona indefensa en su casa. Y que luego se fraguaron documentos oficiales para ocultar el crimen (como ocurrió, vaya la lectura cruzada, con Operación Masacre). La clave del crimen está en el autor y la fecha. Un primer parte oficial, fechado el 12 de noviembre, le dirige Pablo Irrazábal al gobernador de San Juan, Domingo Faustino Sarmiento. Le informa que esa madrugada sorprendió al bandido Peñaloza y lo pasó por las armas. Tomó a su mujer y a un hijo adoptivo de prisioneros. Sarmiento transmite a Wenceslao Paunero, inspector general de Armas, esa información el 16 de noviembre. Pero dice allí que el comandante Ricardo Vera, con sólo treinta hombres, se desprendió del grueso de la fuerza y logró, favorecido por la lluvia, entrar en Olta sin ser visto a las 9 de la mañana. Entonces, ¿quién mató a Peñaloza? ¿Irrazábal o Vera? “Los asesinos empiezan a turbarse”, dice Hernández. Irrazábal manda una nota el 12 de noviembre a Arredondo, comandante en jefe de la División Expedicionaria a La Rioja. Cuenta que llegó a Pozo Verde y lanzó tres partidas a buscar al enemigo. Una de ellas, la del comandante Vera, capturó a una fuerza enemiga que delató la posición de Peñaloza en Olta. En la madrugada del 12, el general Vera sorprendió a Peñaloza y lo fusiló, tomó dieciocho prisioneros (más la esposa e hijo de Peñaloza) y hubo seis muertos. Entonces, ¿quién mató a Peñaloza? ¿Cuántos prisioneros tomaron? ¿Quién miente? Los dos, dice Hernández. Porque el asesinato de Peñaloza no tuvo lugar el 12 de noviembre sino antes. El tiempo que transcurrió entre el asesinato y el 12 fue el que tomaron los criminales para “fraguar el plan de notas y comunicaciones”. Pero ellos mismos se descubrieron. El parte y la nota del 12 de noviembre aseguran que el fusilamiento fue ese día. Entonces, ¿cómo se explica una tercera nota del día 13 de noviembre, que Tristán Echegaray dirige desde Los Pocitos, provincia de Córdoba, al coronel Domínguez? La nota enviada por Echegaray dice que se fue a Córdoba porque no tenía más sentido quedarse en La Rioja, ya ocupada por fuerzas nacionales de Arredondo. Agrega que en breve se restaurará el orden porque el caudillo Peñaloza fue muerto en Olta. “¿Cómo hizo –se pregunta Hernández– para escribir una nota sobre un suceso ocurrido el día anterior a una inmensa distancia?” Es que Echegaray no miente. Peñaloza fue asesinado pero mucho tiempo antes. En esa misma carta, le dice a Domínguez que le adjunta una nota que recibió de Irrazábal y es esa nota la que revela la trama. Está fechada el 8 de noviembre. Irrazábal relata que llegó al pueblo en persecución del bandido Puebla y que no puede seguirlo por estar mal cabalgado. Entonces aprovecha para informar: “Según noticias, creo que usted no está seguro de que Peñaloza fue tomado e inmediatamente pasado por las armas; puedo pues asegurar que tenemos al principal enemigo y prisionera a la mujer”. El crimen ha sido cometido antes. Y la necesidad de engañar con la fecha se debe a que no fue cometido en circunstancias de combate sino que fue un asesinato. Lo que ocurrió luego, dice Hernández, es que los documentos oficiales fueron fraguados para ocultar esa circunstancia. Entonces Echegaray recibe la noticia y se la comunica al coronel Cesáreo Domínguez, que comete el error de informar a la prensa local. El Imparcial, un diario de Córdoba, publica la noticia antes del 12 de noviembre, sin saber que estaba revelando un crimen. Mientras tanto, denuncia Hernández, Sarmiento reúne los documentos fabricados luego del crimen, los remite a Paunero, este se los manda a Mitre y se publican en el diario La Nación Argentina. Los salvajes unitarios, dice Hernández, han sido castigados por la mano de la Providencia, que no ha querido que semejante crimen quedara oculto. “El criminal se esconde pero siempre deja la cola afuera, que es por donde lo toma la justicia. Los salvajes unitarios han dejado también la cola afuera”. Ahora han pasado trece años. El país es otro. Sarmiento ya ha sido presidente. Hernández ya ha escrito El gaucho de Martín Fierro y ahora, de nuevo en Buenos Aires bajo el amparo del gobierno de Nicolás Avellaneda, se dedica a la actividad política también. Es miembro del Partido Autonomista Nacional. El año es 1875 y Hernández decide volver a publicar el folleto Vida del Chacho. Pero, esta vez, sin aquellos cuatro apartados incendiarios, que señalaban a los salvajes unitarios y a Sarmiento en particular como los responsables del crimen (“el partido unitario es insaciable, vuelve a todos lados su rostro sangriento, sus ojos inyectados de sangre, sus manos manchadas con sangre de hermanos”, había escrito). En su lugar se incluyó una “Advertencia” que cambió por completo el marco del folleto. Sin embargo, esta tercera edición incorporaba un Apéndice, que incluía una carta del coronel Vera, un parte de Irrazábal (ambos dirigidos a Sarmiento) y un texto de cierre. Allí sí aparecían los resabios de furia. La carta de Vera relata que, cuando le comunicó a Sarmiento en San Juan las circunstancias de la muerte de Peñaloza, “me dio un fuerte abrazo, mostrando verdadero gozo en el fin de aquel desgraciado”. El texto final de Hernández, además, devolvió todo el fuego que había buscado evitar con la eliminación de los cuatro apartados. Denunciaba la situación de la esposa de Peñaloza a quien condujeron a la cárcel de San Juan, “engrillada y obligada a salir con sus cadenas, mezclada con otros presos a barrer las calles públicas”. Aunque ahora el texto responsabilizaba por el crimen de Peñaloza a “los amargos frutos de la guerra civil”, no pudo Hernández evitar con su frase final decirlo todo: “Escenas de barbarie: pasad para siempre del suelo de la República”. La reedición de 1875 no pasó desapercibida. Por el contrario, provocó una tensa disputa entre Hernández y los dueños del periódico La Tribuna, los unitarios hermanos Varela. A poco de publicado el nuevo folleto, La Tribuna lo reseñó irónicamente. “Si el lector creyera que tiene en sus manos un libro nuevo se llevaría un solemne chasco”, dijeron. En la nueva biografía de Peñaloza faltaba lo mejor de la vieja: los efusivos apartados de Hernández. “Es una obra notable –ironizaron– y notablemente reaccionaria, con cuyas bellezas pensamos obsequiar a nuestros lectores”. Los Varela decidieron que publicarían los apartados perdidos y así lo hicieron, tres días después, junto a una recomendación al gobierno de Nicolás Avellaneda: “Haría bien en comprar algunos cientos de ejemplares que los ministros se encargarían de repartir entre los empleados de sus respectivas reparticiones”. Toda una declaración de guerra que Hernández, en su periódico La Libertad, no iba a tardar en responder. Pero, ¿cómo lo haría? ¿Escalando la discusión o atenuando, como lo había intentado con el texto editado sobre Peñaloza? “Señor Sarmiento, ¿por qué mataron?”, llevaba de título su respuesta para despejar al inicio cualquier duda. Cuenta allí que conoció a Sarmiento en la reforma constitucional de 1860 (Hernández trabajó como taquígrafo y recordaba que Sarmiento andaba descalzo en el recinto). Y que desde entonces, como federal, fue perseguido por el sanjuanino incluso durante su presidencia. Su último ataque, afirmaba, era la reseña publicada en La Tribuna. Hernández renegaba (algo) del estilo confrontativo de su publicación una década antes. Pero no demasiado de su contenido. Mucho menos de la veracidad de la reacción de Sarmiento: que había festejado el asesinato con un abrazo; que la cabeza de Peñaloza terminó en un palo. “Y todo eso –concluyó Hernández en esta primera carta– no lo deja tranquilo. Por eso intenta matarme moralmente”. Pero esos tiempos, le dice, ya pasaron. “Ni se escribirán más en la prensa argentina artículos como el que yo escribí en el ´63, ni se causará daño alguno con su reproducción como usted pretende hacerlo en el ´75. Esos tiempos se fueron: llórelos usted”. Y entonces todo lo que había intentado evitar en la reedición del texto, vuelve. Es ese mismo diario, dice Hernández, el que escribió sobre la muerte de Peñaloza la frase: “Séale la Tierra pesada”. Me llamaban mazorquero, recuerda Hernández, por condenar aquellos excesos y defender de tantos desgraciados su derecho a vivir, y yo no podía quedarme sin retribuir el sangriento apóstrofe. “Era una injuria recíproca: recibía una y devolvía otra que le era correlativa”. Y cierra su texto así: Pero los que mataron, Sr. Sarmiento, los que mataron son más culpables, cualesquiera que sea la forma en que lo hicieron, que los que condenaron a los matadores, cualesquiera que sean los términos en que escribieron. Fínjase muerto y oirá la opinión de la posteridad respecto de usted. ¿Qué odio no ha sentido en su alma? ¿Qué palpitación generosa ha sentido su corazón? ¿A quién ha disculpado sus errores? ¿A quién ha reconocido sus méritos? Si no querían oír la condenación, Sr. Sarmiento, ¿por qué mataron? Responde La Tribuna, días después, que la carta no fue redactada por Sarmiento sino por la redacción del diario. Responden que no recuerdan haber publicado la frase “que la Tierra le sea pesada”, sobre la muerte de Peñaloza, pero que no hace falta buscarla: que la asumen como propia y que la volverían a publicar ante la misma situación. Hernández se resigna. “No buscaba el debate pero no voy a esquivarlo”, agrega. Que conoce a Sarmiento y sus antecedentes son suficientes para comprender que sí escribió ese artículo (lo dice como solo quien ha escrito el Martín Fierro puede decirlo: “El señor Sarmiento pertenece a esa colmena y esa es la abeja que me picó, aun cuando ahora busque quedar oculta y confundida entre las demás”. Escribe allí Hernández que en todas las épocas ha habido en el cielo de la Patria constelaciones sangrientas. Y que gustoso estará de acompañar a La Tribuna a condenar los crímenes cometidos veinte años atrás en nombre de la federación; si ellos, también, lo acompañan “a fulminar igual condenación contra los que se han cometido de veinte años en adelante en nombre de la libertad”. Con sorna, La Tribuna responde que se limitaron a decir lo que el folleto vale. Que solo mencionaron lo favorable del momento en que aparecía y que no solo lo recomendaron al público y al Gobierno Nacional. “Hicimos más: transcribimos la introducción de la vieja edición, que había sido suprimido en la nueva”. Y que con eso alcanzaba para no decir una palabra más. Aunque agregaron algunas más, estas: “nos negamos muy seriamente a salvar la distancia que media entre los principios que nosotros profesamos y los profesados por el Dr. José Hernández. Federalote ultra, entusiasta admirador y humilde eco de los actos del Chacho, y servidor del virtuoso general Dr. Ricardo Lopez Jordán, que no por haber asesinado al General Urquiza fue menos virtuoso ante la moral de Hernández, profesa principios incompatibles y de imposible aleación con los que forman el credo de la redacción de La Tribuna. Es nuestra última palabra”. El adversario abandona el campo, replica Hernández en su última carta. Pero ya que el adversario se retira, dediquemos nuestras últimas palabras (Hernández habla permanentemente en plural) a sus últimas. ¿Es acaso un crimen ser federal?, se pregunta. Y responde que ahí está el federalismo en la reciente Constitución del país, “que tiene una voz elevada, más noble y más justiciera que la de los apóstoles y representantes de los rencores de medio siglo”. Que le parece natural, agrega, que al periódico La Tribuna le parezca un delito contar los hechos de la vida de Chacho Peñaloza pues ellos mismos han encontrado “meritorio y digno el proceder de los que colocaron su cabeza en un palo”. Que entre López Jordán, que se involucró en una revolución, y Sarmiento, que ofreció cien mil patacones por la cabeza del jefe revolucionario, no tiene dudas. “El primero comprometió su individualidad; el segundo escarneció la moral pública, vilipendió la autoridad que investía, escandalizó a la República, infirió un ultraje a la civilización”, agrega. Entonces Hernández se retira del campo epistolar de la batalla. No sin antes decidir que quienes se habían acostumbrado a creer que la República les pertenecía en patrimonio, “lloran despechados en su error. Los que han ejercido tantos años el terror de la prensa tienen que convenir al fin que el arma se ha quebrado en sus manos”. Era el 29 de septiembre de 1875. Fuente: Cenital - Tomás Aguerre

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