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  • El hombre que robaba cuerpos de niñas de los cementerios y los convertía en parte de su colección de juguetes del horror

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 12/11/2025 04:40

    Anatoly Moskvin y una de las niñas que momificó y transformó en su muñeca (AP) La tarde se había enfriado temprano, como suele ocurrir en los suburbios rusos de Nizhni Nóvgorod cuando termina octubre. El inspector Igor Vasiliev bajó del coche policial y avanzó por el angosto sendero de la calle Akademika Anokhina, hasta detenerse frente al edificio de tres pisos donde vivía un hombre solitario: Anatoly Moskvin. Nadie en la cuadra podía imaginar que en ese departamento pequeño y silencioso, durante más de una década, un profesor erudito considerado inofensivo ocultaba un secreto que pesaría sobre docenas de familias. Un olor a humedad y descomposición inundó el departamento apenas los agentes forzaron la puerta. Libros apilados desde el suelo hasta el techo y muñecas vestidas al viejo estilo soviético sentadas por doquier. Pero ninguna de esas figuras era un juguete. Eran los cuerpos momificados de 26 niñas, cuidadosamente vestidas y dispuestas en sillas, sofás y la cama del dormitorio. El departamento del horror Anatoly Moskvin, historiador y lingüista reputado, recibía a la policía con esa suéter gris siempre muy limpio y una serenidad desconcertante. “¿Por qué están tan alterados?”, preguntó, con voz suave. Uno de los detectives señaló con la mirada el sofá, donde la cabeza infantil de lo que parecía una muñeca sobresalía entre almohadones. El horror de la verdad empezaba a tomar forma. Un intelectual que coleccionaba muertos Nacido en 1956, Moskvin fue un niño introvertido, brillante, con un expediente escolar intachable y un don inusual para los idiomas. Llegó a dominar trece. Su vida transcurrió entre libros sobre historia de Rusia, tumbas antiguas y redacciones académicas que lo llevaron a colaborar para universidades. Los cuerpos de las niñas entre los libros de Anatoly Moskvin Su obsesión comenzó temprano. Según relataría después a los psiquiatras, a los doce años fue arrastrado por la fuerza al funeral de una niña de la aldea vecina. Los adultos le obligaron a besar el cadáver, como último adiós. Años después, contó que a partir de entonces la muerte dejó de inspirarle miedo. En entrevistas previas a su detención, publicó artículos sobre rituales funerarios en diferentes culturas, viajes a cementerios y el folclore eslavo. Su firma resultaba respetada en el mundo académico. Pero algo en sus rutas de investigación lo llevaba cada vez más hacia los cementerios olvidados. Las tumbas profanadas Entre 2005 y 2011, las autoridades de Nizhni Nóvgorod detectaron profanaciones en al menos una docena de cementerios. Los registros civiles mostraban que tras esas visitas clandestinas desaparecían restos de niñas de entre tres y quince años. Las tumbas aparecían abiertas y a las familias les decían que podrían tratarse de actos vandálicos. Una imagen de Anatoly Moskvin en el psiquiátrico en el que estaba internado Lo que no sabían era que las desapariciones respondían a un método, no al azar. “Revisaba la prensa local por reportes de fallecimientos recientes, caminaba los cementerios durante el día y de noche regresaba con sus herramientas”, relataría después el investigador principal del caso, Nikolai Smirnov. El arresto y la confesión Fue un operativo casi fortuito el que llevó a la policía hasta el pequeño departamento. Los investigadores habían detectado mensajes crípticos y símbolos en lápidas profanadas. La combinación de fechas y referencias solo era comprensible para alguien con conocimientos de paleografía y lenguas muertas. Cuando los agentes finalmente enfrentaron a Moskvin, este se mostró cooperativo, casi cortés. El interrogatorio inicial duró varias horas. —¿Por qué desenterraste los cuerpos? preguntó el detective Smirnov, mientras grababan la sesión. —No quise hacerles daño —respondió Moskvin, sin levantar la voz—. Solo quería que no estuvieran solas. Cada año, cuando las visitaba, me daba cuenta de que a nadie más le importaban. A Moskvin le encontraron los cuerpos de 26 niñas en su casa. —¿Por qué las llevaste a tu casa? —Porque podía cuidarlas. En la tumba, toda niña queda olvidada. Ni los policías ni los psicólogos ni la fiscalía podían comprender aún la magnitud de lo que describía el detenido. De la tumba al living Según su propio relato, Moskvin pasaba horas leyendo periódicos en busca de víctimas. Aprendía cada detalle sobre la biografía de la niña fallecida, visitaba el cementerio durante el día y solo tras muchas caminatas nocturnas regresaba para abrir la tumba. Con cada cuerpo, el trabajo de transformación comenzaba en la cocina de su departamento. Utilizaba bicarbonato, clavos y vendas para secar los cuerpos, rellenaba los torsos con trapos y telas, vestía las muñecas con ropas infantiles, en ocasiones decoraciones de fiesta, y cubría el rostro deteriorado con máscaras de yeso, goma o papel. En más de una ocasión, los vecinos recordaron escuchar cantos suaves o el sonido de una caja de música saliendo del departamento durante la noche. Nadie podía imaginar lo que ocurría dentro. La policía llegó hasta el departamento de Moskvin por casualidad Cartas a las familias y diarios de una obsesión Entre los bienes incautados en el departamento, la policía halló decenas de cuadernos manuscritos. “Mi pequeña, hoy te vi bajo la lluvia. Nadie más dejó flores. Por eso te llevaré a casa”, se lee en una de sus páginas. En otra, dirigida a la familia de la niña Julia Romanova, escribe: “No teman, ella está segura ahora. Les juro que la cuidaré mejor que nadie en el mundo”. Al revisar estos textos, los fiscales ordenaron notificar a los familiares de las víctimas. Muchas madres recibieron la noticia en la comisaría, sin entender las primeras explicaciones. El shock alcanzaba una dimensión indescriptible. Olga Shkavrova, madre de una de las niñas profanadas, relató: “Enterré a mi hija después de la leucemia. Creía que el peor dolor posible era perder a un hijo. Pero cuando me dijeron que había sido robada de su tumba, que su cuerpo pasó años sentado como juguete en una casa de desconocido, no supe cómo seguir”. Anatoly Moskvin fue declarado inimputable Los medios rusos y occidentales dieron voz a más testimonios como el del padre de Irina Kochev, que suplicó en cámara: “¿Qué clase de monstruo puede dormir junto a los restos de una niña ajena?”. Durante las entrevistas, los padres mostraban fotos de sus hijas, repitiendo los cumpleaños no celebrados y las historias robadas: “No solo nos quitó a nuestras hijas, también nos arrebató la paz después de la muerte”. Los forenses encontraron intactos los restos de 26 niñas y una adolescente, todas profanadas entre 2003 y 2010. El acusado admitió cada uno de los hechos con una mezcla de culpa y lógica personal. La fiscalía solicitó prisión perpetua. Las familias clamaron para que ingresara en una cárcel común, no en un hospital psiquiátrico. El tribunal, sin embargo, consideró a Moskvin inimputable por incapacidad mental y ordenó su confinamiento indefinido en una institución psiquiátrica. Explorando el departamento de las muñecas Con los días, la policía permitió a la prensa visitar el departamento. Los reporteros describieron una sala decorada con cortinas infantiles, estantes llenos de libros de folklore ruso y vitrinas con muñecos mezclados entre los cuerpos momificados. En la habitación, la cama matrimonial nunca se usó; estaba cubierta por tres figuras, una de ellas con un vestido de comunión blanco. Anatoly Moskvin desenterraba los cadáveres de las niñas El periodista Vladislav Osipov, de Komsomolskaya Pravda, describió el lugar como “una mezcla de museo y mausoleo, donde lo irreal parecía de pronto cotidiano”. Moskvin celebraba cumpleaños, vestía a sus “muñecas”, conversaba con ellas y les leía libros en voz alta. Según su confesión: “No soportaba la idea de que simplemente se disolvieran bajo tierra”. El perfil psicológico: entre la necrofilia y el duelo obsesivo Los psiquiatras designados por el tribunal analizaron a Moskvin durante meses. Concluyeron que padecía una variante aguda de esquizofrenia paranoide y un cuadro obsesivo agravado por traumas de la infancia. La pulsión no respondía al deseo sexual. Era una compulsión de negar la muerte. “Creo que incluso la policía llegó a sentir lástima por él en algún momento”, relató más adelante Irina Saukova, una de las investigadoras sociales del caso. “Parecía un niño perdido, rodeado por juguetes cuya única historia era la tragedia”. Un mural en memoria de las heridas nunca cerradas decora la fachada principal de la escuela Número 52, donde estudiaron tres de las niñas. Sus madres dejan flores al pie de las pinturas cada 26 de noviembre. La herida, según Olga Shkavrova, “no quedará cerrada hasta que podamos volver a enterrar a nuestras hijas y estar seguros de que nadie las arrancará de nuestro recuerdo”.

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