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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 02/11/2025 02:33
La Generación X —la de los treinta y pico del 96— se enfrenta ahora a los sesenta y pico de la nueva era: no se queja de envejecer, pero tampoco se conforma con hacerlo sin alegría (Imagen Ilustrativa Infobae) Andrés Calamaro se asoma al balcón que da sobre la Plaza Francia. Es mediodía, pero las lámparas de vidrio ámbar de la habitación del hotel siguen encendidas y llenan las paredes de sombras amarillas. La brisa de la calle huele a río mientras remueve los puchos en el cenicero. Calamaro se da vuelta, acaricia los rulos mientras me mira y dice: “Somos muy viejos para la revolución y muy jóvenes para la Internet. La generación sándwich”. Fue en el otoño del 96, cuando todos teníamos treinta y pico y empezábamos a preguntarnos cómo iba a ser eso de crecer siendo la Generación X. La escena quedó suspendida en el tiempo, como una foto Polaroid un poco sepia: una mezcla de desconcierto y certeza. El futuro ya no era una promesa, sino un territorio que habría que aprender a habitar. Los boomers no dudaban: “Live fast, die young” (viví rápido, morí joven), cantaban en los conciertos. Los que nacieron después de 1965 ya saben que la vida será larga, muy larga, y que habrá que aprender a vivirla. No llegarán a viejos solo por azar ni por accidente biológico: llegarán porque la ciencia, la medicina y los avances sociales les han regalado décadas extra. Pero nadie había planificado qué hacer con tanto tiempo. Por eso esta generación empieza a prepararse: a pensar la vejez no como desenlace, sino como proyecto. Si van a morir viejos, es preferible vivir lento. La X es la primera generación que vive con conciencia de longevidad. Sabe que la esperanza de vida se estiró y que habrá que inventar cómo llenar ese tiempo. Que la jubilación no alcanza, pero tampoco la vieja idea de retirarse. Que si la vida va a durar noventa años, habrá que ensayar otras formas de estar vivos: más vínculos, más humor, más proyectos, más pausas. Durante décadas, el guion fue simple: estudiar, trabajar, jubilarse. Un esquema pensado para vidas que terminaban a los setenta. Pero ese libreto quedó corto. “Diseñamos la vida para un mundo donde la gente moría a los 70. Ese modelo ya no sirve”, dice la gerontóloga Kerry Burnight, una de las creadoras del concepto joyspan, la expectativa de alegría en la nueva longevidad. El neurocientífico Mariano Sigman coincide: “La longevidad obliga a cambiar la narrativa vital. Ya no alcanza con la trilogía estudiar-trabajar-jubilarse; hay que rediseñar el sentido del tiempo y de las etapas”. Según proyecciones de la ONU y la CEPAL, la cohorte nacida entre 1965 y 1980 será la primera en superar, de manera generalizada, los 85 años de expectativa de vida en países de ingresos medios y altos. Y el Stanford Center on Longevity define a los X como “la primera generación que envejece sabiendo que vivirá más que sus padres, pero con menos certezas económicas y afectivas”. “Diseñamos la vida para un mundo donde la gente moría a los 70. Ese modelo ya no sirve”, dice la gerontóloga Kerry Burnight (Imagen Ilustrativa Infobae) En América Latina, el envejecimiento también se acelera. El BID advierte que para 2050 el 25% de la población de la región tendrá más de 60 años. En la Argentina, según el INDEC, los nacidos entre 1965 y 1980 ya son el grupo más numeroso entre los mayores de 50 años, con una expectativa de vida de 83 años para las mujeres y 77 para los varones. La Generación X —la de los treinta y pico del 96— se enfrenta ahora a los sesenta y pico de la nueva era: ni derrotada ni nostálgica, sino con una lucidez feroz. No se queja de envejecer, pero tampoco se conforma con hacerlo sin alegría. Quiere, simplemente, vivir mucho y vivir bien. Douglas Coupland la bautizó en Generation X: Tales for an Accelerated Culture (1991). Allí narró la historia de tres jóvenes que huyen al desierto para escapar de la velocidad y del ruido de un mundo que ya no los espera. Treinta años después, esos mismos jóvenes —ahora adultos— siguen contándose historias, pero con otra urgencia: cómo llegar bien al futuro. En el cine también quedó registrada la confusión de aquellos años. Descubrimos a Winona Ryder en Reality Bites (1994), en medio de un grupo de jóvenes que filmaban su propia deriva entre empleos precarios, idealismo y desencanto amoroso: la cámara como espejo de una generación que buscaba sentido en un mundo sin certezas. Trainspotting (1996), desde la otra orilla, convertía la autodestrucción en un gesto de protesta: “Elegí la vida”, decía el monólogo inicial, “¿pero por qué querría hacer algo así?”. Esa tensión entre cinismo y esperanza, entre rebeldía y pragmatismo, también atravesó la música. En The Black Rider, Tom Waits y William Burroughs construían una fábula sobre la ambición y el pacto con el diablo, metáfora perfecta para una generación que aprendía que crecer significaba negociar. Mientras tanto, en la Argentina, el rock de los noventa —de Los Rodríguez a Babasónicos— destilaba el mismo espíritu: ironía, desencanto, humor negro y un pulso melancólico que anticipaba lo que vendría. Fueron los hijos del walkman y los padres del streaming. Los que escribían cartas en papel, aprendieron a usar WordPerfect, sobrevivieron a Windows 95 y hoy conversan con la inteligencia artificial. Vieron caer el Muro de Berlín con veinte años, el cambio de siglo con treinta y la pandemia con cincuenta. Son la generación que tuvo que traducirse a sí misma: de la máquina de escribir al teclado táctil, del barrio a la nube, del deseo al algoritmo. Esa capacidad de adaptación —esa gimnasia forzada de mutar— es su marca de época. No es resiliencia: es supervivencia con estilo. A diferencia de los boomers, que llegaron a la jubilación casi sin plan —con pensiones sólidas y la promesa de un Estado que los esperaba—, la Generación X envejece en tiempo real, sabiendo que no habrá red si no la teje por su cuenta. En la Argentina, el panorama es todavía más frágil. Solo una de cada diez mujeres y tres de cada diez varones logran completar los 30 años de aportes exigidos por ley. El 64% de las jubilaciones vigentes se sostiene con moratorias, un sistema que vence y renace cíclicamente, y que hoy alcanza a más de 2,5 millones de personas. La mayoría cobra haberes mínimos que no superan los 250.000 pesos mensuales. La Generación X llega a la vejez cuando el Estado de bienestar, que alguna vez prometió garantizar salud y retiro cuidados, está siendo desmantelado. Y, después de sobrevivir a crisis económicas y financieras recurrentes —del Tequila al 2001, del cepo al ajuste—, sabe que no puede depender de sus ahorros. Es, literalmente, una generación que no puede jubilarse del todo. Solo una de cada diez mujeres y tres de cada diez varones logran completar los 30 años de aportes exigidos por ley (Imagen Ilustrativa Infobae) En Estados Unidos, los datos del Transamerica Institute y de The Economist coinciden: el 70% de los Gen X teme no poder jubilarse con estabilidad, y casi la mitad siente que necesitará “un milagro financiero” para lograrlo. Solo el 14% tiene una pensión tradicional garantizada y la mediana de ahorro ronda los 100.000 dólares. “Los integrantes de la Generación X son la generación viva más desfavorecida en términos financieros”, advirtió The Economist en su edición de 2025. También es la generación que debe hacerse cargo al mismo tiempo de cuidar a padres que defienden su autonomía a los ochenta años y a hijos que no terminan de despegar a los treinta, mientras intenta sostener sus propias redes. “Están cuidando tanto de los hijos como de los padres mayores, además de prepararse para la jubilación. Eso es bastante costoso”, explicaba un economista en el New York Post. No es solo el dinero: es la energía emocional de una generación que ya atravesó varias crisis, laborales y vitales, y que aprendió a improvisar. El cambio de lema no es solo cronológico, es filosófico. Si la juventud boomer celebraba la velocidad, la X celebra la duración. Es la generación que empezó a hacer yoga a los cuarenta, a estudiar de nuevo a los cincuenta, a pensar en cohousing o en mudanzas más comunitarias a los sesenta. Las herramientas ya existen: planificación financiera híbrida, ciudades amigables con los mayores —siguiendo el modelo de la OMS—, viviendas colaborativas que reemplazan el aislamiento por redes afectivas. En España y en algunos municipios argentinos ya se ensayan programas para combatir la soledad no deseada. No quieren envejecer encerrados ni morir de aburrimiento. Quieren —por primera vez— diseñar cómo será vivir tanto. En Generation X, uno de los personajes decía: “Solo queremos que nos dejen a solas con nuestros pensamientos, en un mundo que nunca se calla”. Treinta años después, siguen en ese mundo ruidoso, pero ahora con auriculares inalámbricos, cuentas de Spotify y la sensación de haber sobrevivido a todo: al fax, al Messenger, a la economía del 2001 y a los filtros de Instagram. No hay gurú que explique cómo ser adultos mayores con historia de VHS y cerebro digital, pero ahí están, ensayando una vejez que todavía no tiene nombre. ¿Cuándo empezó este cambio de ritmo? ¿En qué momento pasaron de soñar con intensidad a desear tiempo? Tal vez cuando entendieron que la longevidad no es una promesa, sino un desafío. Que vivir mucho no significa vivir mejor. Que, si la vida va a durar noventa años, habrá que inventar otros modos de estar vivos: más vínculos, más humor, más proyectos, más pausas. Es la primera generación que sabe que tendrá una vejez distinta. Y aunque todavía no sepa bien cómo será, al menos tiene algo que los boomers nunca tuvieron: conciencia del futuro. Si la vida va a durar noventa años, habrá que inventar otros modos de estar vivos: más vínculos, más humor, más proyectos, más pausas (Imagen Ilustrativa Infobae) Quizás por eso, treinta años después, vuelvo a aquella charla de 1996. Aquella conversación con Calamaro era parte de un suplemento, Los Treinta y Pico, que nos había encomendado Juan Forn en Página/12. Íbamos a tener treinta y pico cuando cambiaba el siglo, y teníamos que contar cómo éramos. Entrevisté a Calamaro, a Leonardo Sbaraglia, a Adrián Suar, a Mario Pergolini. Todos dijeron cosas preciosas sobre cómo era creer que iban a comerse el mundo en aquel momento en el que eran tan jóvenes, pero ya tan notorios en el espacio que estábamos habitando. Cristian Alarcón escribió un artículo que comenzaba diciendo: “Somos la última generación que hizo el amor sin forro”, porque, claro, también había aparecido el sida y eso nos había cambiado la vida. Pero de todo, lo que más me queda es la viñeta con que Rep lo ilustraba. Comenzaba caminando chiquito y decía: “En la infancia uno sabe que lo quieren. En la adolescencia uno sabe que no quieren lo que lo quieren. A los 20 uno no sabe lo que quiere. A los 30 uno ya sabe lo que quiere”. Y después, un hombrecito muy chiquito, llegando al sol, al final del horizonte, decía: “Al final uno quiere a los que sabe que lo quieren”. Y así llegamos a los 60.
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