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  • “Están orgullosos de la ciudad y después pasa algo”: Martín Caparrós lanza “BUE”, su novela de Buenos Aires

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 31/10/2025 12:31

    Martín Caparrós y "BUE", una novela de la ciudad. Martín Caparrós se licenció en París, vivió en Madrid, Nueva York y Barcelona, ahora mismo su casa está en España. Pero su ciudad, si hay una, es Buenos Aires. Sobre ella, su gente, las historias que se cruzan en su territorio, puso sus ojos este cronista del mundo en su nueva novela, BUE, que estará en la librerías este fin de semana y como libro digital el próximo jueves 6. Aquí, un fragmento elegido por el autor “BUE”, de Martín Caparrós 1. No queda tanto. Azar acecha. En todas partes y en la Ciudad un poco más: azar acecha. Se terminaba el mes y Ramón andaba sin un peso: ni para el colectivo. Por eso esa noche no volvió a dormir a su casa fuera de la Ciudad –o en ese intervalo tan extenso en que la Ciudad se vuelve otra ciudad, con otros ritos y los mismos. Ramón se quedó a dormir en la casilla del fondo del taller; entonces, hacia la medianoche, oyó los gritos de la chica y se acercó. –¿Qué pasa? –Nada, nada, varón, qué va a pasar. Estamos con mi novia, todo bien. –Ah. El azar también quiso que a Ramón le doliera la cabeza y aceptara la explicación del otro. Quizás, además del azar, intervino el hambre que tenía, el descontento, la distracción de pensar en el partido del domingo, el no te metas, la sombra de las tetas de la Chiche, el recuerdo de aquella vez en que por mezclarse en un asunto ajeno la embarró: todo lo que llamamos el azar. A la chica la encontraron a la mañana temprano, despatarrada, fea, fría como una piedra fría. Después dijeron que era muy buena alumna, sencilla, callada, una chica que nunca se metía con nadie. A Ramón le pegaron días y días para que explicara por qué lo había hecho. Tosía, tosía más, y no podía parar de pensar lo fácil que habría sido todo si hubiera tenido para el colectivo. Después, ya en la cárcel, pensaba: ¿y si no hubiera sido fin de mes? Se nos acaba el tiempo. O, como dijo el otro: ya lo inevitable tuvo hace tiempo lugar. –No, lo inevitable no. –Sí, lo inevitable. –Nada es inevitable hasta después. –Después de qué, tarado. La Ciudad ocupa trescientos kilómetros cuadrados de llanura despiadada. No tiene elevaciones –y sus habitantes siempre creyeron que no las necesitaban para nada. Muy de vez en cuando aparece alguien para postular –postular es la palabra– que el destino de la Ciudad habría sido otro con pequeñas colinas: que no nos habría dado esta impresión de facilidad, de todo a favor; que habríamos supuesto obstáculos que vencer y buscado el coraje de enfrentarlos, la fuerza de voluntad, la decisión. En esos casos siempre hay alguien para decirle que entonces no tiene más que irse a vivir a las cavernas montañosas: que el País, allá detrás, a la distancia, rebosa de tales accidentes. Los habitantes de la Ciudad siempre fueron muy localistas –de una manera extraña. Los habitantes de la Ciudad están muy orgullosos de la Ciudad y después pasa algo. hace tiempo lugar –Tus historias siempre son formas de no hablar de lo que importa. –Con vos todo siempre son formas de no hablar de lo que importa. ¿Y qué es lo que importa, si se puede saber? –Ya vas a ver, ya vas a ver. –Mirá, lo único que te pido es que no hagas nada que después tengas que arrepentirte, Susy. Cree que hay cosas, lugares, detalles de la Ciudad que se parecen a su cara. Adoquines, sobre todo, que se parecen a su cara. Eso cree, él como tantos. "BUE", la ciudad de Martín Caparrós. –¿Y a mí qué carajo me importa? si la Ciudad no fuera lo que es sino lo que parece, quién Le faltaba el segundo botón de la camisa contando desde arriba. No el primero, el que se puede disimular con la corbata, ni los dos últimos, que se pueden esconder dentro del pantalón: el segundo. Todo el día sin el segundo botón de su camisa blanca. Todo el día con esa sensación de fragilidad: tener que controlar una y otra vez si la corbata se corría, si la ausencia quedaba al descubierto, si no asomaban pelos del pecho encaneciendo. Y odiar a la idiota que no lo había cosido: no se lo había cosido. –Che, muchachos, ¿cuánto hará que paramos acá? La pregunta del Gurka no le interesó; estaba muy ocupado en odiar a la idiota y decidió que no le iba a decir nada. No valía la pena. Para decirle algo tendría que odiarla un poco menos, y además volvía a oír sus respuestas de siempre: que no tenía plata ni para el hilo de coser o que qué quería que hiciera con su sueldo de mierda o que había tenido que llevar a la nena al dentista ése que queda en la loma del orto porque este seguro médico que te dieron o que si quería que le cuidaran las camisas que se pagara una mucama. Y entonces él le diría que ella bien que comía de ese sueldo de mierda y la nena también y que para qué carajo se pasaba toda la vida en casa si no podía ni siquiera ocuparse del segundo botón de su camisa y que le gustaría saber qué mierda hacía todo el día y cuánto se arrepentía del día en que decidió casarse con ella, que tendría que haberla mandado al carajo con embarazo y todo y ella le diría que todavía estaba a tiempo, que una palabra y se iba, que dale, que te animés cagón, una sola palabra y te librás de todo, ves que sos un cagón, cagón. La odiaba. Martín Caparrós en una visita a Buenos Aires. (: Martín Quintana/EFE) –Eso digo: ¿cuánto hace que paramos en este boliche? –Yo qué sé. Seis años. Ocho años. –No, loco, más de diez deben ser. Más de diez, por lo menos. Se contesta el Gurka y Julio lo mira sin saber dónde va y Rodolfo también lo mira mientras disfruta de su odio. Quizá lo mejor es hacerse el boludo, no ir a casa esta noche o ir pero bien tarde, sin avisarle nada, que la idiota se preocupe un poco si es que se preocupa pero para eso tendría que ver si los muchachos lo bancan unas horas. –¿Por qué? –No, pensaba. El Gurka pone cara de pensaba; Julio escupe la basurita que se sacó de entre los dientes. Ni a él ni a Rodo les importa demasiado cuántos años hace que se juntan en El Tambo; les alcanza con saber que es el tiempo suficiente para imaginar que nunca hubo una primera vez. Pero el Gurka sigue: –¿Y nos vamos a pasar la vida en esta esquina? –No, si esto sigue así nos vamos a tener que ir a vivir a un caño. Yo, por lo menos. Le contesta Julio. –No, boludo, no es eso lo que quiero decirte. Al revés. –¿Al revés? Martín Caparrós en su charla por videollamada con Infobae, noviembre de 2024 El Gurka no contesta: se queda ensimismado, como si hiciera un gran esfuerzo por entender lo que no dijo. Julio mira por la ventana y comenta lo fuerte que está la gorda ésa. No le contestan. –Che, Rodo, ¿qué carajo te pasa que estás en otro mundo? –Nada, boludeces. Julio se ríe: sí, claro, viniendo de vos. No tanto: ya no queda tanto. El Gurka, Julio y Rodolfo están en la mesa de siempre –la de la ventana entrando a la izquierda, la que no le llega tanto frío cuando se abre la puerta– y ya pidieron lo de siempre: el Gurka su café cargado, Rodo su cerveza no muy fría, Julio su fernet con cola. Julio dice que esto de café cargado o cerveza no muy fría son caprichos de viejos, un signo de la edad: que cuando eran pibes ni se les ocurrían esas pavadas. La primera vez que se lo escuchó Rodo pensó que era una boludez, pero ahora cada vez que dice “no muy fría” se acuerda de eso: es terrible cómo algunas frases se te pegan al cerebro y te lo van mordiendo, te lo roen. Rodo tiene calor y se desata el nudo de la corbata: la camisa se le abre hasta el tercer botón y suelta otra puteada. –¿Qué, te jode tener que andar todos los días con corbata? –No, no me jode. Un poco nada más. –¿Y tu patrón te jode si no te la ponés? Le pregunta el Gurka, que parece haber cambiado de interés de pronto: el Gurka no es capaz de pensar cuatro minutos seguidos en la misma cosa, piensa Rodo. –No, Gurkón, no es por eso. Para mí que si no me la pongo el viejo ni se da cuenta. Es una cuestión de imagen: con una corbata sos un señor, otra cosa. Te tratan de otra forma. –No seas boludo, man. Eso era antes; ahora cualquier gil se pone una corbata. Ahora las corbatas son para los giles. Dice Julio, que se especializa en afirmaciones sin fisuras. Y el Gurka está de acuerdo, sorbo de café: –Es cierto. Yo cuando tenía guita nunca me puse una corbata y no sabés cómo me atendían en el banco. Digo, al principio. El Gurka tiene los dedos gordos bien morcillas, ocho y medio: el meñique y medio anular de la derecha se le fueron arreglando un motor. El Gurka anduvo siempre entre motores, pero su sobrenombre le viene de otra guerra. Cuando los militares invadieron las islas, el Gurka todavía se llamaba Carlitos: andaba tan emocionado que no paraba de decirle a sus amigos que se iba a ir al Sur a matar ingleses. Tenía trece años y no soportaba que la patria hubiera ido sin él: se pasaron doscientos años sin invadir las islas y no pudieron esperarme cinco años más, decía. Sus amigos lo cargaban y empezaron a llamarlo Gurka, como aquellos soldados. Al Gurka le gustó: le sonaba a valiente. –¡Fernández! –¿Me necesitaba? –No. Quiero que termine esos cálculos hoy, antes de irse. –Hoy no puedo, señor, justo tengo que… –Le dije hoy, Fernández. En 1536, cuando empezaron a fundarla, la Ciudad era un páramo. Hay lugares que son antes de ser; la Ciudad, antes que ella, no era nada. Antes de ser, Madrid era la sierra con mejor aire de Castilla; antes de ser, Roma era la belleza hecha colinas; antes de ser, Manhattan era un puerto perfecto; México, sin ir más lejos, siempre fue. La Ciudad, antes de ser, fue un pajonal infame; quizá por eso tardó siglos en empezar a ser otras cosas, otra cosa. Quizá por eso le da miedo su origen. Quizá por eso vuelve. –No, Laurita, no me rompás más las pelotas. No quiero ir a verlo, no quiero saber. –Pero tenemos que saber, Bepo, no podemos seguir en esta intriga. –¿Qué intriga? Vos tendrás intriga. –Ah, sí, porque a vos te da lo mismo. –No, qué mierda me va a dar lo mismo. Por eso no quiero ni saber. Bepo: la cantidad de personas que piensan Bepo y tiemblan, piensa Bepo.

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