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  • De niño casi se ahoga en un río y de adulto hizo del riesgo un show: la vida de Harry Houdini, el hombre que no podía ser atrapado

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 31/10/2025 04:31

    Harry Houdini: El legendario escapista realiza su emblemático escape de la camisa de fuerza Harry Houdini no fue un simple ilusionista: fue un arquitecto del asombro, un ingeniero del vértigo. Desafiaba la lógica con la misma naturalidad con que otros respiraban, retando los límites del cuerpo y de la mente como si la realidad fuera una prisión más de la que debía escapar. Cada número que encarnaba era una cita con la muerte; cada grillete, una prueba con lo imposible. El público lo observaba con fascinación y miedo. Algunos se tapaban los ojos, otros contenían el aliento mientras el hombre se sumergía en agua helada o forcejeaba bajo el peso de cadenas imposibles. Y entonces, cuando todo parecía perdido, emergía. Vivo. Triunfante. Misterioso. Nadie sabía cómo lo hacía, pero todos comprendían que no era solo un truco: Houdini no escapaba de las cadenas, escapaba del mundo mismo. Pero detrás de su propio escenario, brillaba otra dimensión de su genio. El mago se convertía en cazador de mentiras, en un enemigo declarado de los médiums y los falsos profetas del espiritismo. Su lucha no era solo contra la muerte, sino contra el engaño, que aborrecía. En ese doble filo, entre la ilusión y la verdad, se balanceaba su vida, un delicado ejercicio de riesgo, obsesión y genialidad que rozaba lo sobrenatural. Su vida de escapes e ilusiones se apagó muy temprano: murió el 31 de octubre de 1926 en Detroit, por una peritonitis. Harry Houdini preparándose para uno de sus trucos de escapismo De Budapest a la leyenda mundial Harry Houdini nació como Erich Weiss el 24 de marzo de 1874 en Budapest, cuando la ciudad aún pertenecía al Imperio austrohúngaro. Hijo del rabino Mayer Sámuel Weisz y de Cecília Steiner, creció en una familia numerosa donde la fe era refugio y la pobreza, rutina. Cuando tenía apenas cuatro años, los Weisz emigraron a Appleton, Wisconsin, luego de que su padre fuera nombrado como rabino de una pequeña congregación. Pero el sueño americano pronto se desmoronó y la necesidad se convirtió en el escenario constante de su infancia. Siendo un niño, Erich trabajó para ganarse un sustento: vendía diarios, lustraba zapatos, hacía mandados... Pero, su destino cuando su padre lo llevó a ver a un mago ambulante, el Dr. Lynn. Esa función encendió en el niño una fascinación inagotable por la ilusión y el misterio. A los nueve años ya presentaba su propio espectáculo junto a unos amigos del barrio, bajo el nombre de Erich, el Príncipe del Aire. Fue contorsionista, trapecista, y por un instante, el aire mismo pareció pertenecerle. Su primer número fue el 28 de octubre de 1883. Su deseo de independencia y ser una boca menos le permitió irse de casa a los once años, para unirse a los circos y espectáculos ambulantes. Así vivió dos años. Hasta que la familia se mudó a Nueva York, y el adolescente, ya de trece años, se sumergió en una vida de trabajos modestos y sueños obstinados. En su tiempo libre entrenaba el cuerpo con una disciplina casi estoica: corría, nadaba, estudiaba cerraduras, nudos y mecanismos. No era solo fuerza; era el comienzo de una mente que aprendía a comprender el encierro para poder negarlo. En 1899, encadenado con grilletes y candados Un día encontró en una librería un libro que le cambiaría la vida: Las memorias de Robert-Houdin, el gran ilusionista francés. Fue como descubrir un mapa secreto y una caja de pandora al mismo tiempo. Adoptó su nombre y le añadió una letra, una mínima “i” que transformó a Houdin en Houdini: un gesto simbólico, su primer acto de magia personal. Se presentó con nuevo nombre en ferias y teatros de barrio dando espectáculos algo toscos, pero el asombro siempre estuvo de su lado. Atado con cuerdas o esposas, se liberaba ante un público que oscilaba entre la incredulidad y el pánico. Con el tiempo, sus números adquirieron una precisión casi teatral. Cada gesto, cada silencio, cada respiración formaban parte del drama. Tardó nada en llamar la atención de la presa de Nueva York y los diarios comenzaron a llamarlo “el hombre que no podía ser atrapado”, y su nombre empezó a viajar más rápido que él. Entre los inmigrantes que veían en su figura la encarnación del sueño americano, y la élite fascinada por su temeridad, Houdini se volvió un símbolo del triunfo humano sobre los límites. Pero su arte no era improvisación ni suerte: era ciencia, resistencia y obsesión. Coleccionaba libros sobre historia de la magia, estudiaba los trucos de otros, registraba cada hallazgo con precisión. Houdini no escapaba solo de cadenas o candados. Escapaba del anonimato, de la mediocridad, del destino que parecía trazado para los hijos de inmigrantes pobres. En cada acto se reinventaba, y con cada fuga edificaba su propia leyenda, una que, más de un siglo después, todavía se resiste a ser contenida. En 1907, junto a su madre, Cecilia Steiner Weisz, y su esposa, Wilhelmina Beatrice Rahner (Circa) La obsesión por el riesgo y la verdad Entre todos sus desafíos, pocos encarnaban mejor su espíritu que la Metamorfosis, un número que se convirtió en leyenda. Atado dentro de una bolsa de tela y encerrado en un baúl sellado con candados, Houdini desaparecía tras una cortina solo para reaparecer un instante después, libre, mientras su asistente (su inseparable esposa Bess) ocupaba su lugar dentro de la caja. Era una danza de precisión y confianza, una coreografía entre el amor y el peligro. Se dice que realizaron aquella proeza más de diez mil veces, y que en cada una de ellas el público creía presenciar un pequeño milagro. Bess fue su compañera en la vida y en el escenario: compartía sus viajes, sus riesgos y su obsesión por la perfección. Juntos formaban The Houdinis, un dúo que no solo desafiaba las leyes de la física, sino también las del matrimonio y la fe. En el silencio que precedía cada acto, bastaba una mirada entre ambos para sellar el pacto invisible que los unía: si uno caía, el otro lo haría también. A medida que su fama se extendía, Houdini multiplicaba sus retos. En Europa, se ganó el título de “Rey de las esposas”, liberándose ante policías, periodistas y multitudes que juraban que esta vez no podría lograrlo. Se dejaba esposar con candados nuevos, forjados especialmente para atraparlo; a veces pedía ser registrado desnudo, solo para demostrar que no ocultaba ningún truco. Sus escapes eran tanto actos de valentía como ejercicios de publicidad: sabía que el mito también se construye con titulares en los diarios. Houdini y el "fantasma" de Lincoln: una demostración de cómo podían manipularse fotos para mostrar supuestos espíritus Pero la verdadera fuerza de Houdini no estaba en la trampa, sino en la preparación. Cada proeza era el resultado de un cuerpo y una mente llevados al extremo. Se sumergía en bañeras de hielo para templar la resistencia, entrenaba la respiración hasta alcanzar minutos que nadie más podía bajo el agua, y estudiaba cerraduras como un orfebre. Su dominio físico era tan absoluto que muchos de sus actos no eran “trucos” en sentido estricto, sino la expresión de una voluntad que rozaba lo sobrehumano. Entre sus pruebas más temerarias estaban el Bidón de leche y la temida Cámara de Tortura China, donde era sumergido boca abajo en un tanque de agua mientras el público observaba, paralizado, cómo el tiempo se dilataba más allá de lo soportable. Lo último que veían antes de que la cortina cayera era su rostro presionado contra el cristal, los pulmones al límite, los ayudantes listos con hachas por si el milagro fallaba. Nadie sabía cómo lo lograba, pero todos salían convencidos de haber asistido al borde mismo entre la vida y la muerte. Esa obsesión por el agua, por la asfixia y la lucha contra el encierro, tenía un origen lejano: siendo niño, cayó a un río y casi se ahogó. Desde entonces, cada inmersión fue una revancha, un desafío al miedo que lo había marcado de por vida. Así, el riesgo se convirtió casi en una religión. Cuanto más grande se hacía, más peligrosa era cada hazaña, como si solo el contacto directo con el abismo pudiera mantenerlo con vida. Harry Houdini con Charles Chaplin en uno de sus encuentros, en 1919 Con los años, su cuerpo comenzó a cobrar factura. Los tobillos fracturados, los golpes, las noches de fiebre después de los espectáculos eran el precio invisible de su fama. Pero su mente seguía buscando nuevos límites. En una de sus últimas proezas públicas, colgado boca abajo en el Times Square, escapó de una camisa de fuerza frente a miles de personas. La multitud lo ovacionó sin saber que, detrás del aplauso, el héroe bajaba exhausto, dolorido, sostenido apenas por su terquedad. Aun así, Houdini no se conformó con ser solo un escapista. Patentó sus invenciones, denunció a quienes copiaban sus trucos y defendió la magia como arte legítimo. Cada número llevaba su firma, su obsesión y su huella de ingeniero del imposible. Cuando algún imitador intentaba replicar sus actos, él asistía en persona para exponer el engaño, dejando al público testigo de la diferencia entre la copia y la genialidad. En sus últimos años, diversificó su talento: actuó en el cine, produjo sus propias películas, voló aviones, escribió libros, y llegó a tener una de las bibliotecas más completas del mundo sobre historia de la magia. Pero más allá de los escenarios, los focos y los aplausos, seguía siendo el mismo hombre que, desde niño, había aprendido que solo enfrentando la muerte podía sentirse verdaderamente libre. Tumba de Harry Houdinin en el Cementerio Machpelah en Glendale, Queens, Nueva York (SONY DSC) Contra los misterios del más allá y su final Houdini, más que un mago, fue un implacable cazador de ilusiones. En sus últimos años, convirtió su escepticismo en cruzada, desmantelando médiums y espiritistas que aseguraban poder comunicarse con los muertos. Movido por el recuerdo de su madre y la pasión por la verdad, expuso engaños con ingenio y audacia, dejando claro que la magia, para él, no era sobrenatural sino disciplina y conocimiento. Ninguno de los que prometían poderes paranormales logró probarlos, y Houdini se consolidó como un faro de razón en un mundo seducido por el misterio. Su amistad con Sir Arthur Conan Doyle, el célebre creador de Sherlock Holmes, pasó de la camaradería a la rivalidad. Mientras Doyle creía en los espíritus y lo inexplicable, Houdini desafiaba cada truco y cada afirmación, incluso la de la esposa de Doyle, una médium famosa de la época. Su relación refleja el delicado equilibrio entre fascinación y escepticismo que acompañó al mago durante toda su vida, y la tensión entre la razón y lo paranormal quedó inscrita como parte de su leyenda. Houdini también alzó su espíritu intrépido hacia los cielos. En 1910 se convirtió en el primer hombre en volar sobre Australia, desafiando todos los riesgos, incluso técnicos, con la misma audacia que mostraba en sus escapismos. Cada vuelo, cada hazaña, parecía prolongar la magia que desplegaba sobre el escenario. Por esos años, también cruzó caminos con otros talentos emergentes: conoció a un joven Charles Chaplin, que asistió a uno de sus espectáculos y quedó impresionado por su destreza; tras bastidores compartieron impresiones y se reencontraron en varias ocasiones, uniendo sus mundos artísticos en aquella efervescente escena cultural. El final de Houdini llegó envuelto en misterio, tan sorprendente y dramático como sus propias hazañas. Luego de recibir varios golpes en el abdomen durante un encuentro inesperado con estudiantes en Montreal, que él mismo aceptó para demostrar su fuerza, pero que recibió cuando aún no estaba preparado, su apéndice que ya estaba inflamado derivó en peritonitis. Pese a su temple legendario, no pudo escapar de la muerte. Falleció en la madrugada del 31 de octubre de 1926, a los 52 años, dejando atrás una leyenda de asombro y valentía. Fue despedido por más de dos mil personas y su funeral fue un reflejo de la fascinación que siempre despertó. La muerte no apagó su leyenda: dejó un código secreto para su esposa (de diez palabras secretas), reto para cualquier médium y símbolo de su ingenio perpetuo. A 99 años de su muerte, sigue siendo recordado por su valor, audacia y misterio, y como creador de la magia que desafía los límites de lo posible.

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