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  • Chicles

    » Diario Cordoba

    Fecha: 27/10/2025 18:31

    He cruzado la plaza de Las Tendillas más atenta al suelo que otras veces y he reparado en la cantidad de chicles, convertidos en manchas negras, que hay pegados. Por asociación he pensado en la famosa isla de plásticos que, por acción de las corrientes oceánicas, se ha formado en el Pacífico norte, entre Hawai y California. Mide 1,6 millones de kilómetros cuadrados -unas tres veces el tamaño de España- y pesa alrededor de 80.000 toneladas. ¿Qué tamaño tendría una isla surgida por la acumulación de todos los chicles que andan pegados por los suelos del mundo? Y, sin ser tan pretenciosos, por los suelos de Córdoba; porque, una vez he tomado consciencia del asunto en Las Tendillas, ya no he podido separar los ojos del suelo en todas las calles por las que he pasado, comprobando que lo de los chicles es una inundación. Por lo visto, lo de mascar como distracción no es privativo de una civilización ni de una época. La palabra chicle proviene del náhualt «tzictli», una sustancia gomosa usada por mayas y aztecas para mascar y pegar, que se obtiene de un árbol originario de Centroamérica, llamado chicozapote, haciendo en su corteza incisiones en forma de zigzag; pero restos de goma de mascar, de miles de años de antigüedad y composiciones muy diversas, se han encontrado en lugares tan distantes como Chile, Finlandia o Grecia. La comercialización del chicle a nivel mundial comenzó en los Estados Unidos a finales del siglo XIX y, contra lo que pudiéramos pensar, su uso -sin azúcar- puede ayudar a prevenir las caries y, al parecer, alivia el estrés. Claro está que, por muy beneficioso que sea, sobre todo en público y en ciertas situaciones, su uso resulta antiestético y ordinario. En las aulas, especialmente, es muy desagradable para el profesor enfrentarse a unos alumnos convertidos en rumiantes, por muy concentrados que estén. En tiempos pasados, los castigos podían ser tremendos: por ejemplo, un profesor obligó a una alumna a pegarse en el flequillo el chicle que estaba masticando, sabiendo, claro, que para remediar el estropicio tendría que cortárselo casi al rape. En aquel momento me pareció una crueldad tremenda, que nos dejó a todas -tendríamos once o doce años- sin respiración (habría bastado con decirle que lo tirase a la papelera, como hacían otros profesores) y hoy me parece más cruel todavía. Por supuesto, actualmente, semejante castigo escolar sería impensable, pero teniendo en cuenta que un chicle tarda en degradarse cinco años y lo difícil y costoso que es eliminarlo, habría que inventar alguna sanción para los que lo tiran al suelo sin cortarse -válganos el juego de palabras- un pelo. *Académica

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