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Parana » Campo En Accion
Fecha: 26/10/2025 21:54
En el corazón de Aldea Salto, una comunidad marcada por la herencia de los alemanes del Volga, se levanta el Bar y Almacén de Don Mario, un rincón de historia viva donde los recuerdos se mezclan con el perfume del campo y las voces que todavía saben hablar en alemán. Allí, entre paredes de ladrillo y viejas estanterías de madera, Sergio y Horacio Ruhl continúan una tradición que comenzó en 1986, cuando su padre, Mario Ruhl (fallecido hace algunos años), compró aquel local y le dio vida con esfuerzo, paciencia y el espíritu hospitalario que caracteriza a las familias del lugar. “Empezamos despacito —cuenta Sergio—, yo hacía los ladrillos y mi viejo armó el barcito. Después fuimos sumando cosas, como se podía”. Así, entre trabajo y sueños, se fue construyendo un punto de encuentro social, donde una copa de vino o cerveza compartieron protagonismo con las charlas sobre la cosecha, la lluvia o las partidas de truco. En aquella época, Aldea Salto era apenas un entramado de caminos de tierra y casas bajas, donde los carros marcaban el ritmo de la vida rural. Tiempos en que la ruta principal que unía Paraná con Diamante cruzaba por esta comunidad que lleva el nombre del arroyo cercano, un hilo de agua casi imperceptible pero un torrente peligroso cuando la lluvia lo carga. “No había camino, todo barro”, recuerda Sergio, evocando los días en que su padre viajaba hasta Paraná con el carro cargado de huevos y pollos para cambiar por mercadería. Era la época del trueque, cuando el almacén era mucho más que un comercio: era el centro mismo de la vida social, económica y afectiva de la colonia. Hoy el boliche de los Ruhl está sobre la calle asfaltada que honra al Arcángel San Miguel. Con los años, el bar de Don Mario -todos lo siguen llamando así- se convirtió en una institución. Cuatro mesas bastaban para armar noches memorables de truco y conversación, mientras la mamá preparaba milanesas o sándwiches para los parroquianos. “De noche se llenaba —dice Horacio—, cuatro mesitas jugando a las cartas, se vendía vino, cerveza, sándwiches. Mucha gente venía. Después, con el tiempo, se fueron yendo, muchos ya no están.” El truco era el juego estrella. También hubo una cancha de bochas, orgullo de Don Mario, bochófilo apasionado que organizaba torneos los sábados y domingos a la tarde. “Eran días de fiesta”, cuentan los hijos. Hoy la cancha ya no está, pero el recuerdo persiste entre las anécdotas y las risas que todavía resuenan al nombrarla. El paso del tiempo cambió las costumbres: los caminos se afirmaron, la gente viaja más seguido a la ciudad y las noches son más tranquilas. Sin embargo, el bar sigue abierto, con la puerta de chapa y una ventana lateral que se abren al saludo cordial de quienes llegan a tomar una cerveza, comprar algo o simplemente conversar. “Ahora se toma más cerveza que otra cosa —dice Sergio—, la caña y la ginebra ya no tanto. Antes era distinto, se tomaban las bebidas fuertes, pero la gente cambió”. Un grupo de ciclistas se acerca para hacer un descanso en la rutina aeróbica, y que tiene al boliche de los hermanos Ruhl como posta refrescante. El diálogo cotidiano gira en torno al campo: las lluvias, la cosecha, el clima. La conversación se interrumpe a veces para escuchar el parte meteorológico, una costumbre casi ritual. “Siempre esperamos el pronóstico de Paulina —dice entre risas—, porque es la que dice la verdad” desliza con ironía sobre la vecina que siempre informa a la radio de AM LT14 sobre lo que canta el pluviómetro.. La lluvia sigue marcando el ánimo de la gente, como desde hace más de un siglo. Aldea Salto mantiene viva la identidad de sus fundadores. En 1878 llegaron los primeros inmigrantes alemanes del Volga, trayendo su lengua, sus costumbres, su fe y su manera de trabajar la tierra. Muchos de sus descendientes todavía hablan alemán entre ellos. “Entre nosotros hablamos todo en alemán —cuenta Horacio—, pero si hay un criollo, por respeto hablamos en castellano.” Esa mezcla de idiomas y costumbres es parte del encanto de la aldea, donde lo antiguo y lo nuevo se entrelazan con naturalidad. La comunidad también se reúne cada año para celebrar la Fiesta del Carro Verde, un homenaje al trabajo agrícola, a la identidad local y a la protección del cielo, simbolizada en esas cuatro cruces que cada aldea tiene en sus puntos cardinales. En esas jornadas festivas, el bar de Don Mario vuelve a ser punto de encuentro: los visitantes llegan atraídos por la comida típica —las tortas alemanas, los embutidos caseros, el chucrut— y por el ambiente de camaradería que solo los pueblos conservan. En el salón, las fotos antiguas recuerdan otros tiempos: el padre detrás del mostrador, los parroquianos jugando al truco, los carros frente al portón. Todo tiene el sabor de lo perdurable. “Mientras quede cuero, vamos a seguir trabajando”, dice Sergio con una sonrisa serena, consciente de que en cada jornada hay algo de resistencia, de amor por lo heredado. El bar y almacén de los Ruhl no es solo un negocio: es un pedazo de historia de Aldea Salto, un testimonio de la vida rural entrerriana y de la cultura que los alemanes del Volga supieron sembrar en estas tierras fértiles. En sus paredes aún se siente el eco de las voces que fundaron la colonia y que hoy siguen hablando —en alemán o en castellano— de lo que importa: el trabajo, la familia, la lluvia, la esperanza. Y cuando cae la tarde sobre los caminos rojos de ripio o blancos de broza del departamento Diamante, el bar de Don Mario sigue ahí, como una vela siempre encendida de recuerdos que hacen a la identidad de un pueblo con mucha memoria. Guido Emilio Ruberto / Campo en Acción
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