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  • Lecturas para el fin de semana: cómo radicalizar el dolor

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 24/10/2025 07:07

    “Dolor inconsolable” (1884) de Iván Kramskói Habitar el dolor ajeno. ¿Es posible? Tomarlo con las manos, acobijarlo en el pecho, compungirse hasta el llanto, concentrarse en su textura, no dejarlo ir. La empatía trafica esa idea, pero, como escribió Alexandra Kohan, “no podemos entrar los dos en los zapatos de uno”. El otro es el otro y, en tanto otredad, es inquietante, imposible. En ese sentido, la literatura abre una posibilidad en el espacio, la de sumergirse en una narración ficcional que, al ser un artificio, radicaliza al extremo la emoción. En algún punto, la lectura es un vacío. Un lugar sin notificaciones ni publicidad ni imágenes identificables. Esa zona donde el lenguaje imagina la pureza. Y si entendemos que la ficción no es un sinónimo de la mentira, sino una forma de contar la verdad, el lector se permite algo imposible: habitar el dolor ajeno. Porque el dolor está en el pecho de los personajes, en la atmósfera de las escenas, en la prosa, en la trama, pero no en él, que está del otro lado, ¿a salvo? Quizás ocurra exactamente lo contrario. La noche es siempre la misma “Fijate, ¿lo llegás a ver? Casi no se ve, pero ¿no te parece asombroso ese alerce solo ahí, altísimo, resaltado en la llanura? Hasta tiene el tupé de competirle el protagonismo al horizonte". Un padre con una enfermedad avanzada y su hija viajan en auto hasta Buenos Aires: se tiene que hacer un estudio. Pero se detienen en un pueblo, en una casa, alguien familiar. Él fuma, ella lo reta. “¿Cómo no fotografiarlo?“, dice mirando el árbol, él que es fotógrafo. “¿Sin luz?”, pregunta ella. “Mañana, si se despeja (...) Es la última”. “La luz queda”, de Alejandro Pereyra La luz queda se llama la novela que acaba de publicar Diotima. Su autor es Alejandro Pereyra, escritor, guionista, director de cine. Es brevísima y la narración se agolpa en las páginas, no con apuro, sino con intensidad. “Voy a dejar la fotografía, Romina, antes de que ella me deje a mí“. Cuando ella le pide ”no te pongas trágico", que “va a salir todo bien”, él le dice: “No entendés, Romina. No es por mi cuerpo, por esa mierda que tengo. Solo que esta foto es el punto final perfecto. La vengo pensando hace tiempo”. Después la literatura hace su trabajo: aparecen otras voces, el paisaje se vuelve una inundación, los pensamientos flotan y las intenciones vuelan. De pronto, “todo es de verdad, hasta la dulzura de mierda”. Y Arturo, el padre, el fotógrafo, sueña con otra foto, pero no es tan fácil. “Los días son todos diferentes” pero “la noche es siempre la misma”. Y la historia va cerrándose, la enfermedad no cesa, y “ya casi no se aguanta el dolor. Pero estate tranquilo, que siempre se trató de amor. Aunque no lo entiendan”. Escribir o quemar Cuando Marie-Pier Lafontaine entendió que solo había dos opciones, escribir o prender fuego la casa familiar, escupió Perra. Son ochenta y pico de páginas intensas que narran una dura historia de abuso. Cuando estuvo fuera de esa cárcel de anhelos reventados, el testimonio se hizo literatura. Pero lo novedoso de este libro de 2020 y traducido el año pasado por Agustina Blanco para Ediciones Godot no es este acontecimiento —¿cuántos víctimas han podido narrar sus tragedias en libros?—, sino la mirada. “Entre todas las leyes del padre, había una de índole fundamental: no contar”, comienza Perra. “De niña, disimulaba mis deseos en textos de ficción. Dos hermanas en fuga. Perseguidas por un monstruo de dos cabezas. Huían por sombríos bosques. Se armaban con ramas, palos. Hoy ya no escondo mis deseos. Quisiera que este texto diezmara a mi familia toda”, escribe esta canadiense nacida en 1988 en Montreal, dentro de “la parte francesa”, autora también de Armas para la rabia. “Perra”, de Marie-Pier Lafontaine Por momentos, la hoja se pone de un negro completo con frases así: “Al padre le encanta hacernos saber que piensa en nosotras cuando eyacula. Se las arregla siempre para que lo oigamos”. O también: “Los alaridos se detienen. El padre sale del cuarto de mi hermana. Carraspea. Sus pasos resuenan hasta la otra punta del pasillo. Va al encuentro de la madre”. O: “Mi hermana y yo solo con tomarnos de la mano sabemos con certeza que sobreviviremos al padre”. O: “¿Nuestros vecinos nunca oyeron nada?” La inocultable pátina de la tristeza Los recuerdos no se eligen, aparecen como un relámpago en la noche, pero elegimos qué contar. Desde las primeras páginas de Corazón de león de Monika Helfer, que acaba de ser traducido por Gabriela Adamo para Edhasa, sabemos que el hermano de la narradora está muerto. Lo que sigue es una novela en retrospectiva: un personaje que ya no existe, pero que aparece, intrépido y subversivo, en las escenas ahora narradas. Las historias son delirantes y divertidas, pero tienen la inocultable pátina de la tristeza. Entre esos recuerdos aparece el día en que su hermano conoció a su actual marido, entonces su amante. Su marido estaba de viaje, sus hijos con los abuelos; la casa y el fin de semana para el romance. Y su hermano, tocó el timbre. “Los presenté, conversamos y tomamos vino y fumamos un poco de la hierba que él cultivaba; cuando se despidió, le dijo que le caía bien y que el hecho de que tuviera una relación conmigo, su hermana, solo podía entusiasmarlo, porque todo lo que me hiciera bien lo entusiasmaba”. “Corazón de león”, de Monika Helfer Todavía más vulnerables “¡Johnny, acabo de romper bolsa!“ En un pueblo del interior profundo de los Estados Unidos, año 1970 y pico, una mujer está a punto de dar a luz. Vive en el campo, en una cabaña junto a su esposo entre el frío y la soledad. Tienen treinta años y han esperado con mucha ansiedad este momento. Suben a la camioneta en las primeras horas de la mañana y conducen unos cuantos kilómetros hasta el hospital con la esperanza de conocer a su hijo, el primogénito. Sin embargo el bebé nace muerto. A grandes rasgos, esa es la historia narrada en El nadador en el mar secreto, novela breve, profunda, sensible, que publicó William Kotzwinkle en 1975. Es autobiográfica, porque eso le ocurrió: perdió a su primer hijo ni bien salió de la panza de su esposa. Mientras el dolor se agitaba con violencia dentro de su pecho, se encerró en su estudio y se puso a escribir “con las lágrimas en los ojos desde la primera a la última página”. Una revista norteamericana la publicó en el viejo formato de novela por entregas. "El nadador en el mar secreto" (China Editora, 2019) de William Kotzwinkle La novela ganó varios premios; luego, el olvido. En 2019 la reeditó el sello argentino China Editora. El nadador en el mar secreto no ahonda en sentimientos, ni siquiera se demora en describirlos. La pareja protagonista atraviesa dos momentos de extremos: el parto y la muerte. En su brevedad, la narración adquiere potencia y genera efectos. ¿Qué efectos? Diría que esta novela convierte al lector, incluso al más insensible, en una criatura más vulnerable. Podría decirse que lo devuelve a la realidad. Entender al otro En nombre de ser comprensivos, no dejamos de arrasar con el otro poniéndole nuestras suposiciones, nuestras atribuciones, nuestras fantasías. Creemos que el otro necesita lo que nosotros creemos que necesita, lo que nosotros necesitaríamos en su lugar. Y, muchas veces, sin ni siquiera haber escuchado del otro ningún pedido. No es poco frecuente que se diga “te entiendo, a mí me pasa lo mismo” y que se corra entonces la conversación hacia lo que me pasa entonces a mí. ¿Por qué hay que pasar por uno para entender al otro? Porque eso es justamente la comprensión. El asunto es, si resulta soportable acompañar a otro resistiéndose a entenderlo, aún en su incomprensibilidad, aún en su ilegibilidad. “La empatía supone que entre el yo y el otro no hay nada: no hay fantasías, suposiciones, fantasmas, lenguaje: nada, nada de nada”, escribió Alexandra Kohan. “El otro nos es transparente y absolutamente escrutable del mismo modo en que el sí mismo se advierte transparente y escrutable”.

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