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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 21/10/2025 06:27
Alicia Fernández, frente a la cámara de Canal 3, vuelve al fútbol infantil después de tres décadas: del blanco y negro al color. Ayer y hoy, una periodista todo terreno. Alicia Fernández dice que sí, que recuerda el momento exacto en que decidió ser periodista deportiva. No fue una epifanía, sino una suma de escenas pequeñas pegadas en la memoria: la radio, el fútbol, el olor del pasto mojado, la voz de su padre. Era los años sesenta. En Rosario, los tranvías todavía atravesaban la ciudad y marcaban el ritmo del barrio. Los hombres usaban gomina, los chicos soñaban con ser goleadores de Newell’s o Central y las mujeres empezaban a hablar bajito de cosas que antes no se decían: estudiar, trabajar, salir de la casa. El rock llegaba por las ondas radiales, los Beatles eran una novedad extranjera y en los bares del centro se discutía sobre Onganía, el peronismo prohibido y el futuro que parecía siempre aplazado. Alicia Fernández en sus primeros años como periodista deportiva en Rosario, durante la década del sesenta. Alicia iba a la cancha de Central Córdoba con su padre, Flemón Fernández, y con sus tíos. Todos hombres, todos ferroviarios. La acompañaban como si la estuvieran iniciando en un ritual. Era raro ver mujeres en la tribuna, y más raro aún ver niñas. Ella lo recuerda con claridad: las paredes descascaradas, el murmullo antes del pitazo inicial, el silbato que se mezclaba con el ruido de los trenes cercanos. Cada tanto alguien la alzaba para que pudiera ver el campo, pero lo que a ella la fascinaba no estaba en el césped. En uno de los laterales había una especie de sala de prensa al aire libre. Una oficina improvisada con mesas, cables y transmisores que zumbaban como si tuvieran vida propia. Desde allí, los periodistas relataban los partidos con esas voces profundas que llenaban el aire. Algunos escribían en hojas que el viento intentaba llevarse; otros ajustaban micrófonos de metal o discutían resultados con una pasión casi religiosa. Alicia se escapaba de la tribuna —“escapaba”, dice, y se ríe— para mirar cómo trabajaban. Le fascinaban esos hombres que parecían tener el poder de contar el mundo. Uno de ellos, el “Pollo” Palacios, del diario La Tribuna, fumaba sin descanso mientras tipeaba con los dedos manchados de tinta. En los entretiempos, los jugadores se acercaban hasta ese rincón, y los periodistas los rodeaban como si estuvieran en una ceremonia. En su casa, la radio también era parte del paisaje. Sonaba todo el día, como una respiración constante. En el barrio, un vecino, Jim Warren —nombre artístico—, trabajaba como locutor en LT8 y LT2. Tenía una voz que llenaba el aire de autoridad. Cuando las compañías teatrales llegaban a Rosario, él las invitaba al estudio, y el padre de Alicia, oyente fanático, las escuchaba con devoción. A veces los llevaba a los chicos hasta allí. Alicia recuerda los pasillos oscuros, el olor a cables calientes, los micrófonos cubiertos con paños de fieltro y las luces rojas que se encendían cuando alguien decía “¡al aire!“ La redacción del diario La Tribuna, donde Fernández dio sus primeros pasos profesionales. En esos años, Rosario era una mezcla de humo de locomotoras, olor a tinta de imprenta y radios encendidas. Las mujeres usaban rodete o pañuelo en la cabeza; los hombres, traje aunque hiciera calor. En las peluquerías se hablaba de Sandro y de los Beatles, y en los cafés los periodistas discutían de política o de fútbol, como si fueran lo mismo. Alicia creció entre esos sonidos. “Coincidieron las dos cosas. La cancha y la radio. Dos pasiones que se unieron antes de que yo supiera que eso era el periodismo.” Así, Alicia se convirtió en la primera mujer periodista deportiva de Rosario. El desafío de pedir trabajo El edificio de La Tribuna estaba en Santa Fe al 900. En el mismo tramo de calle, a unos metros, funcionaba Crónica. Eran los dos diarios de la tarde en Rosario, y la ciudad entera parecía girar alrededor de lo que allí se escribía. Un día Alicia llegó sin recomendación. Entró por cuenta propia, con 18 años y una carpeta bajo el brazo. Nadie la esperaba. Nadie imaginaba que una mujer podía pedir trabajo en la sección Deportes. En el segundo piso la recibieron con una mezcla de sorpresa y desconfianza. —Aquí no hay mujeres —le aclararon—. Y menos en deportes. No fue una frase agresiva, sino una constatación de época. Había una sola mujer vinculada al diario, pero no trabajaba allí: una colaboradora externa que llegaba una vez por semana, dejaba sus notas de sociales —casamientos, bautismos, comuniones, cumpleaños— y se iba sin quedarse a redactar. —Figúrese que no hay ni baño para mujeres —le argumentaron. La respuesta le salió casi sin pensar: —Señor, yo no tengo problema. Enfrente está el bar, y allí hay baño. Se ríe otra vez, ahora con la distancia de los años. —La ingenuidad, ¿no? Si ese era un obstáculo, para mí no lo era. En ese tiempo nadie hablaba de discriminación ni de igualdad de oportunidades. No se analizaba la ausencia de mujeres en las redacciones. “No corría ese análisis”, dice. Todo parecía natural. El jefe de deportes era Juan Pascual. El subjefe, Carlos Caligari Marelli. Ambos eran parte de una generación de periodistas que terminaba sus jornadas en el bar Dorys, justo enfrente del diario. Allí se encontraban con los colegas de Crónica. Las mesas se mezclaban, los cafés se enfriaban, las discusiones seguían hasta entrada la noche. Alicia, estudiante del segundo año de la Tecnicatura en Periodismo del ISET 18, —el único lugar donde se enseñaba periodismo en Rosario—, escuchaba en silencio. La redacción de La Tribuna olía a tinta, humo y urgencia. Las máquinas de escribir sonaban como un enjambre sobre las mesas largas, donde cada sección tenía su territorio: ciudad, política, espectáculos, deportes. Alicia se plantó frente al jefe de Deportes. —No, usted fútbol no... Eso es cosa de hombres —dijo el jefe de Deportes. Mesa de redacción de deportes, con máquinas de escribir y equipos de trabajo de la época. Sintió el golpe seco de esas palabras, dio media vuelta y empezó a bajar las escaleras del diario con una decepción apretada en el pecho. Entonces escuchó una voz detrás: —Señorita, no se vaya, venga, que el señor Pascual quiere hablar con usted. Era Manuel Valdés, uno de los periodistas de la mesa de Deportes. Alicia se dio vuelta y pensó que, tal vez, se habían arrepentido. —Mire, lo pensamos bien —dijo Pascual cuando volvió a su oficina—. En pocos días se va a realizar el campeonato de golf del Litoral en el Rosario Golf Club. ¿Usted conoce el deporte? —Sí, conozco todos los deportes —mintió, con la cara encendida. Tenía un tío que jugaba al golf, lo había visto entrenar alguna vez, pero no sabía nada más. Aun así, el jefe asintió. —Le vamos a dar la oportunidad de hacer la cobertura junto con el periodista y el fotógrafo. Usted va a ir haciendo lo que le indique. Después vamos a ir viendo, porque ese deporte es amateur… Quizá más adelante quede una columna fija. “Una columna fija”. Alicia salió con esa frase en la cabeza, como si fuera un contrato. Valdés, el periodista a cargo, era un peso pesado. Escribía para El Gráfico y para La Razón. Cuando subieron al remís rumbo al club, él le dijo: —Mirá, piba. Entraste con suerte. Acá en remís viajamos con fotógrafo cuando es algo importante. Si no, en colectivo, a pie y sin fotógrafo. Rosario Golf Club, escenario de la primera cobertura que realizó Alicia Fernández como cronista. Ella sonrió. Tenía 18 y una libreta nueva. Desde la ventanilla vio cómo la ciudad se abría hacia el verde del Rosario Golf Club. Ese día no sabía mucho de golf, pero aprendió a mirar: a seguir con la vista una pelota, a escuchar el silencio del golpe, a entender que cada deporte tiene su propio pulso. Era su primera cobertura, y aunque nadie lo notó en ese momento, en esa cancha empezó una historia. La práctica profesional, aprender de golpe y la docencia Aprendió en el terreno, bajo el sol, con la libreta en la mano y los nervios de quien escucha por primera vez el propio pulso del oficio. Ese torneo le enseñó lo que después, durante 30 años, enseñaría ella misma en las aulas: la práctica preprofesional. “La residencia”, le gusta decir, como si aquel golf del sesenta hubiera sido su primera clase práctica. Cuando en 1990 se fundó el Instituto General San Martín, Alicia ya era parte del cuerpo docente. Había pasado un cuarto de siglo desde su debut y, con la misma energía con la que había sorteado prejuicios, se propuso formar generaciones nuevas. Estuvo hasta 2020, cuando la pandemia cerró las puertas del instituto y de una etapa de su vida. Una mirada sobre los primeros pasos de las mujeres en el periodismo deportivo. Aprendió de golpe, dice, en exteriores, a escribir con los zapatos llenos de pasto. “Fue como una materia dictada en tres tardes seguidas, allá en Fisherton”. Tres tardes de aprendizaje y vértigo. El lugar que se ganó en el periodismo deportivo llegó un poco después, cuando el diario decidió abrir una sección nueva: Martes de golf. Era su espacio. “Reflejaba toda la actividad del golf en la ciudad: entrevistas, resultados, historias”, recuerda. Y pronto, lo que era una columna en papel se convirtió también en un segmento radial. Un mes más tarde ya estaba en la Corporación Aguiló, el grupo deportivo más grande de Rosario. “Había 27 periodistas —cuenta—: los de arriba, los del medio y los ‘pendejos’ de abajo. Yo era una de los de abajo”. Y se ríe. Radio, gráfica y TV: una mujer de todos los medios De ahí en adelante todo fue encadenado. Un compañero la llevó a Canal 5. Le hablaron de un programa que se llamaba Baby Fútbol. —¿No querés acercarte? A lo mejor podés hacer alguna tarea —le propusieron. Fue un domingo a la mañana. La transmisión era en vivo y los chicos entraban a los empujones, como una estampida. Entonces ella dijo: —Yo puedo ordenarlos. Que entren en fila, como en la escuela. Lo dijo con la naturalidad de quien lleva en la sangre la pedagogía. Había terminado la carrera de maestra normal nacional y ya hacía suplencias. Vio en el caos del fútbol infantil el reflejo del patio escolar. Y lo ordenó. Los desafíos de abrir camino en un ámbito dominado por voces masculinas. Fue una vanguardia: años más tarde, esa misma imagen —los chicos formados antes de un partido— se volvería costumbre en el fútbol de Primera División. En tres meses estaba en los tres medios: gráfica, radio y televisión. “¿Qué más podía pedir?”, dice, y se ríe. Una aprendiz permanente Su voz se acomoda en otro tono cuando habla de la radio. “Me apasiona. No sé si porque nací con la radio o porque la televisión vino después, cuando ya era una nena más grande”. En su casa del barrio República de la Sexta, la radio era compañía. Hoy sigue dictando talleres en el Club Arizona, después de 17 años de hacerlo en el Club Policial. Enseña a hablar, a escuchar, a mirar con palabras. El reconocimiento a una trayectoria construida desde la humildad y el oficio. Se define como una “aprendiz permanente”. Todavía se sorprende con la curiosidad intacta, como si cada entrevista fuera la primera. “Esta profesión te lo permite”, dice. Cuando llegó la era digital, muchos colegas quedaron a mitad de camino. Ella no. Hizo de eso su tesis de licenciatura en la Universidad Nacional de Rosario: El impacto de la tecnología en el periodismo. Entrevistó a 18 periodistas. Usó mail por primera vez. “Me sentía feliz de poder estar usando las tecnologías —cuenta—. Cuando me inscribí, todavía había máquinas de escribir; cuando volví, ya no estaban, había cambiado la tecnología”. Y Alicia aprendió. Terminó entre los primeros 15 egresados de la licenciatura cuando hubo 80 inscriptos. “Creo que nací docente”, confiesa. Enseñar fue una manera de devolver lo aprendido. A sus alumnos les hablaba de esa unión entre periodismo, deporte y cultura. Les repetía una frase que se volvió lema: “El conocimiento es lo que nos diferencia”. Les pedía que no dejaran de leer, de escuchar música, de aprender idiomas, de ir al teatro. Que el título no era una llegada, sino un punto de partida. Un mundo masculino incluso en las aulas En 1990, cuando comenzó a dar clases, por cada 10 varones había una sola mujer en las aulas. 30 años después, la proporción se había equilibrado. “Cada año se agregaban más —dice—. Antes era casi inexistente, pero los institutos de periodismo deportivo cambiaron eso”. Entre la tinta, la memoria y el amor, Alicia volvió a encontrar en el fútbol una manera de narrar la vida. Aunque reconoce avances, todavía percibe una barrera. “Siempre hay una sola mujer en los paneles. A veces ninguna. Yo pensé que iba a cambiar, pero no. No cambió”. A los primeros compañeros los recuerda con respeto. “Aprendí de todos”. Trabajaban con lo que había: una radio encendida, un teléfono de baquelita negro en la redacción. El secretario de redacción era quien hacía las llamadas. El fotógrafo era un lujo. A veces se viajaba en auto, otras a pie o en colectivo. De esa época, Alicia conserva una costumbre: sigue tomando apuntes a mano. “Sigo trabajando igual. Produzco mis programas, escribo mis guiones, preparo todo antes de salir al aire. Soy de la escuela artesanal”. Un niño al que le decían Pulguita El año era 1994 y la televisión ya en colores. Las cámaras de Canal 3 apuntaban al pequeño campo de juego del Gabino Sosa, donde cada domingo el fútbol infantil encontraba su altar. Alicia Fernández, que ya había pasado por transmisiones en blanco y negro tres décadas antes, volvía a estar frente a una cámara. Entre los pequeños, un niño de movimientos cortos y mirada tímida, con una camiseta que le quedaba grande, desafiaba el tamaño de la cancha. Jugaba para Grandoli, aunque también vestía los colores de Islas Malvinas, de Newell’s y de Central Córdoba. Corría, gambeteaba, hacía goles y sonreía sin saber que ya era distinto. El día en que Alicia vio jugar a un niño llamado Lionel Messi y entendió que la solidaridad también podía ser noticia. El director del programa, desde la unidad móvil, lo había bautizado “el Pulguita”. Y el apodo se quedó pegado al monitor, a la voz de los relatores y a las libretas de los cronistas. Alicia lo observaba desde un costado del campo, con la experiencia de quien ya había visto miles de partidos, pero con la intuición de que ese niño tenía algo más que talento. “Era un fenómeno”, recuerda. “Siempre se llevaba todos los premios. Si no era por mejor compañero, era por haber hecho el gol o por ser el más destacado. Siempre se iba con algo en las manos.” Los premios llegaban de comerciantes, pequeños industriales y empresas que auspiciaban la transmisión: bicicletas, pelotas, camisetas, canastas con alimentos. La escena se repetía cada fin de semana: el Pulguita ganaba, sonreía, levantaba el trofeo y el resto de los chicos miraba desde atrás, sin premios ni cámaras. Las bicicletas y las pelotas repartidas entre los chicos donde jugaba Messi: un gesto que transformó la competencia en aprendizaje. Entonces, Alicia se acercó al empresario que organizaba la televisación. —¿Y si los premios los repartimos entre todos? —propuso. La idea era simple: que más chicos volvieran a casa con una alegría. Que el fútbol infantil no terminara, para tantos, en la frustración. “Eran hogares humildes”, dice. “Chicos que esperaban esa mañana con ilusión.” A partir de entonces, Alicia empezó a redistribuir los premios. Las bicicletas, las camisetas, las canastas dejaron de ir siempre al mismo lugar. Una mañana, mientras entregaba un balón a otro niño, sintió una mirada sobre su hombro. Era la del Pulguita. “Me miraba como diciendo: ‘¿Qué pasó?’. Era un niño, no entendía. Yo creo que si hoy supiera esta historia, me diría: ‘Gracias, señora, por lo que hizo’.” La transmisión en colores de Cebollitas, donde conoció a un niño llamado Lionel Messi. El niño siguió su camino. Se hizo grande, cruzó el océano, levantó copas, se convirtió en Lionel Messi. Pero aquella tarde en el Gabino Sosa, cuando no se llevó el premio, fue también una lección de justicia que aprendió mirando a una mujer con una libreta en la mano. Un libro con historia Su fanatismo por Central Córdoba la llevó a escribir Los De la Mata, pasión por el fútbol, junto a Julio Rodríguez. “Fueron mis vecinos, los admiré desde chica. El padre y el hijo, los primeros en ser dupla de futbolistas profesionales reconocidos por la AFA”. El libro de los De La Mata, padre e hijo futbolistas, se convirtió en testimonio y despedida. De grande, la historia se volvió personal: fue pareja de Vicentito De la Mata durante los últimos años de su vida. “Nos encontramos después de sesenta años —recuerda—. Él me dijo: ‘Quiero vivir tranquilo, en Rosario’. Y se vino. Fue feliz, disfrutó el libro. Murió en noviembre, pero alcanzó a verlo”. El libro fue declarado de interés cultural y municipal. Alicia lo sintió como una vuelta al origen: el reconocimiento del Concejo Municipal, el mismo que en 2005 la había distinguido como la primera periodista deportiva de Rosario. Cuando le preguntan por las diferencias entre el periodismo de los sesenta y el actual, dice que el cambio tecnológico fue inevitable, pero que no se puede abandonar lo artesanal. “Yo entrecruzo ambos. La tecnología es maravillosa, pero sin lectura, sin cultura, no hay periodismo”. Mira hacia atrás sin nostalgia. “Me siento agradecida —dice—. Trabajé con los grandes: Pascual, Reina, Monti, Aguiló, Topino. Hace 35 años que coordino Cebollitas Radio y Cebollitas TV. Sigo trabajando con jóvenes y me gusta. Ellos dicen que los grandes somos responsables, que tenemos sentido de pertenencia. Y es cierto”. A las jóvenes que quieren dedicarse al periodismo deportivo les aconseja estudiar, pero también aprender un oficio. “Algo que les permita sostenerse, porque los medios no siempre dan estabilidad. Y cuando uno tiene la oportunidad de coordinar o producir, necesita recursos propios”. Antes de despedirse, deja una frase escrita en una hoja, con la prolijidad de quien sigue creyendo en el papel: “Gracias, vida, por lo que me tocó y toca vivir. Mi gratitud por siempre”.
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