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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 19/10/2025 06:46
Caravana de Javier Milei en Tucumán La campaña de cara a las esperadas y cada vez más gravitantes elecciones legislativas de medio término entró en su tramo final. A escasos siete días de los comicios y apenas a cinco del comienzo de la veda electoral no deja de asombrar cómo una elección tan trascendente -tanto para el oficialismo y para la oposición- fue testigo de campañas tan mediocres, vaciadas de contenido, sin debates significativos, ni apuestas estratégicas que escaparan a la inercia y la chatura generalizada de un sistema político en descomposición cuya pestilencia hace rato ya alcanzó a las propias filas libertarias. Seguramente, la aceleración de la crisis, el deterioro de las expectativas, las turbulencias cambiarias y la incertidumbre generalizada de unos mercados cada vez más alterados desde la contundente derrota del oficialismo en las elecciones bonaerenses del 7 de septiembre, condicionaron la campaña. El oficialismo, que se imaginaba hasta hace no mucho tiempo atrás protagonizando una campaña convertida en un capítulo central de la “batalla cultural”, “pintando el mapa de violeta” y dando cuentas de que la “libertad arrasa”, se vio obligado a replegarse hacia una posición eminentemente defensiva que, por momentos, pareció deslizarse casi a un “modo supervivencia”. Al calor de las corridas cambiarias, la volatilidad e incertidumbre de los mercados y los resonantes escándalos producto de presuntas tramas de corrupción, el oficialismo cedió la iniciativa política, perdió el control de la agenda, y se vio forzado a reformular una campaña en torno a objetivos mucho más modestos. La oposición, más por los déficits, improvisaciones, errores no forzados y daños autoinfligidos del oficialismo, que por méritos propios, pasó a la ofensiva. El Congreso de la Nación fue, sin dudas, el escenario privilegiado de una nueva dinámica entre gobierno y oposición, y la larga saga de derrotas que un heterogéneo conglomerado opositor le propinó al gobierno puso el foco en el gran interrogante que hoy se cierne sobre el proyecto libertario: la gobernabilidad. Un escenario sobre el que incidió, sin lugar a dudas, el enfrentamiento del gobierno con los gobernadores otrora dialoguistas, en donde más allá de las discusiones sobre el reparto de recursos, talló con fuerza la torpe arquitectura electoral de un oficialismo cegado por una ambición hegemónica que muy pronto se dio de bruces con la cruda realidad. Lo cierto es que, en apenas meses, Milei pasó del ataque a la defensa, de la fortaleza a la fragilidad, de la euforia a los momentos de zozobra y desesperación, de acusador a acusado, de la agresividad a la victimización, de sepulturero a agonizante, entre otros extremos. Un presidente que se sentía imbatible, que imaginaba una elección legislativa convertida no solo en un “gran plebiscito” que habilitaría la profundización de la gestión a través de reformas de fondo, sino que proyectaría su imagen como la de quien venció definitivamente al kirchnerismo (apelación que por momentos confundía deliberadamente con el peronismo en sentido amplio), terminaría encarando esa elección con oxígeno “made in usa” y metas significativamente más modestas. En este contexto, Milei no dudó en convertir un respaldo de los Estados Unidos, que puede leerse tanto como fortaleza como debilidad, en el eje de su campaña electoral, en un intento de continuar aferrándose a la estrategia de polarización con el kirchnerismo, azuzando el fantasma del temor a la vuelta al pasado. Más allá de los traspiés en la comunicación y desinteligencias que se evidenciaron en lo que el oficialismo imaginaba como un gran acto de cierre electoral en el salón oval de la Casa Blanca, no sólo no hay dudas respecto al efecto que puede tener en los votantes golpeados por la segunda recesión en dos años, sino por el propio alcance y las condicionalidades del apoyo estadounidense. Aclarado por el propio Trump de que al hablar de las condiciones para el apoyo se refirió siempre al resultado favorable en las próximas legislativas, se abre un gran interrogante ya no solo sobre el resultado del próximo domingo sino sobre la forma en que este será procesado y gestionado por el oficialismo. Es que quedó muy claro que Milei volvió de Washington con una invaluable dosis de oxígeno, pero también con la presión por la performance electoral y, sobre todo, con la demanda de gobernabilidad de cara al segundo tramo de su mandato. En lo que respecta al resultado, el Gobierno enfrentará un primer desafío a la hora de intentar explicar un fenómeno que no tendrá una respuesta unívoca. Aquí es donde entra la disputa por el sentido y la interpretación de un resultado que, al tratarse de una elección legislativa en 24 distritos diferentes, no admite lecturas lineales. ¿Qué pesará más? ¿El agregado de votos a nivel nacional, la cantidad y peso de los distritos ganados o perdidos, o la cantidad de legisladores y su relevancia en la nueva composición de las cámaras? El propio Milei se anticipó a esta disputa al afirmar que su objetivo será conseguir “un tercio” que le permita defender sus políticas a través de vetos, blindar los DNU (sino se aprueba antes la ley en discusión en el Congreso) y, eventualmente, no correr riesgo de juicio político ante un potencial recrudecimiento del enfrentamiento con el Congreso. Sin embargo, más allá de la nueva meta fijada por el presidente, en la noche del próximo domingo, se dirimirá cuál relato se impondrá respecto a los ganadores y perdedores de la contienda, y ello tendrá sin dudas importantes consecuencias políticas y económicas en lo inmediato. Seguramente habrá múltiples interpretaciones en pugna, que se originarán tanto en los propios equipos de campaña y terminales del oficialismo y la oposición, como entre los analistas y observadores. Sin embargo, aún sin una lectura unánime de parte de la dirigencia política y el periodismo, el lunes 27 los mercados hablarán una vez más, y el gobierno tendrá que dar rápidas muestras -en cualquier escenario- de una voluntad de reconfigurar el sistema de toma de decisiones en la búsqueda de mayor gobernabilidad a partir de acuerdos y consensos básicos con sectores de la oposición. Descartando tanto una victoria clara como una derrota apabullante, en cualquier escenario, seguramente el oficialismo estará lejos de conseguir ese tercio con legisladores propios, por lo que de movida necesitará de la sumatoria de diputados del PRO y aliados. Pero, sobre todo, necesitará imperiosamente transmitir la voluntad de hacer cambios tanto en las formas y estilos presidenciales como en el manejo del poder y la gestión política. Y, sin perjuicio de que por estas horas toda la atención está puesta en la inminencia del mensaje de las urnas, es en el día después donde se acumulan cada vez más interrogantes respecto a la voluntad y capacidad del gobierno para abandonar la intransigencia y cerrazón, y avanzar hacia una nueva etapa que incorpore conceptos hoy ajenos al léxico y la praxis libertaria, como el dialogo y el consenso. Por ahora, los gestos han sido escasos y confusos: apenas algunos contactos con gobernadores “dialoguistas”, un par de encuentros con Macri, y promesas difusas de cambios en el gabinete que dispararon las cada vez más fratricidas internas palaciegas en la Casa Rosada.
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