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  • Santa Fe: una reforma constitucional con claroscuros

    » Clarin

    Fecha: 03/10/2025 01:10

    En La Odisea, Homero narra el episodio de Ulises y las sirenas. Consciente de que podía sucumbir ante el canto fatal, Ulises se hizo atar al mástil de su nave y ordenó a sus marineros taparse los oídos con cera. Solo así logró atravesar indemne la prueba. La enseñanza es clara: la libertad no consiste en dejarse arrastrar por el incentivo inmediato, sino en imponerse límites racionales para evitar decisiones autodestructivas. El constitucionalismo moderno respondió a esa misma lógica. Las mayorías calificadas, los mandatos limitados, los procesos complejos, la división de poderes y la independencia judicial no son trabas a la democracia, sino mecanismos de autocontrol. Son los amarres que permiten a los pueblos mantener el rumbo cuando aparecen las tentaciones del poder absoluto o de las soluciones fáciles. La reforma constitucional que acaba de concluir en Santa Fe, en cambio, se apartó de esta tradición. En lugar de fortalecer las instituciones, las debilita. En vez de atar al poder político a reglas estables, lo libera de contrapesos esenciales. Es cierto que, en algunos aspectos, la nueva Constitución mejora lo que existía antes: ficha limpia, mecanismos de democracia semidirecta, modernización de la parte dogmática, derechos digitales con especial mención de la inteligencia artificial, eliminación de la inmunidad de proceso, entre otros puntos. Sin embargo, como suele suceder en América Latina, se redactaron capítulos muy avanzados sobre derechos y garantías, pero se descuidó la arquitectura institucional. Allí donde más se necesitaba equilibrio, se reforzó al Poder Ejecutivo. El área más preocupante es la del Poder Judicial. Allí se concentran los mayores cuestionamientos. Uno de los puntos críticos es el diseño del Consejo de Selección para jueces, fiscales y defensores. Este órgano funcionará en el ámbito del Poder Ejecutivo, lo cual genera dudas por su independencia. Se perdió la chance de contar con un mecanismo jerarquizado, técnico y despolitizado. Además, la Constitución delega en una futura ley su funcionamiento. En los hechos, eso significa que una mayoría simple podrá definir las reglas del juego, dejando un cheque en blanco al oficialismo de turno. Como advertía Germán Bidart Campos respecto al Consejo de la Magistratura nacional, el verdadero equilibrio no depende solo del número de representantes por estamento, sino de quién los designa. Si la política controla a los estamentos, el sistema queda desnaturalizado. La situación se agrava porque los ministros de la Corte Suprema provincial podrán ser designados por mayoría simple. Aquí no se siguió el estándar de la Constitución Nacional, que exige dos tercios del Senado. Esa diferencia es fundamental. Las mayorías calificadas no son un lujo formalista: garantizan consensos amplios y legitimidad transversal. Sin esa exigencia, un partido circunstancial puede apropiarse de la instancia judicial más alta, debilitando la independencia de los jueces y la confianza ciudadana en el sistema. Algo similar ocurre con el fiscal general y el defensor general, que se designan por decisión política del Ejecutivo y la Asamblea Legislativa, sin concurso previo obligatorio ni reglas, exámenes o ternas vinculantes que aseguren idoneidad técnica y ética. También preocupa el Jurado de Enjuiciamiento de magistrados, fiscales y defensores. Allí, la sobrerrepresentación de legisladores compromete la imparcialidad del proceso. Un juez que sabe que su permanencia depende de la voluntad política difícilmente tenga la independencia necesaria para investigar casos de corrupción o resistir presiones indebidas. Tanto la Corte Suprema nacional como la Corte Interamericana de Derechos Humanos han insistido en que la inamovilidad y la autonomía judicial son pilares del Estado de Derecho. Sin ellos, la independencia se vuelve una declaración vacía. Otro aspecto problemático es la gran cantidad de cabos sueltos que dejó la Convención. Varias cuestiones que debieron resolverse en la Constitución se trasladaron al Poder Legislativo para que las defina por ley ordinaria. Esa estrategia puede parecer pragmática, pero en realidad traslada al oficialismo de turno decisiones que debieron contar con consensos constituyentes. Lo que no resuelve el constituyente, lo resolverá un poder constituido, con mayorías simples y coyunturales. Más allá de la validez formal de la reforma, su contenido erosiona garantías esenciales, afecta la seguridad jurídica y, en última instancia, repercute en la economía y en la vida social. Ningún ciudadano ni inversor confía en instituciones sujetas a la discrecionalidad política. En definitiva, la reforma santafesina no representa un salto hacia la modernidad institucional. Más bien, reproduce viejos vicios de concentración de poder. Si el mito de Ulises enseña que la libertad se preserva con amarres que resistan la tentación, esta reforma parece haber cortado las sogas que contenían al poder político. El riesgo es claro: sin esos límites, la democracia pierde brújula y la sociedad queda más expuesta a los cantos de sirena.

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