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» Clarin
Fecha: 03/10/2025 01:01
Julio Gagliano es de esos tipos que no necesitan presentación, pero igual conviene dársela: futbolista frustrado, parrillero consagrado, sommelier de carnes y, según dicen, dueño de un perfume caro que anuncia su llegada antes que él. Se crió entre reses, aprendió el rigor en frigoríficos y mataderos, y terminó aplicando esa disciplina en la cancha, donde llegó a jugar en tercera y hasta a dirigir equipos. El fútbol lo llevó a compartir estadías con Maradona; la carne, a convertirse en referente de un oficio que exige paciencia, ojo clínico y un paladar sin concesiones. Si algo aprendió del deporte de alto rendimiento es que un buen equipo gana partidos y una buena brigada de cocina gana clientes. Y en eso, Gagliano no falla: su parrilla Viejo Patrón, instalada en una casona de Liniers lejos del circuito cool de la Ciudad, convoca a políticos, deportistas y vecinos con hambre real, de ese que no se calma con tostadas con palta. Allí no hay cartas interminables ni promesas vacías: hay cortes de novillos alimentados a pastura, achuras que no necesitan presentación y un cuidado casi quirúrgico en la cocción. El hombre que alguna vez soñó con meter goles, hoy se dedica a meter bife tras bife sobre las brasas, con la misma concentración que un arquero en un penal decisivo. No es casualidad: Gagliano es uno de los 25 sommeliers de carne del país, título que le puso academia a lo que ya sabía desde chico. Y en Viejo Patrón, su casa y su cancha, juega de local con ventaja: platos de impronta mediterránea, postres clásicos y una carta de vinos pensada para acompañar cortes que, como él, tienen historia, rigor y una pizca de ironía. La historia de Julio Gagliano .Julio Gagliano suele decir que “lo metieron en la carne”. No fue una decisión propia, sino la consecuencia de una vida que desde muy chico se vio atravesada por frigoríficos, camiones de reparto y el Mercado de hacienda. Su mamá se separó cuando él tenía apenas ocho años y a los diez ya estaba entrando a los pasillos del matadero. “Mi padrastro, Camilo, era matarife. En casa no se hablaba de otra cosa que no fuera carne, mercado, frigoríficos… Yo me crié en ese mundo”, recuerda. Entre vaquillonas, novillos y medias reses, la infancia se le fue entre estudios y madrugones: “A las cinco de la mañana salía toda la faena, yo marcaba qué corte iba para cada cliente, levantaba pedidos, cobraba… y después iba a la escuela”. La carne no fue para él solo un trabajo de subsistencia, sino un lenguaje aprendido desde la práctica. Con el tiempo, lo que había empezado como una obligación se transformó en oficio y, más tarde, en pasión. “Yo era el que marcaba la carne, seguía el reparto, veía al animal en pie y después faenado. Desde chico entendí cómo cambia todo en ese proceso”, explica. Esa mirada temprana lo llevó a ser uno de los pocos en el país que pueden presumir de tener un conocimiento integral: lo técnico del frigorífico, lo sensorial del plato y lo estratégico del negocio. Julio Gagliano corta el vacío en su parrilla de Liniers. Foto: Constanza Niscovolos. Años después, en 2019, decidió darle un marco formal a lo que ya sabía de memoria y se formó como sommelier de carnes. “Ahí fue como que se me prendió la luz. Tenía un 80% del conocimiento, pero lo que estudiás te ordena, te da palabras para explicar lo que ya intuías. Lo importante es que probás de todo: carne buena y mala, de grano, de pasto, con genética distinta. Entrás en un mundo sensorial”. Lo que la academia no enseña, según él, es el ojo clínico que se desarrolla viendo al ganado en pie, sabiendo reconocer a simple vista cuál animal va a dar la mejor carne. Para Gagliano, la calidad se mide en matices y en peso. Defiende el novillo pesado —base de los cortes de su parrilla Viejo Patrón— como la clave del sabor. “El novillo tiene que ser pesado para tener gusto. Un Angus pesado, de tres años, que ya perdió el deseo sexual, solo piensa en comer, y toda esa energía la tira en carne”, dice entre risas. A la hora de recomendar, no duda: “Tenés que probar la ceja, la ceja del ojo de bife. Ahí tenés todos los sabores juntos. Entre la entraña y la ceja, yo me quedo ahí”. El Viejo Patrón, en la esquina de Larrazabal y Patrón. Foto: Constanza Niscovolos El deporte, sin embargo, fue el otro gran eje de su vida. En los ratos libres, Julio se calzaba los botines. “Jugué hasta la tercera, siempre tuve condiciones. Pasé por Brown, por Vélez… pero el trabajo me ganó: no podía con todo”. Lo que no pudo como jugador, lo desarrolló como entrenador: “Soy DT de fútbol. Dirigí desde la D hasta el Nacional B: Centro Español, Deportivo Merlo, La Madrid… con Pancho Martínez, que después estuvo con Maradona en Dorados”. Julio Gagliano en su restaurante. Foto: Martín Bonetto. Esa experiencia le permitió incluso viajar a México y compartir estadías con el mismísimo Diego. “Estuve veinte días en Dorados, junto a Pancho, que es mi amigo del alma. Esos recuerdos te marcan”, asegura. Quizás por eso, su manera de conducir la cocina de Viejo Patrón tiene mucho de táctica futbolera: equipos ordenados, cada uno en su puesto, y la certeza de que los partidos —o los asados— se ganan con disciplina, pasión y un buen corte en el punto justo. Cómo es y qué se come en Viejo Patrón Vacío con manta en Viejo Patrón. Foto: Constanza Niscovolos Viejo Patrón no pasa desapercibido. La parrilla de Julio Gagliano se levanta en una imponente esquina de Liniers, dentro de una casona de estilo francés que aún conserva su fachada original y le da un aire señorial al barrio. El deck sobre la vereda, con capacidad para 18 comensales, invita a disfrutar de un asado bajo las estrellas o a resguardo gracias a su techo corredizo, en un clima relajado y con luces bajas que marcan la intimidad de la escena. El corazón del restaurante late en el salón principal, donde la gran parrilla toma protagonismo. Allí, madera, ventanales y una iluminación sectorizada crean una atmósfera cálida que, por la noche, se vuelve casi conspirativa. La experiencia se completa al subir las escaleras: primero una cava de vinos custodiada por el sommelier de la casa, Juan Tula, luego una barra elegante y hasta un piano que se enciende en algunas veladas. En el último piso, la terraza semi-techada es el rincón más buscado en los días cálidos. Bife de chorizo. Foto: Martín Bonetto. La carne que llega a las brasas de Viejo Patrón no es cualquier carne: proviene del mismo frigorífico que abastece a los restaurantes de carnes más prestigiosos como Elena, el restaurante del Four Seasons. Esa procedencia garantiza animales criados a pastura y cortes de excelencia, los mismos que en Liniers Julio transforma en platos que no tienen nada que envidiarle a los templos gastronómicos más prestigiosos de la ciudad. Además de parrillero es sommelier de carnes, conoce el secreto de cada pieza y lo comparte en el menú. La propuesta comienza con entradas que miran más allá de la parrilla sin olvidarse de ella: provoleta con rúcula y nueces fritas ($ 11.500), tortilla de papa y cebolla gratinada con provolone y chimichurri ($ 11.900), burrata con pesto de albahaca, kale y focaccia ($ 12.500), o buñuelos de espinaca con fondue de tomate y queso sardo ($ 8.500). Una antesala que marca el tono de lo que vendrá después. La entraña de Viejo Patrón. Foto: Martín Bonetto. Entre los principales, la lista es contundente: asado especial del centro de 750 g ($ 36.600 para dos personas), costillar braseado de 1,6 kg con papas cuña ($ 32.800 para tres personas), entraña entera ($ 42.400 para compartir entre tres), vacío en manta, corazón de cuadril y bifes de chorizo en sus versiones angosta o mariposa. También hay selección de cortes recomendados por el sommelier, pollo pastoril al limón, matambrito de cerdo, ribs y hasta osobuco braseado. Para los que buscan opciones fuera del ritual parrillero, la carta ofrece minutas clásicas como la milanesa de bife de chorizo ($ 18.500) a la napolitana, matambre a la pizza, lomo al champignon o un revuelto gramajo de esos que curan cualquier nostalgia. El final queda en manos de Florencia, hija de Julio y pastelera del lugar, que aporta el toque dulce. Su carta rescata postres clásicos argentinos con un guiño familiar: flan con dulce de leche, volcán de chocolate, tiramisú, queso y dulce y helados artesanales. El flan de dulce de leche de Viejo Patrón. Foto: Constanza Niscovolos El fútbol nunca quedó del todo atrás en la vida de Julio: lo jugó, lo dirigió y hoy lo mantiene vivo desde la mesa. No sorprende entonces que en Viejo Patrón se crucen camisetas ilustres: Ruggeri, Paredes, Cavani y Crespo ya pasaron por sus mesas para compartir un asado. En su parrilla, la pelota sigue rodando, solo que ahora los partidos se juegan entre copas de vino, cortes jugosos y sobremesas que duran hasta el último café.
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