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» La voz
Fecha: 03/10/2025 00:51
La democracia moderna se enfrenta a un dilema persistente: la tensión entre la necesidad de renovar a sus representantes y el riesgo de sustituir la experiencia política por la inexperiencia ciudadana. Este debate no es nuevo. James Madison, en los Federalist Papers, y Alexis de Tocqueville, en La democracia en América, ya reflexionaban sobre los peligros y las virtudes de abrir la política a outsiders o a figuras sin trayectoria profesional en los asuntos públicos. Hoy, en el marco de democracias atravesadas por el desencanto ciudadano, la proliferación de outsiders se presenta como una respuesta a la desconfianza hacia las élites tradicionales. Pero esta respuesta, lejos de ser neutra, plantea dilemas estructurales sobre la calidad de la representación, la estabilidad institucional y la capacidad de gobierno. El riesgo de la inexperiencia Los políticos de carrera suelen acumular un capital de práctica en la gestión que resulta difícil de reemplazar. El conocimiento de los procedimientos, la negociación en los cuerpos colegiados y la administración de la cosa pública conforman un saber que no se adquiere de manera instantánea. La irrupción de outsiders, aunque pueda canalizar genuinas demandas sociales, con frecuencia deriva en improvisación, errores costosos y decisiones de corto plazo. Tocqueville lo advirtió con crudeza: “La democracia no puede obtener la verdad sino de la experiencia, y muchos pueblos no podrían esperar, sin perecer, los resultados de sus errores”. La inexperiencia no es, en sí misma, una virtud democrática, sino un riesgo latente que se vuelve crítico cuando la sociedad atraviesa coyunturas de crisis económica, inseguridad o conflictividad social. La virtud de la renovación No obstante, reducir el fenómeno de los outsiders únicamente a un problema sería una simplificación. La democracia también se fortalece cuando permite la entrada de ciudadanos ajenos a la política profesional. La renovación abre la puerta a nuevas voces, introduce sensibilidad hacia problemas que las élites ignoran y rompe con la lógica endogámica de las dirigencias. Madison reconocía la importancia de la vigilancia popular como contrapeso al poder, y entendía que las instituciones debían nutrirse de la energía cívica que proviene de los ciudadanos comunes. Sin embargo, advertía que esa fuerza debía estar contenida por reglas claras y estructuras estables. La democracia, en su lógica republicana, no se sostiene únicamente en la virtud de los gobernantes, sino en un entramado institucional que canalice la diversidad de intereses y evite la arbitrariedad. Madison y los “outsiders” En su teoría del federalismo, Madison veía con recelo la tentación de reemplazar sistemáticamente a los políticos con experiencia por individuos sin oficio. Para él, la multiplicidad de facciones era inevitable en un sistema libre, pero si no se contenía bajo un marco constitucional fuerte, podía desembocar en gobiernos erráticos, dominados por pasiones momentáneas. Desde esa óptica, los outsiders podían cumplir un rol positivo como correctivo moral o como reflejo de la voluntad popular, pero nunca debían desplazar por completo a los hombres de Estado. El riesgo era que, sin el contrapeso de la experiencia, las instituciones quedaran libradas a la volatilidad de las mayorías circunstanciales. Tocqueville y la democracia que aprende Tocqueville, al observar la experiencia estadounidense, remarcaba que la democracia progresa mediante ensayo y error. Pero para que ese proceso de aprendizaje no se vuelva letal, requiere de una sociedad civil educada, de una cultura cívica robusta y de mecanismos de corrección institucional. La inexperiencia política puede ser tolerable en períodos de estabilidad, cuando los errores no ponen en jaque la supervivencia del sistema. En cambio, en tiempos de crisis –como los que atraviesan muchas democracias contemporáneas– la ausencia de oficio en los gobernantes puede derivar en catástrofes políticas y económicas. En palabras actuales: la democracia aprende, pero a veces el costo del aprendizaje resulta insoportable. Una mirada al presente La tensión entre experiencia y renovación atraviesa también a la política argentina. La creciente desconfianza hacia los partidos tradicionales abrió espacio a figuras ‘no políticas’ que prometen transparencia y cambio, pero que muchas veces se enfrentan a la dificultad de gobernar un entramado institucional complejo. Esta dinámica refleja, en buena medida, la tensión señalada por Madison y Tocqueville: cómo equilibrar la necesidad de oxígeno en la representación con la urgencia de contar con capacidad técnica y experiencia en la gestión. Conclusión Entre la desconfianza de Madison hacia los outsiders y la advertencia de Tocqueville sobre los errores fatales de la inexperiencia, surge una enseñanza común: la democracia necesita tanto renovación como madurez institucional. La frescura de las nuevas voces debe convivir con la sabiduría acumulada de los políticos experimentados. Abrirse a nuevos representantes es saludable, pero sólo si el sistema logra encauzar sus aportes sin sacrificar el aprendizaje histórico. En última instancia, la fortaleza democrática radica en ese equilibrio delicado: la energía de los ciudadanos comunes y la prudencia de los hombres de Estado, sostenidas por instituciones capaces de contener y dar sentido a ambas dimensiones. Magíster en Administración de Servicios de Salud UCC; egresado del posgrado de economía institucional y ciencia política de Ucema
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