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» La voz
Fecha: 03/10/2025 00:38
Y un día no hubo niños. Sin que nadie supiera por qué, no estaban. Se los buscó en lugares habituales y después en rincones insólitos, pero no aparecieron. Ninguna pista de sus gritos ni de sus risas. Es cierto, no había desorden; pero tampoco juegos, raspones ni curitas. El desparpajo aparecía a veces en algún adulto enajenado. En las plazas comenzaron a sobrar hamacas; algunos vendedores de globos deambulaban con la mirada perdida. Comenzaba el silencio. Las aulas se deterioraron rápidamente. Las paredes, descascaradas sin remedio, perdían olor escolar. En los pizarrones, trazos de tiza escritos por la última seño. Y por el suelo rodaban, a merced de un viento indolente, hojas con renglones vacíos. No se oían berrinches. Nadie se quedaba de grado; ningún niño estaba en apuros. Sin ellos (sin la obligación de educarlos), los adultos consiguieron tiempo para sí. Podrían dedicarse a sus proyectos y a sus espejos. Ya nadie interrumpiría su sueño ni reclamaría sus olvidos. Comenzó a despejarse el miedo a las enfermedades infantiles, apenas acurrucado en el desvarío de los ancianos. Se comenzó a olvidar las canciones de cuna. En realidad, todas las canciones. El silencio aumentaba. Los académicos, acostumbrados a enseñar a otro, extrañaban a sus jóvenes aprendices. Pronto comprendieron que nadie desearía aprender. ¿Para qué, entonces?, se preguntaron. La Policía tuvo que dispersar a transportistas escolares que alteraron el orden con sus cortes de ruta. Las abuelas dejaron de tejer. Los abuelos, de arreglar bicicletas. Los padrinos, cansados de deambular a la búsqueda de ahijados, no supieron qué hacer con tantos regalos. Fueron cerradas maternidades, guarderías y salones de cumpleaños. En su lugar se abrieron sitios de reunión para adultos; gente grande, bien portada. La palabra hijo cayó en desuso, letra por letra. Primero se perdió la ‘h’, aunque nadie lo notó. Luego desaparecieron la ‘i’ y la ‘j’, y entonces dejó de nombrarse. Los mayores, con menos reclamos y apuro, ya no llegaban tarde ni faltaban a su trabajo. Dejaron de escucharse retos y penitencias. Por costumbre, algunas vecinas insistían en encontrar algún malcriado, pero no había. El silencio dominaba. Psicólogos y psicopedagogos elevaron petitorios ante las autoridades. Fueron escuchados, pero enseguida comprendieron que nadie podría ayudarlos. Los asientos de los colectivos reservados para las embarazadas fueron reemplazados por espacios para bastones. Dejaron de venderse cunas, biberones y libros de cuentos. Quebraron muchas jugueterías. Un triciclo rojo fue adquirido, vía internet, por un coleccionista extranjero. Muchos matrimonios se encontraron frente a frente, por primera vez. Pocos supieron manejar tanto vacío. El orden hogareño, tan anhelado, comenzó a incomodar. Hasta el clima fue cambiando. Incluso el propio sol reparó en la ausencia y palideció. La lluvia seguía cayendo, pero apenas si mojaba la tierra. Las plantas cambiaron su verde por un gris prolijo, perfecto. El viento dejó de soplar, al quedarse sin flequillos para despeinar. Todo había ocurrido de manera inesperada, a la vista y con la complicidad de todos. Nota: en el noticiero de la noche se comentó que se ha constituido una comisión para revisar el problema. Prometen llegar a las últimas consecuencias. Se confía en llegar a buen puerto. Las aulas esperan; las calles esperan; los perros esperan. Tratando de no olvidar, los abuelos desesperan. Lo ocurrido es tan inusual -dicen las autoridades- que con seguridad se solucionará pronto. Algunos creen y confían. Otros, en cambio, comienzan a pensar cómo sería la vida sin chicos. Médico
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