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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 30/09/2025 06:46
"El silencio como laberinto" (Dain usina Cultural) de Andrea Ciporkin El silencio como laberinto es la primera novela de Andrea Ciporkin, licenciada en periodismo y productora audiovisual nacida en Buenos Aires en 1973. En 2020 ganó el Premio Itaú de Cuento Digital y en 2022 fue finalista en los concursos de novela de La Bestia Equilátera y Futurock. Este debut literario aborda la corrupción vinculada al tráfico de personas y el abuso infantil, pero también introduce una perspectiva de esperanza y resiliencia. Cami, la protagonista, es una joven que fue víctima de trata desde la infancia y que, tras la muerte de su amiga Caro logra escapar del lugar conocido como El Pantanito. En su huida se enfrenta a la difícil tarea de reconstruir su vida y buscar la verdad sobre su pasado, mientras lidia con las secuelas del maltrato y la explotación. A lo largo de la novela, encuentra apoyo en Kikí, una travesti que se convierte en su aliada tras la fuga, y juntas desafían la hostilidad del entorno para forjar un nuevo destino. En el prólogo, Luis Mey dice que esta novela “tiene todo: emoción, sabiduría, gracia, ironía, cierto nivel de cinismo. Y, sobre todo, molesta”. Y agrega: “Nos recuerda que siempre hay que hablar y estar con un ojo cerca de las causas justas. Que ella hable de esto con semejante arte son dos actos de justicia en un solo lugar”. A continuación un fragmento, las primeras páginas. Andrea Ciporkin 0. Cuando Kikí se entera de que papá nos persigue, de inmediato me dice que es porque soy la última testigo de sus crímenes, que no es por amor que lo hace, y dice también: –Contámelo todo. De esto dependen nuestras vidas. 1. Yo sueño cosas. Mías y de otros, de gente que ni conozco, de los que escuchaba hablar por acá antes de que me mandaran a dormir. Quizá también de quienes ya no están, de los muertos, pero cuando mi mamá dice muertos es para nombrar a la gente que detesta. Algunas las puedo contar; otras, mejor las guardo. En el campo, rodeado de árboles y calles de tierra, apenas cerca de un pueblo chico, tenemos dos vacas, cinco chanchos y diez gallinas. Quiero ordeñar las vacas, pero mamá me saca corriendo. También quiero ponerles nombres a los chanchos y ella se ríe a carcajadas. Me dice que repetirá cada uno de esos nombres cuando nos los llevemos a la boca, que tendremos que comerlos; ahora que ya no tiene más trabajo de noche. Quiero dormir con las gallinas, pero dice que voy a enfermarme peor que las otras, las que ya no están y a las que no las llama más por su nombre. Ahora soy la encargada de cuidar la quinta; todo lo que sea de color verde, lo planto; tengo que matar a las moscas, hacerles otro camino a las hormigas y sacar uno por uno los gusanos. Además, el verde es mi color preferido y es todo para mí, no para Caro, por ejemplo, que cuando vivía me pedía que le diera lechuga a cambio de un poco de conversación y de maquillarme la boca. Mamá ahora me dice que me va a mandar a un desierto para hacerlo bosque y le digo dale y después de un rato de mostrarme lo mal que está por todo lo que pasó en estos tiempos, sonríe de mentira y me dice que es un chiste. Desde la ventana de mi pieza veo un río ancho que, cuando llueve, baja como a los cachetazos e inunda las orillas. Parados uno al lado del otro, protegiendo al borde del río, casi rozando el agua, están los tres sauces llorones. Frente a mi casa, el ombú más grande del mundo, con sus ramas firmes y serenas, donde papá colgó una hamaca para mí porque mamá lo obligó. Cuando me hamaco, tapo con los pies el poco sol que se cuela en nuestro pantano. Es sábado y la tormenta dejó humedad y una invasión de mosquitos, así que hoy es día de fiesta para los veintidós tipos de arañas que conté en el pantano. El aire es tan denso –tantísimo más que otras veces– no me deja respirar. Saco unos tomates de la quinta y los llevo a la cocina. Veo a mamá con las manos llenas de harina, amasando de memoria los fideos; su mirada, perdida en el verde más allá de la ventana. Con los ojos tristes de siempre o desde que papá no volvió. A él lo veo solo en sueños; aparece al lado de mi cama cuando me acuesto. Rodeo por la cintura a mamá y la despierto de sus pensamientos. La asusto, pero igual me sonríe. –Sin querer, un día te voy a dar un cuchillazo del susto, qué lo tiró!. Me alejo, enciendo la radio y escuchamos una canción mal sintonizada. Luego me acerco a la mesa en la que está trabajando, hundo las manos en la masa y juntas terminamos de amasar. Después voy a mi cuarto y me visto con lo primero que encuentro en el respaldo de la silla, la remera arrugada que más me gusta. Llega Antonio, mi hermano mayor. Mamá deja el verde triste de sus ojos de amasar fideos y tiene un celeste raro que le devuelve la sonrisa. Me gusta pasar tiempo con Antonio, tiene una sensibilidad especial; hablamos de nosotros, de nuestra infancia y de los amores inalcanzables. A veces viene a casa con otro chico de ojos tiernos y los veo caminar por la orilla del río tomados de la mano. Mamá los mira sin decir nada y solloza algo que no entiendo. Ahora estoy en la cocina poniendo los fideos a hervir y la escucho que habla bajito con mi hermano. Le dice que ya tengo edad de merecer un hombre. –No presiones a la nena, mamá, le contesta él. –Nunca se va a ir de casa. Tengo que hacerlo. Antonio se ríe. –Si la tenés cautiva acá. Mamá sacude la cabeza y sale del celeste de los ojos y vuelve al verde y del verde pasa al negro. –Es una solterona. Yo no tengo la culpa. –Ay, mamá, no seas antigua. –Encima vos... –Decilo, mamá. ¿Yo qué? –Ni nietos voy a tener. –Soy gay, no estéril. –¿Por qué ustedes no son como los hijos de mis amigas? –¿Qué amigas? El día que la Cami se vaya, lo vas a lamentar. –Tiene como veinte años... Parece de quince. Qué me trajo Dios a esta casa? ¿Qué me trajo? –Todo llega, mamá... Todo llega. Ya ves cómo me dejó Dios acá y vuelvo siempre a ver en qué anda el infierno, ¿no? Le agarré cariño al infierno, te digo. Ni bien escucho el motor de un auto, salgo de la cocina y paso entre medio de los dos para interrumpirlos de golpe. –¿De qué hablan? pregunto riéndome. –De nada, corazoncito, responde mi mamá. Mejor andá a recibir a tu hermano. Diego es el rubio de la familia; nació rubio y quedó así. Vivió mucho acá hasta que alguien dijo que era muy inteligente y se fue a estudiar para ser abogado; él y mi papá no se llevaban bien nunca, pero Diego aprendió cosas que después le sirvieron mucho allá en la ciudad, dice. Diego me abraza y me llena de besos. Me da un paquete con moño rojo que trajo de un lugar lindo de la ciudad. –¡Qué lindo! digo. –Pero si todavía ni lo abriste. –Es lindo así cerrado. No lo voy a abrir. –Como quieras, pero quedátelo vos. Que mamá no te lo confisque. Ah, y una cosa más. Un pedido serio. –Tengo que hacer la tarea de la quinta. –Es una pavada. Mirá, dice y saca del bolso una botella con un líquido amarillo. Es un licor de limón especial. –Lo tenés que guardar para el postre. Cuando yo te diga, servís uno para mí, otro para Antonio y otro para mamá en los vasos chiquitos que ella guarda para los días especiales, ¿sí? Si no me llevo el regalo para alguien más... –Ok, digo y lo abrazo. –Te prometo. Él no me abraza casi nunca porque casi nunca viene, creo que es porque estaba enojado con mamá y con la casa, pero ahora me abraza muy fuerte y me da un beso largo en la frente. Me acuerdo del día, cuando tenía diez años, mientras jugábamos a ser superhéroes, mis hermanos me empujaron por el techo para ver si podía volar, fue entonces cuando caí en picada y mi cabeza dio contra un tronco y mi pierna derecha se partió en varios pedazos. Desde aquel momento siento que ellos me quieren más y me cuidan. Quedé quietita, boca arriba, coloreando la tierra de rojo, hasta que mamá me sacudió sin parar hasta que volví a respirar. Desde ese día, creo que también ella supo que no aparecería ningún príncipe azul para mí. La comida está lista; me quedo parada en la punta de la mesa, mirando cómo giran los fideos entre los tenedores y se los devoran con ferocidad. (...)
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