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  • El riesgo del inexistente plan B

    Gualeguaychu » FM Maxima

    Fecha: 28/09/2025 15:52

    Es creciente el nivel de consumo por parte de unos pocos de los bienes disponibles para todos. Se estima que si el nivel de consumo del 20% más rico del mundo se extendiera a toda la humanidad, serían necesarios más de tres planetas para sostenerlo. La pregunta es inevitable: ¿cómo es posible que una minoría consuma y desperdicie tanto, mientras millones carecen de lo básico? Una clara expresión de la parábola de Lázaro y el rico que nos presenta el Evangelio que se proclama este domingo en las misas de todo el mundo (Lucas 16, 19-31). El calentamiento global crece con tibias decisiones de los Estados que no alcanzan a ser remedio eficaz. Vivimos como si hubiera un Planeta B al cual migrar cuando este ya no sirva. Pero eso no es posible, aunque algunas películas nos sumerjan en esa fantasía e ilusión. En el cuidado del ambiente no andamos bien; aún hay tiempo de cambiar para mejorar, o para seguir empeorando la situación. Los mensajes incómodos del mes de la creación nos recuerdan que el futuro se está escribiendo hoy. La humanidad tiene en sus manos la posibilidad de elegir entre la lógica del consumo insostenible o la sabiduría de la sobriedad y el cuidado. Si escuchamos el gemido de la creación y respondemos con fe y coraje, podremos ser parte de una historia de esperanza, donde la justicia y la paz florezcan junto a la tierra renovada. Aceptar la incomodidad de estos mensajes es el primer paso hacia una vida más plena y solidaria. Como nos enseñó el Papa Francisco, “no hay ecología sin una adecuada antropología” (LS 118). Somos parte de la creación, pero también sus guardianes. Es tiempo de despabilarnos, estar atentos, abiertos a la conversión y decididos a cuidar la casa común, para que las futuras generaciones puedan habitar un mundo más justo, bello y fraterno. Por eso Benedicto XVI nos había advertido que “los proyectos para un desarrollo humano integral no pueden ignorar a las generaciones futuras, sino que han de caracterizarse por la solidaridad y la justicia intergeneracional” (CiV 48). Quizás el mensaje más incómodo de todos sea el que nos obliga a mirar nuestro propio nivel de consumo. La tradición judeocristiana, lejos de mitificar la creación como una realidad mágica o intocable, invita a descubrir a Dios como el creador, no solo de la Tierra, sino de todo el universo, por medio de Cristo. El primer capítulo del Génesis, leído a la luz de la experiencia espiritual de San Francisco de Asís, nos habla de un Dios que crea por amor y que entrega la creación a las criaturas humanas para que la cuiden y trabajen, no para que la sobreexploten hasta agotarla. El santo de Asís nos llama a un vínculo vivo: el hermano sol, la hermana luna, el hermano viento, la hermana agua. No hay desprecio sino fraternidad, no hay despojo sino gratitud y alabanza. Este vínculo se vive en la alegría, la humildad y la simplicidad, en contraste abierto con la lógica del consumo y la acumulación. Reconocer a Dios como Creador es reconocer el valor sagrado de cada criatura, la dignidad de la tierra y la misión de cuidarla. Es necesario superar la indiferencia. La casa común no es solo el entorno físico, sino la red de relaciones que sostiene la vida. Cuidar la creación es cuidar a quienes la habitan, especialmente a quienes sufren las consecuencias del deterioro ambiental y de las injusticias estructurales. Son muchas las voces que hoy claman por acceso al agua, tierra, alimentos, aire limpio, y por la posibilidad de no ser expulsadas de sus territorios. La conversión ecológica a la que nos invita el tiempo de la creación exige poner a Dios en el centro, redescubrirnos como criaturas y hermanas dentro de un universo en expansión, obra de un Dios creador de todo, que por medio de Cristo sostiene y renueva la vida. Se trata de asumir el compromiso concreto de cuidar, restaurar y sanar la casa común, en comunión con todas las personas de buena voluntad y en sintonía con el Espíritu de Dios, que “hace nuevas todas las cosas”. *Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo Temas COLUMNA

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