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  • ¿Por qué tan pocos jóvenes terminan un secundario con baja exigencia?

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 28/09/2025 06:42

    Escuela secundaria La educación argentina ha caído en un exasperante y ridículo facilismo en las últimas décadas. Cada vez más, se ha promovido sin aprendizajes básicos, se han ocultado los problemas tras falsas estadísticas, se les ha mentido a los estudiantes y se ha priorizado no afectarlos emocionalmente, escondiendo los errores. Aun así, nos encontramos con que el 37% no llega al último año de secundaria en el tiempo previsto. Y, para peor, solamente el 10% de los estudiantes finalizan el secundario en tiempo y forma (sin repitencia y con saberes básicos incorporados). La tasa de egreso ha aumentado levemente en los últimos años, pero los aprendizajes con que se egresa han disminuido de forma alarmante. Esto demuestra que la estrategia para mejorar las estadísticas de egreso ha sido bajar el nivel. Aun así, el egreso sigue siendo bajo y cuesta mucho subirlo (55% en Argentina, 64,8% para Chile y 92% en USA respecto del total). Es decir, nuestro país se encuentra en un virtual estancamiento, que ni siquiera se altera dibujando las estadísticas con facilismo. ¿Por qué? Para empezar, el facilismo y el igualitarismo han sido tan extremos que no se han desarrollado funciones cognitivas y ejecutivas básicas. Y el facilismo es todavía más pronunciado en el nivel primario, cuando existe mayor plasticidad cerebral. Por lo tanto, se da la paradoja de que la mayoría de nuestros alumnos, salvo excepciones, no cuentan con los hábitos y las habilidades necesarios para terminar un secundario de bajo nivel. El solo tránsito del enfoque maternal o paternal del primario al más impersonal y académico del secundario ya deja a muchos fuera de juego. Por otra parte, el igualitarismo compasivo ha vaciado de autoridad a los docentes y a las escuelas. Muchos profesores no poseen herramientas para exigir sanamente. Castigar se ha tornado mala palabra. Las sanciones disciplinarias pasaron de moda y el aula se ha convertido en un lugar donde, paradójicamente, es muy difícil aprender. Es un espacio muchas veces ruidoso, anárquico, incluso inseguro. Y hay que agregar que el título del nivel secundario ha perdido valor. La gran mayoría de los estudiantes del secundario no poseen las competencias para estudiar en el nivel superior. Existen incontables casos de egresados con altas calificaciones que no llegan a aprobar ni una materia universitaria. He sido testigo, en una charla sobre educación, del reclamo al disertante de parte de una joven que se quejaba de haber egresado con un promedio de 10 para seguidamente percatarse que era incapaz de cursar en la universidad. ¡Qué estafa! ¡Cómo les hemos mentido a los jóvenes! Pero el título secundario no solo ha perdido valor como certificación para el nivel superior. También lo ha hecho ante los empresarios. Contar con un título del nivel secundario no les garantiza nada a los empleadores. Los jóvenes ingresan a trabajar sin las habilidades más elementales. En su mayoría, salvo excepciones, no pueden cumplir los horarios, seguir reglas, tolerar la frustración ni respetar la autoridad. Con esta educación facilista y anómica que generó el igualitarismo, los estudiantes no tienen habilidades para terminar el secundario, no poseen incentivos para hacerlo ni les resulta tampoco la escuela un lugar seguro y agradable. Devenidos en adolescentes que empiezan a tomar sus propias decisiones y son menos susceptibles a ser llevados de las narices por sus padres, ¿por qué habrían de desperdiciar años en el secundario para nada, cuando podrían salir a trabajar y atemperar un poco su miseria o incertidumbre respecto del futuro? En la era del conocimiento y la inteligencia artificial, nuestras escuelas no educan, sino que embrutecen. No generan mano de obra para las empresas, sino para los narcos. Y esto no es culpa de los maestros, sino del sistema que les ha impuesto la dirigencia política influenciada por los snobs pedagogos igualitaristas de moda, muchos de los cuales nunca pisaron una escuela. La mayoría de los docentes reman contra la corriente y hacen maravillas para los pocos recursos y herramientas que poseen, todo ello con un salario cada vez más bajo. Todos critican el resultado del sistema educativo, pero a la hora de la verdad, cuando hay que expulsar de una escuela a un alumno que amenazó con un arma a un docente; cuando hay que hacer repetir de año a un estudiante que no aprendió nada; cuando hay que dejar libre a otro que acumuló demasiadas amonestaciones; cuando hay que sacar del aula al adolescente que no permite que la clase se dicte con normalidad; cuando hay que decirles a los padres que educaron muy mal a su hijo y que la escuela no puede hacer nada si ellos no cambian; cuando hay que explicarle a una familia que su hijo debe asistir a otro tipo de escuela, de oficios o especial porque ya repitió varias veces y no está avanzando; cuando hay que señalarle a un estudiante que no tiene talento o facilidad para algo y que le conviene explorar sus fortalezas y focalizarse en ellas; cuando hay que decir la verdad y reprobar a alguien aunque sea le quinta vez que rinde el mismo examen; en todos estos casos, las instituciones, la prensa y la dirigencia política se ponen del lado del facilismo y el igualitarismo y no apoyan al maestro o directivo que hace lo correcto. Porque es lo más cómodo y fácil. Es esconder el problema debajo de la alfombra y sonreír, como si nada hubiera pasado. Es quitarse la responsabilidad de encima y evitar el estrés del compromiso real y de afrontar la realidad. ¿Cómo pretendemos, entonces, que la educación cambie? ¿Cómo vamos a preparar a las nuevas generaciones para un mundo cada vez más duro y competitivo? ¿Por qué nos sorprendemos cuando miramos los resultados educativos decrépitos? Quizás deberíamos, primero, tener la valentía de volver a la verdad, al sentido común, a la sana exigencia, al mérito, a la autoridad, a la disciplina, a la escuela como lugar ordenado y seguro. Y abandonar de una vez por todas la demagogia y la falsa compasión de consagrar en las leyes el mentiroso derecho al egreso, la inflación de derechos con escasez de obligaciones y el igualitarismo retrógrado. Un sistema educativo riguroso y estricto no es excluyente. El Estado debe asegurar a todo estudiante un lugar dentro del sistema educativo, pero no necesariamente en cualquier escuela de su preferencia. En los países con sistemas educativos exitosos, incluso en los que tienen fama de progresistas, como Finlandia, existen exámenes de ingreso y de egreso. De los resultados obtenidos depende la trayectoria educativa, a qué instituciones puede ir y a cuáles no. Esto obra como un gran incentivo al esfuerzo, pero también permite la especialización de los docentes y las escuelas en diferentes perfiles de aprendizaje, tipos de inteligencias y vocaciones. En pocas palabras, los sistemas educativos exitosos se basan en la verdad, no en la mentira como el nuestro. En Argentina, muy pocos terminan el secundario y, los que lo hacen, cada vez saben menos y están menos preparados tanto para el mundo laboral como para la universidad. Pero seguimos profundizando el mismo camino de la cómoda y placentera demagogia que está arruinando a las nuevas generaciones. Quizás, como decía Einstein, para obtener resultados diferentes debamos hacer algo distinto.

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