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» Diario Cordoba
Fecha: 24/09/2025 11:16
«La ciudad no dice su pasado, lo contiene como las líneas de una mano», escribió Calvino. Córdoba, que guarda en su palma patios, cal viva y rejerías, amanece a veces como una cara abofeteada: rótulos LED que chillan en Las Tendillas, tipografías de discoteca en Cruz Conde, cajas de derivación trepando por La Judería, toldos desparejados que en La Corredera cuelgan como párpados cansados. La estética urbana -esa piel común que educa sin sermonear- se va deshilachando con parsimonia de óxido. La fealdad renta porque abarata el alma de los materiales. Donde hubo cantería y proporción, mandan panel y plantilla; donde sonaba la madera, hoy silba el PVC que ignora el ritmo de los huecos. El comercio confunde impacto con presencia: un neón estridente «funciona» más que una tipografía sobria; un escaparate que enceguece vende más que una puerta bien encuadrada. Vitruvio dejó la regla: ‘firmitas, utilitas, venustas’ (solidez, utilidad y belleza). Y Tomás de Aquino afinó el juicio: ‘pulchritudo splendor veritatis’ (la belleza como esplendor de la verdad). Amputada la ‘venustas’, la verdad se nos queda sin rostro. Renta, además, como espectáculo. La ruina fotogénica se vuelve mercancía: desconchones vendidos como «textura industrial», medianeras con garabatos de firma paseados como rebeldía de catálogo, azoteas abarrotadas de maquinaria que, desde La Ribera o Miraflores, dibujan coronas de hojalata sobre el caserío. Se ofrece al visitante un «encanto decadente» prefabricado. Y, sin embargo, la ciudad es un cuerpo con memoria. Chesterton lo llamó «la democracia de los muertos»: el derecho de quienes nos precedieron a no ser desahuciados de las piedras. La fealdad prospera porque sus balances son inmediatos. La belleza, en cambio, liquida a plazos largos: requiere mantenimiento, poda, paciencia. Ruskin lo resumió con una ética sencilla: cuando construyamos, pensemos que construimos para siempre. Nosotros preferimos el cierre de caja. Por eso florecen terrazas con mobiliario chillón, cerramientos que encarcelan plazas nobles, alberos desnudos sin una sombra que acoja el verano cordobés. Un árbol adulto es costoso; un toldo barato «soluciona». Pero no es lo mismo sentarse bajo la historia de un plátano que sudar bajo un plástico. Defender la belleza en Córdoba no es capricho aristocrático ni postal de azulejo: es política del bien común. Ordenar el rótulo que grita y devolver mesura a la paleta (cal, albero, almagre). Soterrar el cableado que humilla la encalada. Premiar el oficio -carpintería, herrería- y curar el pavimento con materiales que respiren. Exigir a la hostelería sobriedad que no degrade la plaza en feria perpetua. Llevar el arte público donde procede, con jurado y criterio, sin confundir mural con firma apresurada. Y, sobre todo, recomponer el patrón de sombras: más árboles que den hospitalidad y devuelvan medida a las perspectivas. «La belleza salvará al mundo», dejó caer Dostoievski. Quizá sea mucho pedir a una cornisa en la Calleja de las Flores, a un alero de San Basilio o a una reja que mira a la Mezquita-Catedral. Pero sabemos lo contrario: la fealdad que renta nos cobra al contado la rendición del espíritu. Cuando un barrio cura su piel, también cura sus costumbres; cuando una fachada vuelve a respirar, el ciudadano levanta la vista. Y en esa mirada alta empieza, de nuevo, la ciudad. *Mediador y escritor
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